El Santo Padre ha presidido hoy la audiencia general especial que tiene lugar un sábado al mes con motivo del Jubileo de la Misericordia
Somos embajadores en nombre de Cristo, como si Dios os exhortase por medio de nosotros. En nombre de Cristo os rogamos: reconciliaos con Dios. A él, que no conoció pecado, lo hizo pecado por nosotros, para que llegásemos a ser en él justicia de Dios (2Cor 5, 20-21).
Hoy deseo reflexionar con vosotros sobre un aspecto importante de la misericordia: la reconciliación. Dios nunca ha dejado de ofrecer su perdón a los hombres: su misericordia se deja sentir de generación en generación. Frecuentemente consideramos que nuestros pecados alejan al Señor de nosotros: en realidad, pecando, nosotros nos alejamos de él, pero él, viéndonos en peligro, viene a buscarnos mucho más. Dios nunca se resigna a la posibilidad de que una persona sea ajena a su amor, a condición de encontrar en ella algún signo de arrepentimiento por el mal cometido.
Con nuestras solas fuerzas no conseguimos reconciliarnos con Dios. El pecado es ciertamente una expresión de rechazo de su amor, con la consecuencia de encerrarse en nosotros mismos, engañándonos con tener mayor libertad y autonomía. Pero lejos de Dios no tenemos una meta, y como peregrinos en este mundo somos “errantes”.
Un modo de decir común es que, cuando pecamos, “damos la espalda a Dios”. Es justo así; el pecador se ve solo a sí mismo y pretende de este modo ser autosuficiente; por eso, el pecado alarga cada vez más la distancia entre nosotros y Dios, que puede llegar a ser un abismo.
Sin embargo, Jesús viene a buscarnos como un buen pastor que no está contento hasta que no haya encontrado a la oveja perdida, como leemos en el Evangelio (cfr. Lc 15,4-6). Él reconstruye el puente que nos une al Padre y nos permite recuperar la dignidad de hijos. Con el ofrecimiento de su vida nos ha reconciliado con el Padre y nos ha dado la vida eterna (cfr. Jn 10,15).
«¡Dejaos reconciliar con Dios!» (2Cor 5,20): el grito que el apóstol Pablo dirige a los primeros cristianos de Corinto, hoy con la misma fuerza y convicción vale para todos nosotros. ¡Dejémonos reconciliar con Dios! Este Jubileo de la Misericordia es un tiempo de reconciliación para todos. Tantas personas querrían reconciliarse con Dios pero no saben qué hacer, o no se sienten dignos, o no quieren admitirlo ni a ellos mismos.
La comunidad cristiana puede y debe favorecer la vuelta sincera a Dios de cuantos sienten su nostalgia. Sobre todo quienes realizan el «ministerio de la reconciliación» (2Cor 5,18) están llamados a ser instrumentos dóciles al Espíritu Santo para que donde abundó el pecado pueda sobreabundar la misericordia de Dios (cfr. Rm 5,20). ¡Que nadie se quede lejos de Dios a causa de obstáculos puestos por los hombres! Y esto vale también −y lo digo subrayándolo− para los confesores −es válido para ellos−: por favor, no pongáis obstáculos a las personas que quieren reconciliarse con Dios. ¡El confesor debe ser un padre! ¡Ocupa el lugar de Dios Padre!
El confesor debe acoger a las personas que vengan a él para reconciliarse con Dios y ayudarles en el camino de esta reconciliación que estamos haciendo. Es un ministerio tan bonito: no es una sala de tortura ni un interrogatorio, no; es el Padre quien recibe y acoge a esa persona y la perdona. ¡Dejémonos reconciliar con Dios! ¡Todos! Que este Año Santo sea el tiempo favorable para descubrir la necesidad de la ternura y de la cercanía del Padre para volver a él de todo corazón.
Experimentar la reconciliación con Dios permite descubrir la necesidad de otras formas de reconciliación: en las familias, en las relaciones interpersonales, en las comunidades eclesiales, así como en las relaciones sociales e internacionales. Uno me decía, en los días pasados, que en el mundo hay más enemigos que amigos, y creo que tenía razón. Pero no, hagamos puentes de reconciliación también entre nosotros, comenzando por la misma familia. Cuántos hermanos se han peleado y se han alejado solo por la herencia. ¡Eso no va! ¡Este año es el año de la reconciliación, con Dios y entre nosotros! Porque la reconciliación es también un servicio a la paz, al reconocimiento de los derechos fundamentales de las personas, a la solidaridad y a la acogida de todos.
Aceptemos, pues, la invitación a dejarnos reconciliar con Dios, para ser nuevas criaturas y poder irradiar su misericordia en medio de los hermanos, en medio de la gente.
Con alegría doy mi bienvenida a los representantes de las fuerzas armadas y de la policía, provenientes de tantas partes del mundo, venidos en peregrinación a Roma con ocasión del Jubileo extraordinario de la Misericordia. Las fuerzas del orden −militares y policías− tienen por misión garantizar un ambiente seguro, para que cada ciudadano pueda vivir en paz y serenidad.
En vuestras familias, en los diversos ámbitos en los que trabajáis, sed instrumentos de reconciliación, constructores de puentes y sembradores de paz. Porque estáis llamados no solo a prevenir, gestionar, o poner fin a los conflictos, sino también a contribuir a la construcción de un orden fundado en la verdad, en la justicia, en el amor y en la libertad, según la definición de paz de San Juan XXIII en la Encíclica Pacem in terris (nn.18 ss).
La afirmación de la paz no es empresa fácil, sobre todo a causa de la guerra, que seca los corazones y aumenta violencia y odio. Os exhorto a no desanimaros. Proseguid vuestro camino de fe y abrid vuestros corazones a Dios Padre misericordioso que no se cansa nunca de perdonarnos. Ante los desafíos de cada día, haced brillar la esperanza cristiana, que es certeza de la victoria del amor sobre el odio y de la paz sobre la guerra.
Fuente: vatican.va / romereports.com
Traducción de Luis Montoya.
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