Mientras que la misericordia de Dios es infinita, el mal tiene siempre un límite: y éste es precisamente la misericordia de Dios. Un artículo sobre la lógica humana del perdón, y sobre la lógica divina del Sacramento de la Penitencia
El Papa Francisco, en la bula Misericordiae Vultusn. 9, comenta: “El perdón de las ofensas deviene la expresión más evidente del amor misericordioso y para nosotros cristianos es un imperativo del que no podemos prescindir. […] El perdón es una fuerza que resucita a una vida nueva e infunde el valor para mirar el futuro con esperanza”. El perdón es, por tanto, una expresión eminente de las obras de Misericordia, algo así como el corazón de la Misericordia.
Cuando pregunto a la gente qué es lo que va a buscar cuando se acerca al sacramento de la confesión, las respuestas son habitualmente del estilo: volver a empezar, quitarme un peso de encima, recuperar la tranquilidad de la conciencia, encontrar paz, buscar fuerza y consuelo, recibir un buen consejo… Querría ahora poner un ejemplo relacionado con el mundo universitario, etapa en la que los jóvenes son muy enamoradizos y las relaciones hombre/mujer muy intensas. Pues bien, imaginemos que hay una chica que toma muy buenos apuntes; al verlo, un chico se hace amigo de la muchacha para conseguir esos apuntes. Sin embargo, hay quien procura pedir los apuntes para llamar la atención de la chica y hacerse amigo de ella, para que ésta se fije en él. Son dos posturas bien distintas, y me parece evidente cuál gustaría más a la chica, al menos desde el punto de vista de la autoestima femenina.
Cuando en la confesión se busca fortaleza, tranquilidad, consejo…, entonces, lo que se busca son “los apuntes”. Pero Jesús, en la confesión, nos dice: tú me pides los apuntes, pero yo te doy otra cosa mucho más valiosa: yo mismo, vivir en tu corazón y dejar que tú vivas en el mío. Es a Dios a quien deberíamos ir a buscar cuando acudimos a la confesión.
La confesión tampoco es una mera lavandería. Esto ocurre cuando vamos a rendir cuentas, a que nos quiten las manchas sin una verdadera conversión del corazón, porque no entendemos el pecado como un desamor y la confesión como un acto de amor.
La dinámica del amor posee, entre otras, dos dimensiones: el otro y su bien. El verdadero amor necesita de ambas. Quien buscara y deseara sólo la otra persona, pero no buscara, a la vez, el bien de ésta, sería puro egoísmo; y a la inversa, si estuviera dispuesto a buscar su bien pero no deseara su cercanía, dicha entrega se convertiría en una humillación.
Una forma gráfica de definir el amor sería la mutua pertenencia de uno en el otro. Es decir: tú eres mi vida, y por tanto, si no te tengo en el corazón me falta algo, no puedo ser plenamente yo, y no puedo ser feliz. En Evangelii Gaudium(n. 24) hay unas palabras que forman una secuencia para comprender las distintas exigencias del amor: “primerear, involucrarse, acompañar, fructificar y celebrar”. Son un modo muy certero de describir el amor.
¿Quién ha de comenzar a perdonar: la víctima, o el agresor? En la práctica de nuestro comportamiento encontramos a menudo que si quien que nos ha ofendido viene a pedirnos perdón, entonces estaríamos dispuestos a perdonarle, pero el amor propio nos impide iniciar el camino de la reconciliación. Sin embargo, lo que sucede es que si no somos capaces de tomar la iniciativa, esto significa que el otro no nos importa. Aquí conviene traer a colación esa palabra que menciona el Papa Francisco con frecuencia: “primerear”, tomar la iniciativa. Si no estoy dispuesto a tomar la iniciativa, eso quiere decir que lo que tú me ofreces no me interesa; en definitiva, no me interesas tú, y he dejado de amar. Quien no es capaz de tomar la iniciativa en el perdón, no ama. El perdón, en cambio, sigue la lógica de que “tenerte en el corazón es valioso para mí”; y ha de comenzar a pedir perdón el que más ama, el que tiene un corazón más grande.
Cuando el otro viene a pedirnos perdón, de corazón, te das cuenta de que lo que nos está diciendo es: lo que tú me ofreces −tu amistad, tu cariño, tu cercanía− es valioso para mí, un regalo y motivo de gozo. En este sentido, pedir perdón es la manera de valorizar al otro.
