La relación entre dos personas cambia con el tiempo. Hay que saber adaptarse a la evolución y a las circunstancias que modifican el modo de quererse. La fe ayuda en este proceso
Es una realidad que el matrimonio viaja por diferentes etapas −desde el “enamoramiento” hasta el amor de benevolencia, atravesando por el amor “maduro”−; sin embargo, el paso del tiempo, las circunstancias personales de cada cónyuge, las dificultades u otros aspectos ordinarios de la vida, no desfiguran la esencia del vínculo matrimonial que se origina en el mutuo consentimiento de los cónyuges manifestado legítimamente: “Del matrimonio válido se origina entre los cónyuges un vínculo perpetuo y exclusivo por su misma naturaleza; además, en el matrimonio cristiano los cónyuges son fortalecidos y quedan como consagrados por un sacramento peculiar para los deberes y dignidad de su estado”[1].
El consentimiento inicial de los esposos es, por tanto, esencial en el matrimonio, lo constituye; de tal modo que sin él no existe. Es en ese “sí, quiero”, manifestado recíprocamente y en libertad, en donde los esposos se transforman en una realidad nueva, una unidad en la diferencia personal; ambos, por así decir, asumen una alianza estable −el matrimonio− que es para toda la vida, que será el lugar en que cada uno busque en el bien y la felicidad del otro su propia plenitud: sólo en el matrimonio llegan a ser realmente una sola carne, una sola alma.
De esta unión única, exclusiva, perpetua, surge la ayuda mutua que se concreta en el día a día de los cónyuges a través de mil y un detalles de auxilio, cuidado, interés… Detalles que abarcan desde lo más íntimo y espiritual hasta lo material: un “te quiero”, una sonrisa, un obsequio en ocasiones señaladas, un “pasar por alto menudos roces sin importancia que el egoísmo podría convertir en montañas; a poner gran amor en los pequeños servicios de que está compuesta la convivencia diaria”[2]. Es decir, un desplegarse de la persona para realizar la dádiva total y gratuita a la que están llamados los esposos.
La ayuda mutua propia del amor de enamorados, que siempre busca más porque quiere más, se dirige también a contemplar lo que aún es potencialidad. Al respecto dice Viktor Frankl: “El amor es el único camino para arribar a lo más profundo de la personalidad de un hombre. Nadie es conocedor de la esencia de otro ser humano si no lo ama. Por el acto espiritual del amor se es capaz de contemplar los rasgos y trazos esenciales de la persona amada: hasta contemplar también lo que aún es potencialidad, lo que aún está por desvelarse y mostrarse. Todavía hay más: mediante el amor, la persona que ama posibilita al amado la actualización de sus potencialidades ocultas. El que ama ve más allá y urge al otro a consumar sus inadvertidas capacidades personales”[3].
Esos detalles, que alimentan la vida matrimonial y que no se deben descuidar por el paso del tiempo, acrecientan y aquilatan el amor; son el reflejo tangible −e ineludible en cuanto personas necesitadas de las manifestaciones propias del amor humano− de la cantidad y calidad del amor: de ese amor que puede desvelar las potencialidades ocultas. No olvidemos que el amor es un “adelantado”, es audaz, osado y valiente hasta la temeridad por alcanzar su culminación: hacer mejor a la persona que ama.
Esas manifestaciones amorosas han de estar acompañados de optimismo −otro nombre de la esperanza cristiana−, entendido como la “capacidad de transformar los fallos en oportunidades de aprendizaje y crecimiento”[4]. Pues el crecimiento es el fin del aprendizaje, y esto en todos los aspectos de la vida de una persona.
Optimismo que ha de ir acompañado de buenas maneras, de agradecimiento, que es una forma de reconocer en el otro el bien que su presencia y amor nos proporciona; de la capacidad de perdonar y de pedir perdón; de sabernos frágiles y dependientes y, por tanto, necesitados del favor y la asistencia del otro. Son prendas de la fidelidad matrimonial y defensa ante los avatares inevitables de la vida.
El Papa Francisco, en una de sus catequesis sobre el matrimonio y la familia proponía en tres palabras un refugio, no exento de lucha contra el propio egoísmo, un camino para sostener el matrimonio: “estas palabras son: permiso, gracias, perdón. En efecto, estas palabras abren el camino para vivir bien en la familia, para vivir en paz. Son palabras simples, ¡pero no así simples para poner en práctica! Encierran una gran fuerza; la fuerza de custodiar la casa, también a través de miles de dificultades y pruebas; en cambio, su falta, poco a poco abre grietas que pueden hacerla incluso derrumbar”[5].
Y sigue el Papa: “la primera palabra es ¿permiso? Cuando nos preocupamos por pedir gentilmente también aquello que quizás pensamos que podemos pretender, nosotros ponemos una verdadera protección para el espíritu de la convivencia matrimonial y familiar. Entrar en la vida del otro, incluso cuando es parte de nuestra vida, necesita la delicadeza de una actitud que no violente, que renueve la confianza y el respeto. La confianza, en fin, no autoriza a dar todo por cierto. Y el amor, mientras es más íntimo y profundo, tanto más exige el respeto de la libertad y la capacidad de esperar que el otro abra la puerta de su corazón”[6].
