Un corazón muerto es el alejamiento de Dios y la perdida de sensibilidad en relación con el prójimo
Apuntes sobre la disertación que el cardenal cardenal Christoph Schönborn pronunció en la basílica Sant’Andrea della Valle[1], en el Congreso Apostólico Europeo Wacom, celebrado en Roma, del 31 de marzo al 4 de abril de 2016, con el título: “La misericordia de Dios no es la consecuencia de nuestras buenas acciones, como si fuera una recompensa. Nosotros los sacerdotes estamos amenazados por la dureza del corazón”.
Lo contrario de la misericordia, lo opuesto de la misericordia, es el endurecimiento del corazón. Nosotros, en Europa, vivimos una situación de este tipo. En lugar de acoger, hacemos cortinas de hierro. Lo opuesto, lo contrario de la misericordia es el endurecimiento. La misericordia tiene un precio. Cuesta porque le costó la vida al Hijo de Dios. ‘Porosis’ es la palabra que en griego define un órgano muerto, un órgano que sufre el endurecimiento, encallecido. Un corazón muerto es el alejamiento de Dios y la perdida de sensibilidad en relación con el prójimo. Es pérdida de la humanidad, es el paganismo marcado por la insensibilidad hacia el sufrimiento de los demás.
Leamos la parábola del hombre que curó Jesús un sábado. Los corazones de los fariseos se endurecen frente a su misericordia y creen honrar a Dios matando a Jesús. Es un enigma: ¿por qué la misericordia despierta tal odio? ¿Tal endurecimiento? Incluso los apóstoles, a veces, muestran su insensibilidad. Para Jesús, el mayor sufrimiento es por los apóstoles que no comprendían su misericordia. ¿Cómo es posible tal dureza cerca del Santo?
Muchas veces nosotros tenemos el corazón duro. Nosotros los sacerdotes, nosotros los pastores, nos vemos amenazados por la dureza del corazón, que se insinúa en nuestras vidas. No lo digo yo, lo dice en varias ocasiones Santa Catalina de Siena. Hablar de misericordia es un ejercicio vano si se tiene el corazón endurecido.
La misericordia tiene dos condiciones: la verdad y el arrepentimiento. Nada endurece el corazón como la justificación de sí. Yo, yo, yo… no hay nada que encierre más. Y nada abre más rápido a la misericordia que el propio pecado.
La verdad es el terreno en el que aterriza la misericordia; sin verdad sobre nuestras situaciones, Dios no puede darnos su misericordia. Leamos el Evangelio de la mujer Samaritana: ¿por qué va por agua a mediodía? En los países calientes ninguna mujer va por agua a esa hora. Van por la mañana o en la tarde, durante horas más frescas, y las mujeres van juntas. Pero esta mujer tenía miedo de los chismes, por eso iba a medio día. Porque está segura de que a esa hora estará sola y no tendrá que escuchar los chismes de las otras mujeres. Llega Jesús y le pide: «Dame de beber». Ese diálogo es un ejemplo bellísimo de cómo Jesús, respetuosamente, entra en contacto y se deja encontrar por ella.
Y luego viene el momento crucial. Jesús le dice a la mujer: «Ve a llamar a tu marido y después vuelve aquí». Así, Jesús mete el dedo en la herida. Ella responde: «no tengo un hombre». Y Jesús pone al descubierto la verdadera situación, dice la verdad: «Has dicho bien, “no tengo un hombre”, de hecho has tenido cinco maridos y el que tienes ahora no lo es. En esto has dicho la verdad». La verdad les hará libres, diría en otra ocasión Jesús. Sin la verdad no se puede tener la misericordia de Jesús. Pero la verdad en su forma correcta, es decir hay que decir la verdad pero sin herir. ¿Cómo decirla sin herir la misericordia? Y ¿cómo ser misericordioso sin omitir la verdad?
Tuve una experiencia después de una visita a una parroquia. Después de la misa, nosotros acostumbramos ir a tomar un café. Llegó un ser y me dijo: «Cardenal, la Iglesia no tiene misericordia por nosotros los divorciados que nos hemos vuelto a casar». Y yo le respondí: «Mire, es cierto, para nosotros los pastores sería más fácil decir: “¡Hagan lo que quieran, libremente!”. Pero hay un obstáculo, está la palabra de Jesús». Y yo cité solamente esta frase: «Quien repudia a la propia mujer y se casa con otra, comete adulterio en su contra». Al decir esta frase, mi interlocutor se puso pálido. Comprendí que esta parábola de Jesús lo había tocado, porque había cometido el adulterio. De repente ya no era la Iglesia la que no tenía misericordia, era él el que no había tenido misericordia hacia su mujer y la traicionaba. Ya no siguió diciendo que la Iglesia no tenía misericordia, tan dura, sino que entonces era él quien debía preguntarse: ¿qué he hecho de mi vida? Y entonces la palabra sobre la misericordia puede llegar a su corazón, porque hay perdón, hay misericordia.
