Para vivir la caridad hay que comenzar reconociendo en el otro a alguien digno de consideración, y ponerse en sus circunstancias
Todos hemos experimentado que, en muchas ocasiones, para asimilar bien lo que sucede a nuestro alrededor, no basta con que se nos transmitan simplemente unos datos objetivos. Por ejemplo, si alguien interpreta una pieza musical para unos amigos, esperará ver cómo los demás pasan un rato agradable al oír la misma melodía que a él apasiona. En cambio, si los amigos se limitaran a decir que la ejecución ha sido correcta, pero sin mostrar el menor entusiasmo, entonces seguramente vendría el desánimo, junto a la sensación de que en realidad no se posee talento.
Cuántos problemas se evitarían si procuráramos entender mejor lo que sucede en el interior de los demás, sus expectativas e ideales. «Más que en “dar”, la caridad está en “comprender”»[1]. Para vivir la caridad hay que comenzar reconociendo en el otro a alguien digno de consideración, y ponerse en sus circunstancias. Hoy se suele hablar de empatía para referirse a la cualidad que facilita meterse en el lugar de los demás, hacerse cargo de su situación y ponderar sus sentimientos. Unida a la caridad, esta actitud contribuye a fomentar la comunión, la unión de corazones, como escribe san Pedro: «tened todos el mismo pensar y el mismo sentir»[2].
Desde el principio, los discípulos experimentaron la sensibilidad del Señor: su capacidad de ponerse en el sitio de los demás, su delicada comprensión de lo que sucedía en el interior del corazón humano, su finura para percibir el dolor ajeno. Al llegar a Naím, sin que medie palabra, se hace cargo del drama de la mujer viuda que ha perdido a su hijo único[3]; al escuchar la súplica de Jairo y el rumor de las plañideras, sabe consolar a uno y apaciguar al resto[4]; es consciente de las necesidades de quienes le siguen y se preocupa si no tienen qué comer[5]; llora con el llanto de Marta y María ante la tumba de Lázaro[6] y se indigna ante la dureza de corazón de los suyos cuando quieren que baje fuego del cielo para quemar la aldea de los samaritanos que no les han recibido[7].
Con su vida, Jesús nos enseña a ver a los demás de un modo distinto, compartiendo sus afectos, acompañándolos en ilusiones y desencantos. Aprendemos de Él a interesarnos por el estado interior de quienes nos rodean, y con la ayuda de la gracia superamos progresivamente los defectos que lo impiden, como la distracción, la impulsividad o la frialdad. No hay excusa para cejar en este empeño. «No pensemos que valdrá de algo nuestra aparente virtud de santos, si no va unida a las corrientes virtudes de cristianos. −Esto sería adornarse con espléndidas joyas sobre los paños menores»[8]. La cercanía con el Corazón del Señor ayudará a moldear el nuestro de manera que nos llenemos de los sentimientos de Cristo Jesús.
«La caridad de Cristo no es sólo un buen sentimiento en relación al prójimo; no se para en el gusto por la filantropía. La caridad, infundida por Dios en el alma, transforma desde dentro la inteligencia y la voluntad: fundamenta sobrenaturalmente la amistad y la alegría de obrar el bien»[9]. Es hermoso descubrir cómo los apóstoles, al calor de su relación con el Señor, van apaciguando sus temperamentos, muy variados, que en ocasiones les han llevado a manifestarse poco compasivos frente a otras personas. Juan, tan vehemente que con su hermano Santiago mereció el sobrenombre de hijo del trueno, más tarde se llenará de mansedumbre e insistirá en la necesidad de abrirse al prójimo, de entregarse a los demás como lo hizo el mismo Cristo: «En esto hemos conocido el amor: en que Él dio su vida por nosotros. Por eso también nosotros debemos dar la vida por nuestros hermanos»[10]. También san Pedro, que antes se había mostrado duro ante los adversarios de Jesús, se dirige al pueblo en el Templo buscando su conversión, pero con palabras exentas de cualquier rastro de amargura: «Hermanos, sé que obrasteis por ignorancia, lo mismo que vuestros jefes. (…) Arrepentíos, por tanto, y convertíos, para que sean borrados vuestros pecados, de modo que vengan del Señor los tiempos de la consolación»[11].
