Ediciones Palabra
"Probablemente Dios no existe", reza la publicidad en algunos autobuses. Sin embargo, los creyentes creen que Dios no calla y que, cuando quiere, sabe hacerse sentir
Por gentileza de su autor, José Ramón Ayllón, incluimos la introducción de su libro 10 ateos cambian de autobús, publicado por Ediciones Palabra.
Vamos a suponer que quiero contar los átomos de un grano de sal y que
soy lo suficientemente rápido como para contar mil millones de átomos
por segundo. A pesar de esta notable hazaña, necesitaría más de cincuenta
siglos para realizar el censo completo de la población de átomos
que contiene ese minúsculo grano de sal.
Jean Guitton
Dios y la ciencia
Los ateos piensan que Dios no existe. Los agnósticos dicen que Dios no habla. Los creyentes creen que Dios no calla. A veces, sin embargo, quienes le niegan o ignoran empiezan a escucharle en el inmenso lenguaje de las galaxias, en el elegantísimo idioma de la genética, en los números increíbles de la física atómica, en la lengua inefable del amor y también en el significado des-concertante del dolor.
Creo que los lectores de estas páginas disfrutarán con los testimonios vigorosos de diez viajeros famosos, que abandonaron el autobús del ateísmo. Como introducción a sus peripecias vitales, dedico el primer capítulo a resumir las razones de los ateos y de los creyentes. La historia dramática de Albert Camus y de Elie Wiesel nos servirá para apreciar mejor la dificultad y radicalidad de esta problemática.
Una pregunta inevitable
Sabernos que las antiguas mitologías proponían divinidades caprichosas y temibles, aceptadas de forma ingenua y acrítica. Pienso que la mitología moderna declara su agnosticismo y ateísmo con la misma ingenuidad y ausencia de sentido crítico. Pero, en uno y otro caso, hemos de reconocer que Dios es la referencia humana más esencial e inevitable.
¿Por qué nos preguntamos necesariamente sobre Dios? En primer lugar, porque nos gustaría descifrar el misterio de nuestro origen y saber quiénes somos. Dice Borges, en tres versos magníficos: Para mí soy un ansia y un arcano, / Una isla de magia y de temores, / Como lo son, tal vez, todos los hombres.
En segundo lugar, porque desconocernos el origen del Universo y porque su misma existencia escapa a cualquier explicación científica. Afirma Stephen Hawking que la ciencia, aunque algún día llegue a contestar todas nuestras preguntas, jamás podrá responder a la más importante: Por qué el Universo se ha tomado la molestia de existir.
En tercer lugar, porque el Universo es una gigantesca huella. De hecho, aunque está claro que Dios no entra por los ojos, tenemos de él la misma evidencia racional que nos permite ver detrás de una vasija al alfarero, detrás de un edificio al constructor, detrás de un cuadro al pintor detrás de una novela al escritor. El mundo —con sus luces, colores y volúmenes— no es problemático porque haya ciegos que no pueden verlo. El problema no es el mundo, sino la ceguera. Con Dios sucede algo parecido, y no es lógico dudar de su existencia porque algunos no le vean.
En cuarto lugar nos preguntamos sobre Dios porque estamos hechos para el bien, como atestigua constantemente nuestra conciencia. En la tumba de Kant están escritas estas palabras suyas: «Dos cosas hay en el mundo que me llenan de admiración: el cielo estrellado fuera de mí y el orden moral dentro de mí».
En quinto lugar porque estamos hechos para la justicia. El absurdo que supone, tantas veces, el triunfo insoportable de la injusticia está pidiendo un Juez Supremo que tenga la última palabra. Sócrates dijo que, «si la muerte acaba con todo, sería ventajoso para los malos».
En sexto lugar, porque advertimos que también estamos hechos para la belleza, para el amor, para la felicidad. Y al mismo tiempo comprobamos que nada de lo que nos rodea puede calmar esa sed. Pedro Salinas ha escrito que los besos y las caricias se equivocan siempre: no acaban donde dicen, no dan lo que prometen. Platón se atreve a decir, en una de sus intuiciones más geniales, que el Ser Sagrado tiembla en el ser querido y que el amor provocado por la hermosura corporal es la llamada de otro mundo para despertarnos, desperezamos y rescatarnos de la caverna donde vivimos.
En séptimo lugar, buscamos a Dios porque vemos morir a nuestros seres queridos y sabernos que nosotros también vamos a morir. Ante la muerte de su hijo Jorge, Ernesto Sábato escribía: «En este atardecer de 1998, continúo escuchando la música que él amaba, aguardando con infinita esperanza el momento de reencontramos en ese otro mundo, en ese mundo que quizá, quizá exista».
Cuando el cielo no responde
Después de apuntar brevemente algunos motivos por los que el ser humano busca necesariamente a Dios, entendemos que Hegel haya dicho que no preguntarse sobre Dios equivale a decir que no se debe pensar. Pero también sabemos —como Albert Camus— que cualquier día la pes-te puede despertar de nuevo a sus ratas para enviarlas a diezmar una ciudad dichosa.