El no ser capaz de primerearpara reconciliarse con el otro manifiesta una indiferencia que humilla. Pedir perdón, por el contrario, es una de las maneras más hermosas de mostrarle a quien hemos ofendido que le necesitamos, que queremos tenerle cerca, que es estimado para nosotros. Pedir perdón es el reconocimiento del otro como valioso.
El perdón incluye también el reconocimiento del ofensor. Cuando éste viene a pedir perdón, el ofendido, al acoger dicha iniciativa, de hecho le muestra su verdadero amor: que vengas es también para mí un regalo. Cuando estabas lejos también yo sufría; añoraba tenerte en el corazón, gracias por venir. Acoger el perdón es, en consecuencia, la manera más bonita de enaltecer al otro. Perdonar se convierte en el acto por el cual restituimos al otro su dignidad ante nuestra mirada. Tu dignidad es vivir en mi corazón. Esto es lo que nos dice el Señor siempre que nos perdona. El perdón (ser perdonado) siempre enaltece, nunca humilla ni a uno ni a otro. En el perdón, como en el amor, nadie pierde y todos ganan. Recordemos las parábolas del padre misericordioso, de la oveja perdida.
El reconocimiento de la culpa es necesario para ser perdonado. El perdón requiere para la “purificación de la memoria” que se reconozca la culpa y se explicite la petición de perdón, pues en caso contrario la situación no se arreglará. Para pedir perdón no es estrictamente necesario manifestar verbalmente la culpa, pero sí mostrar claramente el arrepentimiento. Quien padece de exceso de amor propio le cuesta horrores pedir perdón explícitamente, con frecuencia usa un lenguaje no verbal, que es suficiente para quien le conoce.
Ante el perdón ofrecido, el reconocimiento de la culpa posibilita que ésta inmediatamente desaparezca. Por esto, es preciso que nunca nos justifiquemos una falta, por pequeña que sea, pues eso impide que se supere, y quedará latente. Al reconocerla, también el perdón llegará a su plenitud; el mal será destruido, y de él no quedará nada. El pecado, el mal, aleja los corazones, pero una vez que nos hemos perdonado no hay nada que nos distancie a uno del otro: el perdón es la fuerza más poderosa de la historia en la lucha contra el mal.
Recuerdo a un señor que se estaba muriendo. Pedía a un sacerdote conocido que mediara con su hijo porque hacía más de treinta años que no se hablaban. Si hicieron las gestiones pertinentes y el hijo accedió a visitar a su padre enfermo. Al entrar en la habitación del hospital, el padre se alzó, le abrazó, ambos se pusieron a llorar… y del mal que los dos se habían provocado a lo largo de tantos años no quedó nada de herida. Reconocemos, nos abrazamos y no queda nada.
Quien mantiene rencor en el corazón no ha perdonado de verdad. En efecto, quien no perdona nunca será de verdad libre. Dios nos otorgó la libertad para amar, y la incapacidad de perdonar manifiesta una carencia en la libertad. No hay persona más libre que la que es capaz de perdonar. El ser humano debería llevar incorporado en el corazón un buen drenaje para que no quede nada de poso de rencor, odio, malicia o malos sentimientos hacia el otro. El mejor camino para conseguirlo es mirar a Cristo y aprender a amar.
El Señor, siempre que le pedimos perdón, nos responde: “Tu mal es un regalo para mí, porque me sirve para demostrarte que te amo también con todo tu mal; que te amo mucho más de lo que pensabas, y el mal que has cometido es ahora, para mí, el medio que tengo para dejarte constancia de que te amo mucho más”.
De hecho, algunos definen la misericordia a la luz de la etimología de las palabras que componen el término: “Tú me das tu miseria y yo te ofrezco mi corazón”. El mal se convierte entonces en ofrenda, en camino y manifestación real de mi amor por el otro.
El ser humano está hecho a imagen de Dios, y Él es el Amor. Nuestra dignidad y vocación se juega en el amor. Estamos hechos para amar y ser amados. Sabemos también que por el pecado original el maligno instaló en el mundo las dos bombas destructivas más poderosas de la historia: la soberbia y el egoísmo; son la negación del amor, de nuestra dignidad y de nuestra vocación. Ambas actitudes significan decir al otro: no me importas, no me interesas. Pasamos de ser amados a ser abusados o utilizados. Estas dos bombas lo deshacen todo, porque tienen una gran capacidad destructiva: personas, familias, pueblos y naciones, y la misma Iglesia.
