En presencia de dirigentes políticos, reyes, embajadores y representantes internacionales, el Papa Francisco recibió en el Vaticano, el pasado 6 de mayo, el Premio internacional ‘Carlomagno’ 2016
“Un nuevo humanismo europeo”. Con este sueño, expresado “con la mente y el corazón, con esperanza y sin vana nostalgia, como un hijo que encuentra en la madre Europa sus raíces de vida y fe”, el Papa Francisco concluyó su apasionado discurso con ocasión de la entrega del Premio Carlomagno, que recibió el 6 de mayo en la Sala Regia de la Ciudad del Vaticano.
En presencia de dirigentes políticos, reyes, embajadores y representantes internacionales, el Papa evocó la memoria de los padres fundadores de Europa, recordando cómo ellos mismos supieron “buscar vías alternativas e innovadoras en un contexto marcado por las heridas de la guerra”.
Para hacer efectivo este sueño de un nuevo humanismo, es necesario volver a descubrir, según el Papa, tres capacidades. La primera es saber “integrar”, porque “más que aportar grandeza, riqueza y belleza, la exclusión provoca bajeza, pobreza y fealdad”; no en vano “la identidad europea es, y siempre ha sido, una identidad dinámica y multicultural”.
Además hay que saber re-encontrar la “capacidad de diálogo”, reconociendo “al otro como un interlocutor válido” y mirando “al extranjero, al emigrante, al que pertenece a otra cultura como sujeto digno de ser escuchado, considerado y apreciado”. Finalmente, hay que volver a “generar”, quizá recurriendo a “nuevos modelos económicos más inclusivos y equitativos, orientados no para unos pocos, sino para el beneficio de la gente y de la sociedad”.
Las palabras más conmovedores son las últimas del discurso, con el que Francisco reveló su sueño de una Europa que sea aún capaz de ser madre, que “respeta la vida y ofrece esperanza de vida”, “que se hace cargo del niño, que como un hermano socorre al pobre y a los que vienen en busca de acogida”, “que escucha y valora a los enfermos y a los ancianos”. Una Europa “donde ser emigrante no sea un delito”, “donde los jóvenes respiren el aire limpio de la honestidad” y “donde casarse y tener hijos” no sea “un problema”. “Una Europa de las familias”, que “promueva y proteja los derechos de cada uno, sin olvidar los deberes para con todos”. “Sueño una Europa” −concluyó Francisco− “de la cual no se pueda decir que su compromiso por los derechos humanos ha sido su última utopía”.
Palabras fuertes, pero de una claridad desarmante, signo de la premura del Pontífice −primer Papa no europeo que recibe la distinción− por aquella que ya había osado definir como “abuela Europa”, para así estimular sobre todo a las instituciones a realizar cualquier esfuerzo necesario para devolver futuro y esperanza al continente. Estos sueños del Papa son, en el fondo, los mismos sueños de cualquier ciudadano, porque solamente a partir de la conciencia de un renacimiento es posibles entrever rendijas de futuro.
Francisco, al que no gusta recibir premios ni distinciones destinadas a su persona, en este caso ha querido hacer una excepción precisamente por la importancia que reviste el premio, ante todo como señal para la paz en el mundo. El Pontífice no ha hecho más que recordar una vez más al continente su vocación más profunda y más importante, ligada a la riqueza de recursos de inteligencia, de historia y de cultura, “que deben continuar siendo empleadas en beneficio de la humanidad entera”.
La distinción al Papa −el pasado diciembre, en el municipio de Aechen, la antigua Aquisgrán donde tiene su sede el premio internacional− había estado motivada por el “extraordinario servicio del Pontífice a la unificación europea”, por el “mensaje de esperanza y de aliento” y por ser “una autoridad moral ampliamente reconocida”. Cualidades que el papa había tenido ocasión de demostrar también en la visita al Parlamento y al Consejo de Europa en 2014, cuando invitó a las instituciones del Viejo Continente a custodiar y hacer crecer la identidad europea, para que los ciudadanos vuelvan a confiar “en el proyecto de paz y amistad que es su fundamento”.
El Premio Carlomagno (Karlspreis) está activo desde 1950 y toma su nombre de quien es considerado el “padre de Europa”. En 2004 había sido conferido a san Juan Pablo II.