Donde nace Dios, nace la esperanza: Él trae la esperanza. Donde nace Dios, nace la paz. Y donde nace la paz, no hay sitio para el odio y para la guerra
Reproducimos la homilía del Santo Padre en la Nochebuena, el día 24, y el Mensaje ‘Urbi et Orbe’, del día 25.
En esta noche brilla una «luz grande» (Is 9,1); sobre nosotros resplandece la luz del nacimiento de Jesús. Qué actuales y ciertas son las palabras del profeta Isaías, que acabamos de escuchar: «Acreciste la alegría, aumentaste el gozo» (Is 9,2). Nuestro corazón estaba ya lleno de alegría mientras esperaba este momento; ahora, ese sentimiento se ha incrementado hasta rebosar, porque la promesa se ha cumplido, por fin se ha realizado. El gozo y la alegría nos aseguran que el mensaje contenido en el misterio de esta noche viene verdaderamente de Dios. No hay lugar para la duda; dejémosla a los escépticos que, interrogando sólo a la razón, no encuentran nunca la verdad. No hay sitio para la indiferencia, que se apodera del corazón de quien no sabe querer, porque tiene miedo de perder algo. La tristeza es arrojada fuera, porque el Niño Jesús es el verdadero consolador del corazón.
Hoy ha nacido el Hijo de Dios: todo cambia. El Salvador del mundo viene a compartir nuestra naturaleza humana, no estamos ya solos ni abandonados. La Virgen nos ofrece a su Hijo como principio de vida nueva. La luz verdadera viene a iluminar nuestra existencia, recluida con frecuencia bajo la sombra del pecado. Hoy descubrimos nuevamente quiénes somos. En esta noche se nos muestra claro el camino a seguir para alcanzar la meta. Ahora tiene que cesar el miedo y el temor, porque la luz nos señala el camino hacia Belén. No podemos quedarnos inermes. No es justo que estemos parados. Tenemos que ir y ver a nuestro Salvador recostado en el pesebre. Este es el motivo del gozo y la alegría: este Niño «ha nacido para nosotros», «se nos ha dado», como anuncia Isaías (cf. 9,5). Al pueblo que desde hace dos mil años recorre todos los caminos del mundo, para que todos los hombres compartan esta alegría, se le confía la misión de dar a conocer al «Príncipe de la paz» y ser entre las naciones su instrumento eficaz.
Cuando oigamos hablar del nacimiento de Cristo, guardemos silencio y dejemos que ese Niño nos hable; grabemos en nuestro corazón sus palabras sin apartar la mirada de su rostro. Si lo tomamos en brazos y dejamos que nos abrace, nos dará la paz del corazón que no conoce ocaso. Este Niño nos enseña lo que es verdaderamente importante en nuestra vida. Nace en la pobreza del mundo, porque no hay un puesto en la posada para Él y su familia. Encuentra cobijo y amparo en un establo y viene recostado en un pesebre de animales. Y, sin embargo, de esta nada brota la luz de la gloria de Dios. Desde aquí, comienza para los hombres de corazón sencillo el camino de la verdadera liberación y del rescate perpetuo. De este Niño, que lleva grabados en su rostro los rasgos de la bondad, de la misericordia y del amor de Dios Padre, brota para todos nosotros sus discípulos, como enseña el apóstol Pablo, el compromiso de «renunciar a la impiedad» y a las riquezas del mundo, para vivir una vida «sobria, justa y piadosa» (Tt 2,12).
En una sociedad frecuentemente ebria de consumo y de placeres, de abundancia y de lujo, de apariencia y de narcisismo, Él nos llama a tener un comportamiento sobrio, es decir, sencillo, equilibrado, lineal, capaz de entender y vivir lo que es importante. En un mundo, a menudo duro con el pecador e indulgente con el pecado, es necesario cultivar un fuerte sentido de la justicia, de la búsqueda y el poner en práctica la voluntad de Dios. Ante una cultura de la indiferencia, que con frecuencia termina por ser despiadada, nuestro estilo de vida ha de estar lleno de piedad, de empatía, de compasión, de misericordia, que extraemos cada día del pozo de la oración.
Que, al igual que el de los pastores de Belén, nuestros ojos se llenen de asombro y maravilla al contemplar en el Niño Jesús al Hijo de Dios. Y que, ante Él, brote de nuestros corazones la invocación: «Muéstranos, Señor, tu misericordia y danos tu salvación» (Sal 85,8).
Queridos hermanos y hermanas, ¡feliz Navidad! ¡Cristo ha nacido para nosotros, exultemos en el día de nuestra salvación! Abramos nuestros corazones para recibir la gracia de este día, que es Él mismo: Jesús es el “día” luminoso que ha surgido en el horizonte de la humanidad. Día de misericordia, en el que Dios Padre ha revelado a la humanidad su inmensa ternura. Día de luz que dispersa las tinieblas del miedo y de la angustia. Día de paz, donde es posible encontrarse, dialogar, y sobre todo reconciliarse. Día de alegría: una alegría grande para los pequeños y los humildes, y para todo el pueblo (cfr. Lc 2,10).