Pero en aquel mismo momento, Dios instituyó el gran neutralizador, el antivirus, contra toda esta fuerza destructiva: el perdón. Gracias al perdón, la humanidad tiene motivos fundamentados de esperanza. Todo el mal de la historia, puesto ante la mirada de Dios que pronuncia su perdón queda reducido a la nada, queda aniquilado. Por eso el mundo siempre tiene esperanza. Ahora, ante esta verdad tan hermosa de un Dios que perdona incondicionalmente, nadie puede desesperar, considerando su vida un fracaso, porque toda vida de cualquier persona, por el misterio de la Cruz de Cristo, es destinataria de aquel “te perdono” por el que todo el mal queda aniquilado.
El mal, podemos afirmar, tiene un límite, y éste es la misericordia de Dios; mientras que, por su parte, la misericordia de Dios es infinita. Dios, con palabras de santa Teresa, “ni cansa ni se cansa”, y tiene siempre la última palabra de la historia a través de su perdón.
El punto final del perdón es el gozo y la felicidad de saberme amado por aquellos a los que amo. La comunión interpersonal, el tener a aquellos que amamos en nuestro corazón, el sentirnos amados por quienes amamos, es lo que nos hace felices. Por lo tanto, tener a Dios, el Amor, en el corazón es el regalo más grande que existe en la tierra y en la eternidad. Quien tiene a Dios, lo tiene todo. Sólo Dios basta.
Al contrario, quien no perdona no será nunca feliz. La soberbia y el egoísmo imposibilitan la felicidad en la tierra. Urge transmitir una gran lección: la importancia de la familia y de mirar y de acoger a Cristo para enseñar a la gente a amar.
Pedro debía de tener un corazón enorme cuando plantea si debe perdonar hasta siete veces, un número no sólo grande, sino relacionado con la plenitud. Jesús, sin embargo, nos recuerda que debe perdonarse “siempre”, setenta veces siete.
Hay una razón doble por la que hay que perdonar siempre. La primera, porque el día que digo “no perdono más”, estoy manifestando a la vez que tú ya no me importas, que he dejado de amarte, lo que significa que dejo de reconocerte como persona, cuya dignidad es la de ser amada por sí misma. A la vez, cuando no perdono, no vivimos conforme a nuestra vocación, que se concreta en amar. El no-perdón implica una doble injusticia. Otra cosa es la necesaria ayuda de la gracia, sin la cual no somos capaces de perdonar.
Y la segunda razón es que, si digo “basta, ya no te perdono”, de hecho nunca te he amado de verdad, porque sólo he estado dispuesto a perdonarte hasta este límite; no te he aceptado a ti, sino lo que de ti estaba dispuesto a asumir. Si no perdono siempre, ni te he amado de verdad ni me importas desde ahora.
Al terminar de confesarnos, recibimos una penitencia. ¿Quiere eso decir que Dios es rencoroso? ¿Cuál es el sentido de la penitencia o satisfacción en el perdón? Recorramos a un ejemplo: un niño hace una trastada en el colegio, rompiendo una puerta de vidrio. La madre, ante el director, lo primero que haría sería pedir perdón, aunque no sea ella la culpable; lo que pasa es que ella “está” en cierta manera en el hijo y él en ella. Al sentirse disculpada por el director entiende que también ha perdonado al pequeño. Lo mismo sucede en la Cruz con el Hijo: pide personalmente perdón, como la madre, porque Él ha asumido todo el pecado del mundo, y al ofrecer Dios Padre su perdón, en Cristo todos hemos sido perdonados.
Queda pendiente, sin embargo, la deuda del estropicio. Ella asume que debe pagar y vacía el billetero ante la presencia de su hijo quien, conmovido y dándose cuenta de las consecuencias de su obrar, decide sacar las pocas monedas que lleva en el bolsillo. ¿Debe aceptarlas la mamá? Sí, por dos grandes razones: porque si no lo hiciera le estaría menospreciando y ningunearía el ofrecimiento del niño, y porque sería un desamor. Al mismo tiempo, ella, al aceptar, le hace más consciente de su propia responsabilidad, y le hace más humano. Esas monedas son la penitencia. Análogamente puede entenderse la penitencia. Después de recibir el perdón, lo que yo puedo hacer por Jesús es la penitencia. No se trata del rencor de un Dios que pasa factura, sino de un acto de amor delicado por parte de Dios que valora el gesto de amor. Así, Dios nos ama acogiendo nuestro amor, y nos lo agradece.
Joan Costa
Facultad de Teología de Cataluña
Fuente: Revista Palabra.
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