Con respecto a la segunda palabra gracias, dice el Papa: “Ciertas veces pensamos que estamos transformándonos en una civilización de los malos modales y de las malas palabras, como si fueran un signo de emancipación. Las escuchamos decir tantas veces también públicamente. La gentileza y la capacidad de agradecer son vistas como un signo de debilidad, y a veces suscitan incluso desconfianza.
Esta tendencia debe ser contrastada en el seno mismo de la familia. Debemos hacernos intransigentes sobre la educación a la gratitud, al reconocimiento: la dignidad de la persona y la justicia social pasan por aquí. Si la vida familiar descuida este estilo, también la vida social lo perderá”[7].
Finalmente, en referencia al perdón: “Palabra difícil, cierto, sin embargo tan necesaria. Cuando falta, pequeñas grietas se ensanchan −también sin quererlo− hasta transformarse en fosos profundos.
“Si no somos capaces de disculparnos, quiere decir que ni siquiera somos capaces de perdonar. En la casa donde no se pide perdón comienza a faltar el aire, las aguas se estancan. Tantas heridas de los afectos, tantas laceraciones en las familias comienzan con la perdida de esta palabra preciosa discúlpame”[8].
A modo de conclusión, dice el Papa: “La familia vive de esta fineza del quererse”.
En el día a día de la convivencia conyugal y familiar puede ser fácil perder las formas, por miles de motivos: cansancio, prisas, dificultades, un trabajo profesional muy exigente en dedicación y resultados, preocupaciones por los hijos, etc.; sin embargo, no podemos olvidar que ese otro, esa otra a quien nos dirigimos es la persona a la que un día libremente escogimos para recorrer juntos el camino de la vida y a la que nos entregamos por amor.
A lo largo de la existencia en común, se dan altibajos, inevitables aunque sí superables. Es importante, entonces, evocar el pasado, el momento de aquel primer encuentro único, y de la elección de esa persona que nos parecía al principio como excepcional e irrepetible con la que comparto mis días. Se trata de un imprescindible ejercicio de la memoria afectiva, que actualiza el cariño: porque conviene, porque hace bien al amor entendido como acto de la inteligencia, de la voluntad y del sentimiento; y entonces re-cordamos (volvemos a colocar, con sumo cuidado, en el corazón) todos aquellos rasgos distintivos −también los defectos y las limitaciones− que nos llevaron a comprometernos, a querer “para siempre”.
También observamos y ocupamos el presente con la disposición de ser nosotros mismos y hacer al otro cada día mejor, con la ilusión renovada de reafirmar el amor para fortalecer la unión.
Y el futuro, que nos reta con su incertidumbre, a la vez que nos anima con la esperanza de que todo en nuestro andar terreno tiene como fin la felicidad plena en el Cielo, con la certeza de que −como decía san Josemaría− el camino para ir al cielo se llama... (el nombre de la mujer, o para ella, el del marido).
En relación con esta frase del fundador del Opus Dei, apunta Marta Brancatisano: “una frase sencilla como ésta, dirigida a jóvenes esposos y padres, tiene –a pesar del tono aparentemente romántico– una profundidad y un sentido innovador que invitan a reflexiones casi inagotables. Con esa afirmación, Josemaría Escrivá rebasa el planteamiento que enfoca los deberes conyugales como algo marginal respecto de los deberes hacia Dios. Esas palabras son el comienzo de una superposición sistemática de la relación con Dios y con el cónyuge, en el sentido de que no se puede admitir ya la hipótesis de una vida cristiana plena a latere de la conyugal.
“Esta perspectiva arroja una luz nueva sobre el matrimonio, sobre el amor humano y sobre la transmisión de la vida. No supone normas nuevas, sino sobre todo un nuevo espíritu de vivir y de comprender el valor de la vida matrimonial. Despierta la responsabilidad personal de los esposos, llamados a salir del anonimato para ser actores de una trama fundante e insustituible en el plan de la Providencia, como primera célula de amor y de vida que manifiesta el rostro del creador”[9].
Tal es la trascendencia del amor humano vivido en plenitud, sin reservarnos nada, porque sabemos que “en el ocaso de nuestra vida seremos juzgados en el amor”, como decía san Juan de la Cruz.
La vida conyugal está llamada a adquirir matices insospechados que llevan a priorizar el matrimonio por encima de cualesquiera otras circunstancias o realidades, en tanto que vocación específica −humana y sobrenatural− para cada uno de los llamados a ese estado. Para descubrir tales matices es necesario no solo el amor sino el buen humor: ante los errores que nos permiten alejarnos de una pretendida y al mismo tiempo inalcanzable perfección; ante las situaciones adversas o los pequeños despistes; o cuando las cosas no salen como las habíamos planeado… saber reírse de uno mismo, aceptar la crítica constructiva con agradecimiento y simpatía ayudan a no caer en el orgullo herido, que tanto mal hace a cualquier relación, sea de amistad, filial o conyugal.