La mujer Samaritana, cuando Jesús le dice todo lo que había hecho, corre a la aldea y le dice a la gente: «Vengan a ver, un hombre me ha dicho todo lo que he hecho. ¿Será el Mesías?». Con la verdad, la situación ya no es una situación de vergüenza, que ocultar, sino que se ha convertido en una ocasión de comunión; inmediatamente pudo volver a encontrarse con la gente de su aldea, porque frente a su pecado ahora hay un hombre que le ha dicho todo lo que había hecho pero sin despreciarla. No identificó a la persona con su culpa.
Cuando volví a leer esta página del Evangelio de la Samaritana y las palabras: «Yo no tengo marido, yo no tengo hombre», por primera vez sentí una cosa nueva, la inmensa soledad de esta mujer. Sí, había tenido muchos hombres, pero no había tenido ninguno… Jesús le reveló su dignidad, su valor. Es así que se relacionan la verdad y la misericordia. Este es el efecto que puede tener la verdad cuando la verdad misma es expresión de la misericordia.
Quisiera referirme todavía a la conversión. Porque no hay misericordia sin conversión, constricción del corazón; sin este arrepentimiento no hay apertura para la misericordia de Dios. Jesús mismo responde en una parábola que es la clave de la comprensión de su misión. Esta parábola está en el capítulo 12 de Marcos, es una clave para nosotros en esta época difícil, en la que hay tanta violencia en contra de los cristianos. No ha habido tiempo con mayor persecución contra los cristianos en el mundo que hoy. Es la paradoja de los viñadores, que apalean al primer siervo que manda el patrón, y también al segundo y al tercero, al que matan. Y a muchos que mandó después. Todos comprendieron que Jesús hablaba de los profetas, y su suerte es como la describe Jesús: rechazados y asesinados. Y después el patrón manda a la viña a su hijo, único y predilecto, pero los viñadores lo matan para quedarse con la herencia. Y Jesús hace esta pregunta: ¿qué hará el Señor de la viña? Irá y los exterminará, y le dará la viña a otros.
Esta actitud no es muy misericordiosa. Los castigó, justamente. Los cristianos, en toda su historia, han leído este pasaje interpretando que estos eran los hebreos que mataron a Jesús, por lo que el Padre les quitó la viña y nos la dio a nosotros que somos descendientes de los paganos, y con esta interpretación se ha justificado mucho sufrimiento de los hebreos. Una lectura que ha olvidado completamente la misericordia.
¿Qué quiere decir Jesús? ¿Es Él quien justifica de verdad la venganza? Sería lo contrario del Discurso de la montaña. Me permito proponer esta lectura: Jesús, aquí, explica la lógica del mundo. Así es, efectivamente, la lógica del mundo. Lo que sucedió el 11 de septiembre de 2001. Yo me espanté mucho cuando la primera palabra que el presidente Bush usó fue venganza. Yo me esperaba que él, cristiano, dijera: necesitamos arrepentirnos, debemos convertirnos. ¿Qué hizo el mundo? La guerra de Irak, la de Afganistán, y ahí tenemos todas las consecuencias de estas trágicas e inútiles guerras. Los prófugos cristianos que visité ayer son justamente la consecuencia de la reacción al 11 de septiembre. Dios quiere vencer nuestra falta de misericordia solo con un exceso de la suya. A nuestra falta de misericordia ha respondido con más misericordia, no con menos misericordia. Lo vemos en el caso del Buen Ladrón que se convierte ‘in extremis’: la conversión se da por el exceso de misericordia de Dios. El Ladrón había escuchado que Jesús perdonaba a los que lo estaban matando.
A esta parábola de los viñadores, Jesús le dio una interpretación correcta no con las palabras, sino con sus acciones, porque su respuesta a la violencia de los viñadores fue el don de su vida: ellos mataron al Hijo y el Hijo se dejó matar para perdonar su pecado. Concluyo con una palabra de San Máximo el Confesor: «Nada puede conmover tan profundamente el corazón del hombre y su voluntad como la vista del abajamiento que Dios hace de sí mismo». Tanto ama Dios el mundo que dio a su Hijo Unigénito: la misericordia de Dios no es la consecuencia de nuestras buenas acciones, como si fuera una recompensa, la misericordia de Dios es la causa de nuestra conversión. Y así, si Dios provoca nuestra conversión, abre nuestro corazón endurecido, ¿cómo podemos no ser misericordiosos entre nosotros?
Cardenal Christoph Schönborn, arzobispo de Viena
Fuente: Vatican Insider–La Stampa
[1] Apuntes de Andrea Tornielli. El texto no fue revisado por el autor.
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