El primer Papa latinoamericano cumple finalmente su deseo de “dejarse mirar” por la Virgen de Guadalupe, que dio origen a la identidad de los pueblos latinoamericanos
Largos minutos de silencio y recogimiento. El Primer Papa latinoamericano de la historia finalmente cumple su deseo de «dejarse mirar» por la Virgen de Guadalupe. Papa Francisco había pedido, en un video-mensaje enviado a los mexicanos antes de su viaje, que le dejaran la posibilidad de permanecer «a solas» ante la imagen de la Reina de América. Y hoy, finalmente, como «peregrino de paz y misericordia», pudo cumplirlo.
Al finalizar la celebración eucarística, tras escuchar el mensaje que le dirigió el cardenal Norberto Rivera Carrera, Arzobispo Primado de México, y entregar y bendecir una corona, ofrecida con una oración a la «Morenita», Francisco se retiró a la sacristía de la Basílica para rezar a solas a la Virgen. Al inicio de este tan deseado íntimo encuentro, al inclinarse a besar a una niña que le llevaba flores, Francisco, tal vez debido al cansancio, perdió el equilibrio y se sentó cayéndose en la silla que tenía a la espalda. El Obispo de Roma permaneció alrededor de 28 minutos frente a la imagen.
«“¿Acaso no soy yo tu madre? ¿No estoy aquí? No te dejes vencer por tus dolores, tristezas”». Papa Francisco, el primero Obispo de Roma que nació en América Latina, puede finalmente ver a los ojos, de cerca, a la Virgen de Guadalupe, la imagen de la Virgen mestiza que dio origen a la identidad de los pueblos latinoamericanos. O mejor, puede finalmente dejarse ver por ella. Francisco, recibido por una enorme multitud de feligreses y peregrinos, llegó al Santuario de la Virgen de Guadalupe para celebrar la Misa en esta segunda jornada de su viaje apostólico a México.
El Papa recorrió 16 kilómetros en el papamóvil abierto desde la nunciatura en donde se aloja hasta el Santuario, que es el mayor santuario mariano del mundo, visitado cada año por veinte millones de peregrinos. A lo largo del recorrido cientos de miles de fieles lo saludaban por las calles. El Santuario surgió, según la tradición, después de las apariciones de la Virgen, entre el 9 y el 12 de diciembre de 1531, al indígena Juan Diego, canonizado por Juan Pablo II en 2002. Papa Wojtyla visitó el Santuario en cuatro ocasiones: en 1979, en 1980, en 1999 y justamente en 2002.
En la homilía de la Misa que celebró dentro de la enorme basílica mariana, visitada cada año por millones de personas, Francisco habló sobre María, «la mujer del “Sí”» que visitó a su prima para ayudarla y que «también quiso visitar los habitantes de estas tierras de América en la persona del indio san Juan Diego. Así como se movió por los caminos de Judea y Galilea, de la misma manera caminó al Tepeyac, con sus ropas, usando su lengua, para servir a esta gran Nación. Así como acompañó la gestación de Isabel, ha acompañado y acompaña la gestación de esta bendita tierra mexicana». Demostrando que privilegia a aquellos que como Juan Diego «sienten “que no valían nada”».
En un amanecer de 1531, recordó Francisco, cuando se produjo el primer milagro, «Dios despertó la esperanza de su hijo Juan, la esperanza de su Pueblo. En ese amanecer Dios despertó y despierta la esperanza de los pequeños, de los sufrientes, de los desplazados y descartados, de todos aquellos que sienten que no tienen un lugar digno en estas tierras. En ese amanecer, Dios se acercó y se acerca al corazón sufriente pero resistente de tantas madres, padres, abuelos que han visto partir, perder o incluso arrebatarles criminalmente a sus hijos».
El indígena vidente, que hoy es santo, «en repetidas ocasiones le dijo a la Virgen −explicó Bergoglio− que él no era la persona adecuada, al contrario, si quería llevar adelante esa obra tenía que elegir a otros ya que él no era ilustrado, letrado o perteneciente al grupo de los que podrían hacerlo. María, empecinada −con el empecinamiento que nace del corazón misericordioso del Padre− le dice: no, que él sería su embajador. Así logra despertar algo que él no sabía expresar, una verdadera bandera de amor y de justicia: en la construcción de ese otro santuario, el de la vida, el de nuestras comunidades, sociedades y culturas, nadie puede quedar afuera. Todos somos necesarios, especialmente aquellos que normalmente no cuentan por no estar a la “altura de las circunstancias” o no “aportar el capital necesario” para la construcción de las mismas».
«El santuario de Dios es la vida de sus hijos −añadió el Papa−, de todos y en todas sus condiciones, especialmente de los jóvenes sin futuro expuestos a un sinfín de situaciones dolorosas, riesgosas, y la de los ancianos sin reconocimiento, olvidados en tantos rincones. El santuario de Dios son nuestras familias que necesitan de los mínimos necesarios para poder construirse y levantarse».
El Papa invitó a los que peregrinan a este santuario mexicano a estar en silencio, a ver a la Virgen, «mucho y calmamente», para escuchar «una vez más que nos vuelve a decir: “¿Qué hay hijo mío el más pequeño?, ¿qué entristece tu corazón?” “¿Acaso no estoy yo aquí, yo que tengo el honor de ser tu madre?”».
María «nos dice que tiene el “honor” de ser nuestra madre. Eso nos da la certeza de que las lágrimas de los que sufren no son estériles. Son una oración silenciosa que sube hasta el cielo y que en María encuentra siempre lugar en su manto. En ella y con ella, Dios se hace hermano y compañero de camino, carga con nosotros las cruces para no quedar aplastados por nuestros dolores».
«Sé mi embajador, nos dice, dando de comer al hambriento, de beber al sediento, da lugar al necesitado, viste al desnudo y visita al enfermo. Socorre al que está preso, perdona al que te lastimó, consuela al que esta triste, ten paciencia con los demás y, especialmente, pide y ruega a nuestro Dios».