Otro ejemplo nos lo ofrece san Pablo, que tras haber sido un terrible azote para los cristianos, se convierte y pone al servicio del Evangelio su genio y su genio: su mente clara y su carácter fuerte. En Atenas, aunque su espíritu bulle de indignación ante la presencia de tantos ídolos, procura empatizar con sus habitantes. Cuando tiene ocasión de dirigirse a ellos en el Areópago, en lugar de echarles en cara su paganismo y depravación de costumbres, apela a su hambre de Dios: «Atenienses, en todo veo que sois más religiosos que nadie, porque al pasar y contemplar vuestros monumentos sagrados he encontrado también un altar en el que estaba escrito: “Al Dios desconocido”. Pues bien, yo vengo a anunciaros lo que veneráis sin conocer»[12]. En esta actitud que sabe comprender y motivar se descubren los rasgos sobresalientes de una inteligencia que integra y modula sus emociones. También se manifiesta la genialidad de una persona que se hace cargo de la situación de los demás: escoge un aspecto de su sensibilidad, por más pequeño que parezca, para sintonizar con los oyentes, captar su interés y llevarlos hacia la verdad plena.
Al tratar de ayudar a los demás, la caridad y la mansedumbre nos guiarán hacia las razones del corazón, que suelen abrir las puertas del alma con mayor facilidad que una argumentación fría o distante. El amor de Dios nos impulsará a conservar un estilo afable, que muestre lo atractivo que es la vida cristiana: «La verdadera virtud no es triste y antipática, sino amablemente alegre»[13]. Sabremos descubrir lo positivo de cada persona, pues amar la verdad implica reconocer las huellas de Dios en los corazones, por más desfiguradas que parezcan estar.
La caridad hace que, en el trato con amigos, colegas de trabajo, familiares, el cristiano se muestre comprensivo con quienes están desorientados, a veces porque no han tenido la oportunidad de recibir una buena formación en la fe, o porque no han visto un ejemplo encarnado del auténtico mensaje del Evangelio. Se mantiene, así, una disposición de empatía también cuando los otros están equivocados: «No comprendo la violencia: no me parece apta ni para convencer ni para vencer; el error se supera con la oración, con la gracia de Dios, con el estudio; nunca con la fuerza, siempre con la caridad»[14]. Hemos de decir la verdad con una paciencia constante −«veritatem facientes in caritate»[15]−, sabiendo estar al lado de quien quizá está confundido, pero que con un poco de tiempo se podrá abrir a la acción de la gracia. Esta actitud consiste muchas veces, como señala el Papa Francisco, en «detener el paso, dejar de lado la ansiedad para mirar a los ojos y escuchar, o renunciar a las urgencias para acompañar al que se quedó al costado del camino. A veces es como el padre del hijo pródigo, que se queda con las puertas abiertas para que, cuando regrese, pueda entrar sin dificultad»[16].
Algunos podrían intentar reducir la empatía a una simple estrategia, como si fuera una de esas técnicas que proponen un producto al consumidor de tal modo que tiene la sensación de que eso era justo lo que estaba buscando. Aunque lo anterior pueda ser válido en ámbito comercial, las relaciones interpersonales siguen otra lógica. La auténtica empatía implica sinceridad y es incompatible con una conducta impostada, que esconde los propios intereses.
Esta sinceridad es fundamental cuando buscamos dar a conocer el Señor a las personas con las que convivimos. Haciendo propios los sentimientos de quienes Dios ha puesto a nuestro lado en el camino, tenemos la finura de caridad de alegrarnos con cada uno de ellos y de sufrir con cada uno también. «¿Quién desfallece sin que yo desfallezca? ¿Quién tiene un tropiezo, sin que yo me abrase de dolor?»[17] ¡Cuánto afecto sincero se descubre en esta cariñosa alusión de san Pablo a los cristianos de Corinto! Es más fácil que la verdad se abra paso a través de este modo de compartir sentimientos, porque se establece una corriente de afectos −de afabilidad− que potencia la comunicación. El alma se vuelve así más receptiva a lo que escucha, especialmente si se trata de un comentario constructivo que la anima a mejorar en su vida espiritual.