En este día, de la Virgen María ha nacido Jesús, el Salvador. El belén nos hace ver el «signo» que Dios nos ha dado: «un niño envuelto en pañales, recostado en un pesebre» (Lc 2,12). Como los pastores de Belén, también nosotros vamos a ver este signo, este acontecimiento que cada año se renueva en la Iglesia. La Navidad es un hecho que se renueva en cada familia, en cada parroquia, en cada comunidad que acoge el amor de Dios encarnado en Jesucristo. Como María, la Iglesia muestra a todos el «signo» de Dios: el Niño que Ella llevó en su seno y dio a luz, pero que es Hijo del Altísimo, porque viene del Espíritu Santo (Mt 1,20). Por eso, Él es el Salvador, porque es el Cordero de Dios que carga sobre sí el pecado del mundo (cfr. Jn 1,29). Junto a los pastores, postrémonos ante el Cordero, adoremos la Bondad de Dios hecha carne, y dejemos que lágrimas de arrepentimiento llenen nuestros ojos y laven nuestro corazón. ¡Todos lo necesitamos!
Solo Él, solo Él nos puede salvar. Solo la Misericordia de Dios puede liberar a la humanidad de tantas formas de mal, a veces monstruosas, que el egoísmo genera en ella. La gracia de Dios puede convertir los corazones y abrir vías de salida de situaciones humanamente insolubles.
Donde nace Dios, nace la esperanza: Él trae la esperanza. Donde nace Dios, nace la paz. Y donde nace la paz, no hay sitio para el odio y para la guerra. Sin embargo precisamente allí donde vino al mundo el Hijo de Dios hecho carne, continúan tensiones y violencias y la paz sigue siendo un don para invocar y construir. Que los israelitas y los palestinos puedan retomar un diálogo directo y alcanzar un acuerdo que permita a los dos pueblos convivir en armonía, superando un conflicto que los ha largamente enfrentado, con graves repercusiones para toda la región.
Al Señor le pedimos que el acuerdo logrado en el seno de las Naciones Unidas logre cuanto antes hacer callar el fragor de las armas en Siria y remediar la gravísima situación humanitaria de la población agotada. Es igualmente urgente que el acuerdo sobre Libia encuentre el apoyo de todos, para que se superen las graves divisiones y violencias que afligen al país. Que la atención de la Comunidad internacional se dirija unánimemente a hacer cesar las atrocidades que, tanto en esos países como también en Irak, Yemen y en el África subsahariana, todavía afectan a numerosas víctimas, causan enormes sufrimientos y no respetan ni siquiera el patrimonio histórico y cultural de pueblos enteros. Mi pensamiento va también a cuantos han sido afectados por terribles acciones terroristas, particularmente por los recientes atentados bajo los cielos de Egipto, Beirut, Paris, Bamako y Túnez. Que a nuestros hermanos, perseguidos en tantas partes del mundo a causa de la fe, el Niño Jesús les dé consuelo y fuerza. Son nuestros mártires de hoy.
Paz y concordia pedimos para las queridas poblaciones de la República Democrática del Congo, de Burundi y de Sudán del Sur para que, mediante el diálogo, se refuerce el compromiso común por la edificación de sociedad civil animado por un sincero espíritu de reconciliación y de comprensión recíproca.
Que la Navidad lleve verdadera paz también a Ucrania, ofrezca alivio a quien padece las consecuencias del conflicto e inspire la voluntad de llevar a cumplimiento los acuerdos tomados, para restablecer la concordia en todo el país.
Que la alegría de este día ilumine los esfuerzos del pueblo colombiano para que, animado por la esperanza, continúe con afán persiguiendo la deseada paz.
Donde nace Dios, nace la esperanza; y donde nace la esperanza, las personas encuentran la dignidad. Sin embargo, todavía hoy multitud de hombres y mujeres son privados de su dignidad humana y, como el Niño Jesús, sufren el frío, la pobreza y el rechazo de los hombres. Que llegue hoy nuestra cercanía a los más indefensos, sobre todo a los niños soldado, a las mujeres que padecen violencia, a las víctimas de la trata de personas y del narcotráfico.
Que no falte nuestro consuelo a cuantos huyen de la miseria o de la guerra, viajando en condiciones a menudo inhumanas y arriesgando su vida. Que sean recompensados con abundantes bendiciones cuantos, individuos y Estados, se dedican con generosidad a socorrer y acoger a los numerosos inmigrantes y refugiados, ayudándoles a construir un futuro digno para sí y para sus seres queridos y a integrarse en las sociedades que les reciben.
Que en este día de fiesta, el Señor devuelva esperanza a cuantos no tienen trabajo −¡que son tantos!− y sostenga el empeño de quienes tienen responsabilidad pública en campo político y económico para que se encarguen de perseguir el bien común y de tutelar la dignidad de toda vida humana.
Donde nace Dios, florece la misericordia. Ella es el don más precioso que Dios nos hace, particularmente en este año jubilar, en el que estamos llamados a descubrir la ternura que nuestro Padre celestial tiene con cada uno de nosotros. Que el Señor conceda particularmente a los encarcelados experimentar su amor misericordioso que sana las heridas y vence el mal.
Y así hoy junto exultemos en el día de nuestra salvación. Contemplando el belén, fijemos la mirada en los brazos abiertos de Jesús que nos muestran el abrazo misericordioso de Dios, mientras escuchamos el gemido del Niño que nos susurra: Por mis hermanos y mis amigos yo diré: “¡La paz sea contigo!” (Sal 121 [122],8).
A vosotros, queridos hermanos y hermanas, llegados de todas partes del mundo a esta Plaza, y a cuantos desde tantos países estáis conectados a través de la radio, la televisión y los otros medios de comunicación, dirijo mi felicitación más cordial. Es la Navidad del Año Santo de la Misericordia, por eso deseo a todos que podáis acoger en vuestra vida la misericordia de Dios, que Jesucristo nos ha dado, para ser misericordiosos con nuestros hermanos. ¡Así haremos crecer la paz! ¡Feliz Navidad!
Fuente: romereports.com / vatican.va
Traducción de Luis Montoya.
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