La liturgia no es un juego con los sentimientos religiosos de espaldas al mundo, sino preparación para el servicio en el mundo en la unidad interna de amor a Dios y amor al prójimo
Mientras prosigue el importante viaje del papa a México, precedido por el histórico abrazo de La Habana entre Francisco y Kiril, la Iglesia acaba de celebrar el primer domingo de Cuaresma. Como es sabido, se trata de uno de los tiempos fuertes de la liturgia; me anima a recordar, como hice hace unos días en tertulia con viejos amigos, algunas ideas en torno a la reforma introducida a raíz del Concilio Vaticano II, dentro de la conmemoración actual de su cincuentenario.
El primer documento importante del Concilio −cito de memoria− fue la Constitución sobre la liturgia, proclamada el 4 de diciembre de 1963. Enlazaba con cambios precedentes introducidos por Pío XII en la semana santa, de acuerdo con la doctrina de textos básicos como Mystici corporis (1943) y Mediator Dei (1947). La reforma resultaba imprescindible para impulsar los grandes objetivos de santidad y evangelización anhelados por el papa Juan XXIII.
Incidentalmente, al hablar o escribir de estos temas, suelo romper una lanza muy personal sobre el uso de la lengua latina. Cuando muchos años después del Concilio, Benedicto XVI dio carta de naturaleza a la forma extraordinaria de la misa dentro del rito latino, muchos sintetizaron la cuestión como una vuelta al latín. No era tal, ni mucho menos. Entre otras razones, porque −aunque tal vez sea menos conocido− Juan XXIII era ferviente partidario del estudio y empleo de esa lengua clásica en la Iglesia.
El papa Juan dictó en 1962 una Constitución Apostólica, Veterum sapientia, para fomentar el estudio de esa lengua. Lo consideraba indispensable para la formación de los futuros sacerdotes, y apelaba a la responsabilidad de obispos y superiores religiosos. Además, instó a la entonces Sagrada Congregación de Seminarios y Universidades, a crear un Instituto Académico de la lengua latina.
Todo esto fue decayendo. La afición al latín se convirtió en un hobby casi elitista, aunque sus cultivadores católicos sólo superficialmente coincidirían con reacciones tipo Lefebvre: a diferente de éste, aceptaban plenamente la doctrina del Concilio Vaticano II, y agradecían a Pablo VI que la edición típica del misal romano, aprobada poco después, fuera el texto latino, así como la recomendación de que en iglesias de las grandes diócesis no faltasen celebraciones en esa lengua.
Pero se introdujo cierto postmodernismo en la liturgia. La antigua rigidez dejó pasó a una creatividad individualista, que no destacó a mi entender por su calidad lingüística (aparte de la pesadez del exceso de moniciones). Quizá se difuminó el sentido histórico y etimológico de la expresión liturgia, obra pública, servicio al pueblo. De alguna manera, la celebración coram populo, con sus evidentes ventajas, ofrecía también algún inconveniente, sobre todo, en la expresión del misterio.
Porque la acción litúrgica no es mera asamblea ni memorial. Es celebración del misterio de Cristo en la Iglesia: fe celebrada, no asunto cultural o estético (aunque ayude la belleza de las ceremonias), tampoco pedagógico (a pesar de la importancia de la liturgia verbi). Los actos de culto se insertan en el misterio de Cristo, Muerto y Resucitado. Reviven sacramentalmente lo vivido en la historia por Jesucristo, dentro de esa realidad única de la fe cristiana: el Dios eterno que se hace tiempo. Así lo recuerda el Catecismo de la Iglesia, que dedica su segunda parte a “la celebración del misterio cristiano” −liturgia y sacramentos−, antes de la “la vida en Cristo” −la moral− y “la oración cristiana” (que no se reduce a la litúrgica, aunque ésta sea prioritaria y primordial).
Juan Pablo II insistió mucho en la importancia para Europa de descubrir el sentido del “misterio”; en renovar las celebraciones litúrgicas para que fueran signos más elocuentes de la presencia de Cristo, el Señor; en proporcionar nuevos espacios para el silencio, la oración y la contemplación; en volver a los Sacramentos, especialmente la Eucaristía y la Penitencia, como fuente de libertad y de nueva esperanza.
Ciertamente, se ha logrado el gran objetivo conciliar de la participación plena de los fieles, facilitado con el uso de las lenguas vernáculas, pero no se reduce a eso. Cuando el Concilio describe la liturgia como la cumbre y fuente de toda la actividad de la Iglesia (SC 10), implica que anuncio y pastoral, teología y cultura, actividad caritativa, constituyen una realización propia de la vida y de la misión de la Iglesia, en la que martyria, leiturgia y diakonia están internamente entrelazadas y se apoyan mutuamente. Benedicto XVI lo recordó de una forma sugestiva y convincente en su primera encíclica Deus caritas est. La liturgia no es un juego con los sentimientos religiosos de espaldas al mundo, sino preparación para el servicio en el mundo en la unidad interna de amor a Dios y amor al prójimo.