«Lo primero, en la comunicación con el otro, es la capacidad del corazón que hace posible la proximidad, sin la cual no existe un verdadero encuentro espiritual. La escucha nos ayuda a encontrar el gesto y la palabra oportuna que nos desinstala de la tranquila condición de espectadores»[18]. Cuando la escucha es atenta, nos implicamos en la realidad de los demás. Buscamos ayudar al otro a discernir cuál es el paso que el Señor le pide dar en ese momento específico. Es en el momento en que el interlocutor percibe que su situación, opiniones y sentimientos son respetados −es más, asumidos por quien le escucha− cuando abre los ojos del alma para contemplar el resplandor de la verdad, la amabilidad de la virtud.
En contraste, la indiferencia ante los demás es una grave enfermedad para el alma apostólica. No cabe ser distantes con quienes nos rodean: «Esas personas, a las que resultas antipático, dejarán de opinar así, cuando se den cuenta de que “de verdad” les quieres. De ti depende»[19]. La palabra comprensiva, los detalles de servicio, la conversación amable, reflejan un interés sincero por el bien de aquellas personas con las que convivimos. Sabremos hacernos querer, abriendo las puertas de una amistad que comparte la maravilla del trato con el Señor.
Señala el Papa Francisco que «un buen acompañante no consiente los fatalismos o la pusilanimidad. Siempre invita a querer curarse, a cargar la camilla, a abrazar la cruz, a dejarlo todo, a salir siempre de nuevo a anunciar el Evangelio»[20]. Al hacernos cargo de las debilidades de los demás, sabremos también animar a no ceder al conformismo, a ampliar sus horizontes para que sigan aspirando a la meta de la santidad.
Al obrar de este modo, seguiremos el ejemplo de profunda comprensión y amable exigencia que nos ha dejado Nuestro Señor. Cuando, en la tarde del día de la Resurrección, camina al lado de los discípulos de Emaús, les pregunta: «¿De qué veníais hablando entre vosotros por el camino?»[21], y deja que se desahoguen, manifestando la desilusión que oprimía sus corazones y la dificultad que tenían para creer que Jesús había realmente vuelto a la vida, como atestiguaban las santas mujeres. Solo entonces el Señor toma la palabra y les explica cómo «era preciso que el Cristo padeciera estas cosas y así entrara en su gloria»[22].
¿Cómo habría sido la conversación de Jesús, de qué modo habría sabido responder a las inquietudes de los discípulos de Emaús, que al final le dicen: «Quédate con nosotros»[23]? Y eso, a pesar de que al inicio les reprocha su incapacidad de comprender lo que habían anunciado los Profetas[24]. Quizá sería el tono de voz, la mirada cariñosa, lo que haría que estos personajes se supieran acogidos pero, al mismo tiempo, invitados a cambiar. Con la gracia del Señor, también nuestro trato reflejará el aprecio por cada persona, el conocimiento de su mundo interior, que impulsa a caminar en la vida cristiana.
Javier Laínez
Fuente: opusdei.es.
[1] San Josemaría, Camino, n. 463.
[2] 1 Pe 3, 8.
[3] Lc 7, 11-17.
[4] Cfr. Lc 8, 40-56; Mt 9, 18-26.
[5] Cfr. Mt 15, 32.
[6] Cfr. Jn 11, 35.
[7] Cfr. Lc 9, 51-56.
[8] Camino, n. 409.
[9] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 71.
[10] Jn 3, 16.
[11] Hch 3, 17. 19-20.
[12] Hch 17, 23.
[13] Camino, n. 657.
[14] San Josemaría, Conversaciones, n. 44.
[15] Ef 4, 15 (Vg).
[16] Francisco, Ex. Ap. Evangelii gaudium, 24-XI-2013, n. 46.
[17] 2 Cor 11, 29.
[18] Francisco, Evangelii gaudium, n. 171.
[19] San Josemaría, Surco, n. 734.
[20] Francisco, Evangelii gaudium, n. 171.
[21] Lc 24, 17.
[22] Lc 24, 26.
[23] Lc 24, 29.
[24] Cfr. Lc 24, 25.
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