Como dijo Saint Exupery en su ‘Principito’, “lo esencial es invisible a los ojos. Sólo se ve bien con el corazón”
La noticia les cayó como un jarro de agua fría por lo cruel e inesperado. El bebé que esperaban venía con unas lesiones irreparables y, si sobrevivía al embarazo, moriría a las pocas horas de nacer. La historia ocurrió hace unos meses en Madrid, y los jóvenes padres lo cuentan ahora con una mezcla de serenidad y aplomo. No eran nuevos en esto: ya tenían tres hijos pequeños y el que venía, el cuarto, era un niño querido y deseado.
−En estos casos, procede recurrir a una interrupción voluntaria del embarazo−les explicó el ginecólogo sin alterar lo más mínimo el rictus−. ¿Cuándo les iría bien?
Los padres se miraron sorprendidos por la frialdad y la rutina del médico, que hablaba como quien te invita a un café o te comenta que amenaza lluvia.
−Perdone, pero es que no entra en nuestros planes el aborto −afirmó ella con decisión y tranquilidad, evitando el eufemismo.
−Quizás no me he explicado bien −insistió el médico, pasando a un tono condescendiente y paternalista−. Lo que le quiero decir es que este embarazo no tiene ninguna posibilidad; a usted le quedan aún varios meses de gestación, con las incomodidades que eso conlleva y que no tiene sentido que las padezca, además del riesgo que supone para su salud.
−Sí, le hemos entendido perfectamente, pero no vamos a acabar prematuramente con la vida de nuestro hijo, añadió el padre.
En la cara del médico se dibujó un gesto de extrañeza, y les aseguró que era la primera vez en su vida profesional que alguien decidía continuar con su embarazo ante esas perspectivas. ¿Qué sentido tenía proseguir por unas pocas horas de vida? ¿No debían pensar el en “bien” del niño y ahorrarle sufrimientos? Desde su mentalidad utilitarista, la postura de los padres sólo podía reflejar algún tipo de fanatismo religioso extraño, caduco, superado y desconcertante.
La gestación siguió su rumbo, con algún que otro altibajo, hasta que llegó el noveno mes. Miguel nació sin masa encefálica, con el dolor reflejado en su rostro de recién nacido y mucha dificultad para respirar. El sacerdote le bautizó a los pocos minutos, y los padres le arrullaron durante el tiempo incierto que le restaba de vida. Miguel inspiraba cada vez con menos fuerza, como un pajarito que agoniza, y partió plácidamente cuando apenas había conocido este mundo.
Los padres salieron al poco tiempo del hospital. Me los imagino caminando por las calles de Madrid con una mezcla de dolor y de esperanza −es lo que tiene la fe−, cruzándose con los viandantes enfrascados en sus pensamientos y preocupaciones, ajenos a la grandiosidad de las dos personas que transitaban a su lado. Ese día, los informativos abrirían con un desplome de las Bolsas o con la enésima victoria del Barça; las sobremesas del corazón destriparían a una nueva oportunista que buscaba su minuto de gloria tras acostarse con tal o cual famoso de medio pelo y le dedicarían horas de cobertura y desconexiones para conocer los detalles de la suculenta historia, como el color de las bragas que llevaba ese día memorable o si habían salido a cenar antes o después de consumar.
Mis amigos seguían caminando serenos, quizás sin percatarse de que los gigantes de este mundo están ocultos a los ojos de la mayoría; de que nadie les para por la calle y no de que ocupan los titulares de ningún periódico. Y es que la grandeza es algo que muchas veces −demasiadas− pasa completamente desapercibido. O, como lo dijo Saint Exupery en su Principito, “lo esencial es invisible a los ojos. Sólo se ve bien con el corazón”.