Un principio fundamental para la vida democrática<br /><br />
ReligionConfidencial.com
Necesidad de una incesante participación en los debates públicos, también desde la óptica cristiana
Sigo dolorido por el asesinato de Shahbaz Bhatti, ministro para las minorías en Pakistán, firme defensor de la libertad religiosa. Su posición favorable a la reforma de la ominosa ley contra la blasfemia, que puede llevar a la ejecución de no musulmanes inocentes, está entre las principales causas de su muerte. ¡Qué contraste con la reciente sentencia del Tribunal Supremo de Estados Unidos en materia de libertad de expresión!
La decisión de los jueces americanos es importante, porque confirma la tendencia de la órbita occidental, en ésta como en otras tantas materias. Y una vez más, la famosa Primera Enmienda prevalece, incluso en circunstancias ciertamente desagradables, como las protestas públicas formuladas con ocasión de las honras fúnebres por soldados caídos en el cumplimiento de su deber: la libre expresión está por encima de la paz de los muertos.
Imagino que los especialistas estudiarán con detenimiento este caso, el Snyder v. Phelps. Afortunadamente, parece un fenómeno aislado de odio absurdo, el de la Westboro Baptist Church de Topeka, Kansas. Miembros de esa iglesia han acudido a unos 600 funerales castrenses con carteles agresivos del tipo “Dios odia a los fags”, “Gracias a Dios por los soldados muertos”, o “América está condenada”. Con esas expresiones quieren manifestar su extraña convicción de que los soldados han muerto como castigo por la actitud tolerante del país hacia la homosexualidad. La mayoría de la gente no les hará el menor caso, también por miedo al poderoso lobby gay.
Pero Albert Snyder, padre de un marine muerto en Iraq en 2006, demandó al fundador de Westboro y a miembros de esa iglesia, por haberle causado deliberada una angustia emocional, e invadir su intimidad con la presencia de piquetes en el funeral por su hijo, celebrado en Westminster, Maryland. Todo eso habría agravado la depresión que sufría, y le habría causado nuevos problemas de salud. Un jurado de Baltimore otorgó a Snyder una indemnización de más de diez millones de dólares, revocada luego por el Tribunal de Apelaciones para el Circuito 4º en Richmond. El Tribunal Supremo acaba de confirmar esta sentencia, que libera al fundador de Westboro, el reverendo Fred W. Phelps.
Los jueces consideran que las protestas estaban desenfocadas y llenas de odio, pero se referían a cuestiones de interés público, incluidas las operaciones militares en Iraq y Afganistán y las políticas relacionadas con los derechos de los gays, muy concretamente dentro del ejército. El tribunal señala que la mayoría de los Estados limitan las protestas en los funerales, señalando, por ejemplo, la distancia mínima que deben respetar los piquetes. De hecho, Westboro habría cumplido los requisitos, incluido el previo aviso a las autoridades: no hubo violencia ni profanación. Según escribió el ponente John G. Roberts Jr., presidente del TS, «los miembros de la iglesia tenían derecho a estar donde estaban».
Para muchas personas resultan sin duda rechazables este tipo de manifestaciones en actos públicos de duelo. Pero el Tribunal Supremo defendió una vez más —por ocho votos contra uno, el del juez Samuel A. Alito—, un principio fundamental para la vida democrática: la expresión no puede ser prohibida o castigada simplemente porque resulta odiosa o refleja un punto de vista aberrante; tampoco porque, como en este caso, venga a agravar el profundo dolor de una familia.
La sentencia no ahorra palabras negativas para la postura de los baptistas de Westboro. Por ahí va el voto particular del juez Alito, para quien la Primera Enmienda no incluye el derecho a “maltratar” a personas privadas: «nuestro profundo compromiso nacional con el debate libre y abierto no es una licencia para la viciosa agresión verbal que se dio en este caso». Recuerda el criterio establecido desde 1990 por el TC español: «La Constitución no reconoce un pretendido derecho al insulto, que sería por lo demás incompatible con la dignidad de la persona que se proclama en el art. 10.1 del texto fundamental».
Pero, para la mayoría, esa realidad no puede llevar a castigar a quien expresa su opinión: «como nación, afirma Roberts, hemos elegido un camino diferente: proteger incluso a quienes pronuncian palabras ofensivas en los asuntos públicos para garantizar que no se sofoca el debate público».
Sin duda, este tipo de sentencia consolida quizá posturas marginales. Pero muestra también la necesidad de la incesante participación en los debates públicos, también desde la óptica cristiana. ¿Cómo no pensar en san Pablo en Atenas, y en los nuevos areópagos de que hablaba Juan Pablo II?