Buen humor también como fuente de gozo, para saber gozarnos en el otro y con el otro: “cuando se reconoce el amor como el principal ámbito de donación intersubjetiva −del don de lo mejor de sí−, ese amor adquiere inmediatamente la fuerza y la belleza de lo que es sagrado. Y ese amor es lúdico, es fuente de gozo. Sólo en la donación del amor, el hombre es capaz de pronunciar un tú lleno de sentido. Un tú que designa el reducto más sagrado e íntimo de la persona amada”[10].
Un gozo que es posible en todos los momentos y circunstancias de la vida, aun en aquéllos tan dolorosos que nos hacen rehuir de la risa, de la contemplación de lo bello, hasta de la apreciación de la bondad como una realidad omnipresente. En el dolor se manifiesta la verdad del amor. Como le gustaba decir a san Josemaría: “no olvides que el dolor es la piedra de toque del Amor”[11].
Todos los rasgos de ayuda mutua, el valor de los pequeños y grandes detalles, la fineza del quererse, a la que alude el Papa Francisco, el optimismo y el sentido del humor, todo sin excepción, contribuye a hacer patente la maravilla y el asombro ante el otro. Ahí está la grandeza y la belleza del amor conyugal, que redunda directamente en el bien de los hijos.
Muchas veces se ha dicho: “si el matrimonio está bien, los hijos están bien”. Se puede sostener que lo que más quieren los hijos es ver el amor −porque lo sienten, lo palpan− que se tienen sus padres: saberse seguros, parte de un proyecto familiar estable, donde cada uno tiene su lugar y es querido incondicionalmente, por el hecho de ser hijo. El amor está en la base de todo proceso educativo sea familiar o académico. Por esto, es comprensible que el primer acto educativo para cada hijo sea el amor entre sus padres.
“Nadie da lo que no tiene”, es decir, si no tengo amor no puedo dar amor; pero tampoco puedo exigirlo, y una educación sin amor despersonaliza pues no alcanza el núcleo central, constitutivo de la persona. El amor entre los padres es original −es anterior, es fuente, lleva siempre la delantera−, y originante del hijo −pro-creador o, dicho con osadía: co-creador−; por eso, el amor de los padres, también es originante para el hijo, porque pone en él −desde dentro, constitutivamente− la capacidad de amar que es fundante de su originalidad, de esa novedosa personalidad que ha venido a la existencia y se desplegará, creativamente, en su biografía.
Hemos sido creados para donar-nos y, de una manera especialísima, los padres están llamados a mostrar el amor a los hijos. Amor que se expresa, entre otros aspectos, en la apertura a la vida, que hace posible engendrar y educar a los hijos, fin propio del matrimonio; en los desvelos para que crezcan sanos y seguros; en guiarles y acompañarles en la búsqueda de la felicidad, respetando su libertad que es una de las más grandes manifestaciones del cariño.
Si falla el amor entre los esposos, se quiebra el orden natural de la entrega recíproca, que tiene como beneficiarios no solo a los cónyuges sino a los hijos. Toda persona merece sentirse querida con el amor que solo ambos padres –varón y mujer– son capaces de dar y transmitir.
El día de mañana los hijos serán llamados por Dios a formar una familia, o al celibato apostólico o a la vida religiosa; y serán, en la mayor parte de los casos, lo que hayan visto en sus padres. Hoy educamos no tanto a los médicos, ingenieros o abogados de mañana, sino a los hombres y mujeres que algún día acogerán la vocación con que Dios les busque: y serán capaces de respeto, de amor, de generosidad y de entrega en la medida en que lo hayan visto en sus padres y compartido en sus familias.
Mirar el pasado con agradecimiento, el presente con determinación y el futuro con esperanza, ayuda a vivir la entrega con plenitud, aceptar el paso del tiempo en el matrimonio con alegría, porque es el signo de que el amor se ha desarrollado de un modo armónico: ha hecho posible la transformación, el crecimiento y la entrega de los esposos; y se ha intentado trasmitir a los hijos, que no necesitan regalos sino cariño.
Carolina Oquendo
Fuente: opusdei.es.
[1] CIC, 1638
[2] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 23.
[3] FRANKL, Viktor: El hombre en busca de sentido, Barcelona 2004.
[4]MAJERES, Kevin: “Mindfulness as Practice for Purity”
(http://purityispossible.com/index.php/mindfulness-as-practice-for-purity).
[5] Papa Francisco, Audiencia, 13-V-2015.
[6] Ibíd.
[7] Ibíd.
[8] Ibíd.
[9] El paraíso de los enamorados (www.es.josemariaescriva.info/articulo/el-paraiso-de-los-enamorados).
[10] PIRFANO LAGUNA, Iñigo: Ebrietas: El poder de la belleza. Ed. Encuentro. Madrid, 2012.
[11] San Josemaría, Camino, n. 439.
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