Una auténtica joya, con motivo del 65º aniversario de la ordenación sacerdotal del Papa emérito
Esta semana apenas voy a escribir nada personal. Me limitaré casi a reproducir las palabras del papa Francisco el 28 de junio en la sala Clementina de los palacios vaticanos, donde se festejó públicamente a Benedicto XVI con motivo del 65º aniversario de su ordenación sacerdotal en Frisinga (unos pocos kilómetros al norte de Múnich). Incluiré el texto castellano difundido por la Radio Vaticana, aunque me permitiré leves correcciones de estilo.
Muchas personas han visto las fotos del acto, pero quizá no hayan tenido oportunidad de leer con detenimiento la felicitación pontificia. Intervinieron también Angelo Sodano, Decano del Colegio de Cardenales, y Gerhard Müller, cardenal prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Y el propio Benedicto expresó su agradecimiento con palabras sentidas. Pero la intervención de Francisco me parece una auténtica joya: con que la vea una persona más, tendrá sentido esta columna.
«Santidad, hoy festejamos la historia de una llamada que comenzó hace sesenta y cinco años con su ordenación sacerdotal en la Catedral de Frisinga, el 29 de junio de 1951. ¿Pero cuál es la nota de fondo que recorre esta larga historia y que desde aquel primer inicio hasta hoy la domina cada vez más?
En una de las muchas bellas páginas que usted ha dedicado al sacerdocio, subraya que, en la hora de la llamada definitiva de Simón, Jesús, mirándolo, en el fondo le pregunta sólo una cosa: “¿Me amas?” ¡Qué bello y verdadero es esto! (...) en aquel “me amas” el Señor funda el apacentar, porque sólo si existe el amor por el Señor Él puede apacentar a través de nosotros: “Señor, tú sabes todo, tú sabes que te amo” (Jn 21, 15-19).
Esta es la nota que domina una vida entera gastada en el servicio sacerdotal y de la teología que usted, no casualmente, ha definido como “la búsqueda del amado”; es lo que usted ha testimoniado siempre y testimonia aún hoy: que lo decisivo en nuestras jornadas −con sol o con lluvia− es que el Señor esté verdaderamente presente, que lo deseemos, que interiormente estemos cerca de Él, que lo amemos, que verdaderamente creamos profundamente en Él y creyendo lo amemos verdaderamente. Es este amar lo que verdaderamente nos colma el corazón, este creer es lo que nos hace caminar seguros y tranquilos sobre las aguas, también en medio de la tempestad, precisamente como sucedió a Pedro; este amar y este creer es lo que nos permite mirar hacia el futuro no con miedo o nostalgia, sino con alegría, incluso en los años ya avanzados de nuestra vida.
Y así, precisamente viviendo y testimoniando hoy de modo tan intenso y luminoso esta única cosa verdaderamente decisiva −tener la mirada y el corazón dirigido a Dios− usted, Santidad, sigue sirviendo a la Iglesia, no deja de contribuir verdaderamente con vigor y sabiduría a su crecimiento; y lo hace desde aquel pequeño Monasterio Mater Ecclesiae en el Vaticano que se revela de ese modo algo muy diferente de uno de aquellos rincones olvidados en los cuales la cultura del descarte de hoy tiende a relegar a las personas cuando, con la edad, sus fuerzas decaen. Es todo lo contrario; y esto ¡permita que lo diga con fuerza su Sucesor, que ha elegido llamarse Francisco!
Porque el camino espiritual de san Francisco comenzó en san Damián, pero el verdadero lugar amado, el corazón pulsante de la Orden −allí donde la fundó y donde, en fin, entregó su vida a Dios− fue la Porciúncula, la “pequeña porción”, el rinconcito ante la Madre de la Iglesia; cerca de María que, por su fe tan firme y por vivir enteramente del amor y en el amor con el Señor, todas las generaciones llamarán bienaventurada.
Del mismo modo, la Providencia ha querido que usted, querido hermano, llegara a un lugar por decirlo de alguna manera “propiamente franciscano”, del que brota una tranquilidad, una paz, una fuerza, una confianza, una madurez, una fe, una entrega y una fidelidad que me hacen tanto bien y me dan tanta fuerza a mí, y a toda la Iglesia. (...) también de usted viene un sano y alegre sentido del humor.
El anhelo con el que deseo concluir es, por tanto, un anhelo que dirijo a usted, y junto a todos nosotros, a la Iglesia entera: ¡Que usted, Santidad, siga sintiendo la mano de Dios misericordioso que lo sostiene, que experimente y testimonie el amor de Dios; que, con Pedro y Pablo, siga exultando con gran alegría mientras camina hacia la meta de la fe (Cfr. 1Pt, 8-9, 2Tim, 4)!»
Benedicto XVI intervino brevemente en la ceremonia. Evocó la palabra estampada por un compañero de promoción sacerdotal en el recordatorio de la ordenación −“Eucharistomen”− para mostrar su agradecimiento, en primer lugar a Francisco (espero no traducir mal el texto en italiano): «Su bondad, desde el primer momento de la elección, y en todos los momentos de mi vida aquí, me conmueve, me llena realmente, interiormente: más que en la belleza de los jardines vaticanos, su bondad es el lugar donde vivo y me siento protegido. (...) Y confío en que irá adelante con todos nosotros por esta senda de la Divina Misericordia, mostrando el camino de Jesús, hacia Jesús, hacia Dios».
Aquel compañero, apellidado Berger −recordó Benedicto−, trascendía la gratitud humana con las palabras de la Escritura recogidas en la liturgia: gratias agens benedixit, fregit deditque. «Cristo ha convertido en acción de gracias −en bendición− la cruz, el sufrimiento, el mal del mundo. Y así fundamentalmente ha transustanciado la vida y el mundo, y nos ha dado y nos da cada día el Pan de la verdadera vida, que supera el mundo gracias a la fuerza de su amor. En última instancia, queremos insertarnos en ese ‘gracias’ del Señor, y recibir así la novedad de vida y ayudar a la transubstanciación del mundo: que sea un mundo, no de muerte, sino de vida; un mundo en el que el amor venza a la muerte».