La búsqueda de una armonía indisolublemente ambiental y social es un deber que a todos reclama
La última encíclica del Papa Francisco, Laudato si’, llama a examinar de forma entrelazada el medio ambiente y la sociedad que nos rodean. Se trata de dos aspectos inseparables de la realidad, en la que todo está conectado. Formamos parte de un mundo originariamente bello, rico e interdependiente, en el que vive una sola familia humana. La tierra es hermana y madre, y todos dependemos de ella para existir. La encíclica invita a contemplar esta belleza del mundo y a encarar sus evidentes problemas con esperanza.
Lo malo que acontece al medio ambiente −o en él− nos afecta a todos, y más a los más pobres. Ambas realidades nos llaman a no dejar espacio moral a la «globalización de la indiferencia» [n. 52]: «La lógica que no permite prever una preocupación sincera por el ambiente es la misma que vuelve imprevisible una preocupación por integrar a los más frágiles», porque «en el vigente modelo “exitista” y “privatista” no parece tener sentido invertir para que los lentos, débiles o menos dotados puedan abrirse camino en la vida» [n. 196].
La búsqueda de una armonía indisolublemente ambiental y social es un deber que a todos reclama. Y más cuanto más lejos parece situarse el objetivo a alcanzar. Toda cultura o persona que se inclina respetuosa ante el valor frágil del medio natural, o de la naturaleza que reside en el ser humano, se respeta y cultiva a sí misma. Lo hace al abrirse a cuidar, sanar o restablecer el medio natural o la fragilidad de la naturaleza humana, en especial entre los pobres de la tierra. El daño causado injustificadamente al medio ambiente o a la naturaleza humana en cualquier persona es, automáticamente, un daño moral.
Para dar con respuestas adecuadas a los retos abordados conjuntamente con el mundo contemporáneo, la encíclica propone un diálogo abierto a toda sabiduría o lector, esté dentro o fuera de la Iglesia Católica, sea creyente o no. Por su parte, ofrece el saber del cristianismo, con la convicción y confianza en que «los principios éticos que la razón es capaz de percibir pueden reaparecer siempre bajo distintos ropajes y expresados con lenguajes diversos, incluso religiosos» [n. 199].
La encíclica presenta la coherencia entre esos principios, la sabiduría de otras tradiciones y la razón científica contemporánea. Se apunta así a alimentar alianzas eficaces entre quienes viven o piensan diversamente, hacia un proyecto de bien común a largo plazo y para todos, que prime a los más pobres o indefensos ante nuestras decisiones, entre los que se cuentan las futuras generaciones o la misma tierra: «… entre los pobres más abandonados y maltratados, está nuestra oprimida y devastada tierra» [n. 2].
El daño ambiental es presentado como un pecado contra Dios, aunque culturalmente no sea valorado como tal, bien porque no se acepta la noción de pecado, o bien porque no se acepta que pueda haberlo en materia ambiental. Con todo, Francisco se dirige con exigencia a aquellos cristianos comprometidos y orantes que se burlan de las preocupaciones ambientales, o bien son pasivos y no quieren cambiar sus hábitos, y caen así en la incoherencia: «les hace falta entonces una conversión ecológica, que implica dejar brotar todas las consecuencias de su encuentro con Jesucristo en las relaciones con el mundo que les rodea» [n. 217].
Habrá que volver a las fuentes de su religión si hace falta, porque… «vivir la vocación de ser protectores de la obra de Dios es parte esencial de una existencia virtuosa, no consiste en algo opcional ni en un aspecto secundario de la experiencia cristiana» [n. 217]. La espiritualidad del cristiano «no está desconectada del propio cuerpo ni de la naturaleza o de las realidades de este mundo, sino que se vive con ellas y en ellas, en comunión con todo lo que nos rodea» [n. 216].
Creyentes o no, Francisco apunta como tarea una educación ambiental crítica con los mitos de «individualismo, progreso indefinido, competencia, consumismo, mercado sin reglas», abierta «a recuperar los distintos niveles del equilibrio ecológico: el interno con uno mismo, el solidario con los demás, el natural con todos los seres vivos, el espiritual con Dios» [n. 210].
Debemos, en suma, redescubrir que «todo está conectado» [n. 240]. Y actuar en consecuencia.
Jordi Puig i Baguer Profesor de Evaluación de Impacto Ambiental de la Universidad de Navarra