En una homilía cargada de ternura, el Papa ha pedido “que en este Año de la Misericordia, toda familia cristiana sea un lugar privilegiado donde se experimenta la alegría del perdón”
Las lecturas bíblicas que hemos escuchado nos presentan la imagen de dos familias que hacen su peregrinación a la casa de Dios. Elcaná y Ana llevan a su hijo Samuel al templo de Siló y lo consagran al Señor (cfr. 1Sam 1,20-22.24-28). Por su parte, José y María, en la fiesta de pascua, peregrinan a Jerusalén con Jesús (cfr. Lc 2,41-52).
A menudo vemos a los peregrinos que se dirigen a santuarios y lugares queridos por la piedad popular. En estos días, muchos se ponen en camino para atravesar la Puerta Santa abierta en todas las catedrales del mundo y en muchos santuarios. Pero lo más bonito que hoy destaca la Palabra de Dios es que toda la familia peregrina. Padre, madre e hijos, juntos, se dirigen a la casa del Señor para santificar la fiesta con la oración. Es una enseñanza importante que se ofrece también a nuestras familias. Es más, podemos decir que la vida de la familia es un conjunto de pequeños y grandes peregrinajes.
Por ejemplo, ¡cuánto bien nos hace pensar que María y José enseñaron a Jesús a rezar! Y eso es un peregrinar, el peregrinaje de la educación de la oración. Y también nos hace bien saber que durante el día rezaban juntos; y que el sábado iban juntos a la sinagoga a escuchar las Escrituras de la Ley y los Profetas y alabar al Señor con todo el pueblo. Y seguro que durante el viaje a Jerusalén rezaron, cantando con las palabras del Salmo: Qué alegría cuando me dijeron: Vamos a la casa del Señor. Ya están pisando nuestros pies tus umbrales, Jerusalén (122,1-2).
¡Qué importante es para nuestras familias caminar juntos y tener una misma meta que alcanzar! Sabemos que tenemos un recorrido común que realizar; una senda donde encontramos dificultades pero también momentos de alegría y de consuelo. En esta peregrinación de la vida compartamos también el momento de la oración. ¡Qué puede haber más hermoso para un padre y una madre que bendecir a sus hijos al principio y al final del día! Trazar sobre su frente la señal de la cruz como en el día del Bautismo. ¿Acaso no es esa la oración más sencilla de los padres respecto a sus hijos? Bendecirlos, es decir, encomendarlos al Señor, como hicieron Elcaná y Ana, José y María, para que Él sea su protección y apoyo en los diversos momentos del día. Qué importante es para la familia tener también un breve momento de oración antes de comer juntos, para dar gracias al Señor por esos dones, y aprender a compartir lo recibido con quien tiene más necesidad. Son todos pequeños gestos, pero que expresan el gran papel formativo que tiene la familia en el peregrinar diario.
Al término de esa peregrinación, Jesús volvió a Nazaret y estaba sujeto a sus padres (cfr. Lc 2,51). También esta imagen contiene una bonita enseñanza para nuestras familias. Porque el peregrinaje no acaba cuando se alcanza la meta del santuario, sino cuando se vuelve a casa y se retoma la vida de todos los días, poniendo en práctica los frutos espirituales de la experiencia vivida. Ya sabemos lo que Jesús hizo en aquella ocasión. En vez de volver a casa con los suyos, se quedó en el Templo de Jerusalén, provocando una gran pena a María y a José, que no lo encontraban. Por esta “escapada” suya, probablemente Jesús pidió perdón a sus padres. El Evangelio no lo dice, pero creo que podemos suponerlo. La pregunta de María, además, manifiesta cierto reproche, mostrando claramente la preocupación y angustia suya y de José. Volviendo a casa, Jesús se quedó muy unido a ellos, para demostrarles todo su cariño y obediencia. También forman parte de la peregrinación de la familia esos momentos que, con el Señor, se trasforman en oportunidades de crecimiento, en ocasión de pedir perdón y recibirlo, de demostrar amor y obediencia.
Que en el Año de la Misericordia toda familia cristiana pueda ser lugar privilegiado de ese peregrinar donde se experimenta la alegría del perdón. El perdón es la esencia del amor que sabe comprender el error y ponerle remedio. ¡Pobres de nosotros si Dios no nos perdonase! En la familia es donde se educa en el perdón, porque se tiene la certeza de ser comprendidos y apoyados a pesar de los errores que se pueden cometer.
¡No perdamos la confianza en la familia! Es bonito abrir siempre el corazón unos a otros, sin esconder nada. Donde hay amor, allí hay también comprensión y perdón. Os encomiendo a todas vosotras, queridas familias, esta peregrinación doméstica de todos los días, esta misión tan importante, de la que el mundo y la Iglesia tienen más necesidad que nunca.
En el clima de alegría propio de la Navidad, celebramos este domingo la fiesta de la Sagrada Familia. Me acuerdo del gran encuentro de Filadelfia, en septiembre pasado; de tantas familias encontradas en los viajes apostólicos; y de las de todo el mundo. Quisiera saludarlas a todas con cariño y agradecimiento, especialmente en este tiempo, en el que la familia está sometida a incomprensiones y dificultades de todo género, que la debilitan.
El Evangelio de hoy invita a las familias a ver la luz de esperanza proveniente de la casa de Nazaret, en la que se desarrolló con la alegría la infancia de Jesús, quien –dice san Lucas– «crecía en sabiduría, edad y gracia ante Dios y los hombres» (2,52). El núcleo familiar de Jesús, María y José es para cada creyente, y especialmente para las familias, una auténtica escuela del Evangelio. Aquí admiramos el cumplimiento del plan divino de hacer de la familia una especial comunidad de vida y amor. Aquí aprendemos que todo núcleo familiar cristiano está llamado a ser “iglesia doméstica”, para hacer brillar las virtudes evangélicas y ser fermento de bien en la sociedad. Los rasgos típicos de la Sagrada Familia son: recogimiento y oración, mutua comprensión y respeto, espíritu de sacrificio, trabajo y solidaridad.
Del ejemplo y del testimonio de la Sagrada Familia, toda familia puede sacar indicaciones valiosas para el estilo y las decisiones de la vida, y obtener fuerza y sabiduría para el camino de cada día. La Virgen y san José enseñan a acoger los hijos como don de Dios, a engendrarlos y educarlos cooperando de modo maravilloso en la obra del Creador y dando al mundo, en cada niño, una nueva sonrisa. En la familia unida madura la existencia de los hijos, viviendo la experiencia significativa y eficaz del amor gratuito, de la ternura, del respeto recíproco, de la mutua comprensión, del perdón y de la alegría.
Quisiera detenerme sobre todo en la alegría. La verdadera alegría que se experimenta en la familia no es algo casual y fortuito. Es una alegría fruto de la armonía profunda entre las personas, que hace gustar la belleza de estar juntos, de sostenernos mutuamente en el camino de la vida. Pero en la base de la alegría siempre está la presencia de Dios, su amor acogedor, misericordioso y paciente con todos. Si no se abre la puerta de la familia a la presencia de Dios y a su amor, la familia pierde la armonía, prevalecen los individualismos, y se apaga la alegría. En cambio, la familia que vive la alegría, la alegría de la vida, la alegría de la fe, la comunica espontáneamente, es sal de la tierra y luz del mundo, es levadura para toda la sociedad.
Que Jesús, María y José bendigan y protejan a todas las familias del mundo, para que en ellas reinen la serenidad y la alegría, la justicia y la paz, que Cristo naciendo ha traído como don a la humanidad.
Fuente: vatican.va / romereports.com
Traducción de Luis Montoya.
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