Los biógrafos de Camus, premio Nobel de Literatura en 1957, atribuyen su profunda incredulidad a una herida que nunca cicatrizó, producida en la adolescencia por el zarpazo del mal. Vivía en Argel, tenía quince o dieciséis años y paseaba con un amigo a la orilla del mar. Se encontraron con un revuelo de gente. En el suelo yacía el cadáver de un niño árabe, aplastado por un autobús. La madre daba alaridos y el padre sollozaba en silencio. Camus, después de unos momentos, señaló el cadáver, levantó la vista al cielo y dijo a su amigo: «Mira, el cielo no responde».
A partir de entonces, cada vez que intenta superar ese impacto, se levanta en él una ola de rebeldía. Le parece que toda solución religiosa tiene que ser necesariamente una falacia, una forma de escamotear una tragedia que no debiera haberse producido nunca. Desde ese suceso, el futuro escritor da la espalda a Dios y se abraza a la religión de la dicha. «Todo mi reino es de este mundo», dirá. Y también: «He deseado ser dichoso como si no tuviera otra cosa que hacer». Pero Camus sufre en sus carnes el golpe brutal de la enfermedad grave. Dos brotes de tuberculosis truncan su carrera universitaria y oscurecen el horizonte azul de un joven que reconoce su pasión hedonista por el sol, el mar y otros placeres naturales. El absurdo se instala en una vida que solo quería cantar. Y es entonces cuando hace decir a Calígula esa verdad tan sencilla, tan profunda y tan dura: «los hombres mueren y no son felices».
Para Camus, la felicidad será la asignatura siempre pendiente en el currículum de la humanidad. Una vida abocada a la muerte, convierte la existencia humana en un sinsentido y hace de cada hombre un absurdo. Contra ese destino escribirá El mito de Sísifo, donde su solución voluntarista se resume en una línea: «es preciso imaginarse a Sísifo dichoso». Y la dicha de su Sísifo, que bien puede ser Mersault, el protagonista de El extranjero, es la autosugestión de creerse feliz. La novela La peste representará un nuevo intento de hacer posible la vida dichosa en un mundo sumergido en el caos y abocado a la muerte. Más que una novela, es la radiografía de la generación que ha vivido la Segunda Guerra Mundial. Camus ya no habla de su sufrimiento individual, sino de esa inmensa ola de dolor que sumergió al mundo a partir de 1939. En sus páginas finales nos recuerda que las guerras, las enfermedades, el sufrimiento de los inocentes, la maldad del hombre hacia el hombre..., solo conocen treguas inciertas, tras las cuales reanudarán su ciclo de pesadilla.
¿Dónde estaba Dios el 11-M?
Elie Wiesel, el periodista que acuñó el término Holocausto, tenía doce años cuando llegó una noche, en un vagón de ganado, al campo de exterminio de Auschwitz. Entonces vio un foso del que subían llamas gigantescas. Un camión se acercó al foso y descargó su carga: ¡Eran niños! Wiesel vivió para contarlo y decirnos que jamás olvidaría esa primera noche en el campo, que hizo de su vida una larga noche bajo siete vueltas de llave. Que jamás olvidaría esa humareda y las caras de los niños que vio convertirse en humo. Que jamás olvidaría esos instantes que asesinaron a su Dios en su alma y que dieron a sus sueños el rostro del desierto. Que jamás olvidaría ese silencio nocturno que le quitó para siempre las ganas de vivir.
Yo estaba en Madrid el 11-M, el día en que un múltiple atentado reventaba varios vagones de tren, mataba a doscientas personas y hería a más de mil. Me acordé de Wiesel. ¿Dónde estaba Dios? Sé que no es una pregunta original, pues el ser humano la lleva formulando desde que apareció sobre la Tierra y comprobó que su vida es siempre dramática. Pero es una pregunta obligada. La respuesta, en cambio, no lo es. Aunque la existencia del dolor —en concreto, el sufrimiento de los inocentes— es el gran argumento del ateísmo, la humanidad ha creído de forma muy mayoritaria en Dios.
En cualquier caso, si Dios existe, ¿por qué permite el mal? Sin resolver el misterio de esta cuestión, una respuesta clásica dice que Dios puede no crear seres libres, pero, si los crea, no puede impedir que hagan el mal: ha de respetar las reglas que Él mismo ha puesto. Otra de las respuestas tradicionales afirma que, aunque el mal no es querido por Dios, no escapa a su providencia: es conocido, dirigido y ordenado por Él a algún fin. En este sentido, el psiquiatra Viktor Frankl se preguntaba si un chimpancé, al que se ha inyectado una y otra vez para producir la vacuna de la poliomelitis —del SIDA, diríamos hoy—, sería capaz de entender el significado de su sufrimiento. ¿Y no es concebible —concluye— que exista otra dimensión, un mundo más allá del mundo del hombre, un mundo en el que la pregunta sobre el significado último del sufrimiento humano obtenga respuesta?
Lo cierto es que, si Dios es bueno y todopoderoso, Él aparece como último responsable del triunfo del mal, al menos por no impedirlo. Y, entonces, la historia humana se convierte en el juicio a Dios. Hay épocas en las que la opinión pública sienta a Dios en el banquillo. Ya sucedió en el siglo de Voltaire. Y sucede en nuestros días. Cuando el periodista Vittorio Messori interpela sobre este punto al obispo de Roma, la respuesta del Pontífice, sin suprimir el misterio de la cuestión, es de una radicalidad proporcionada a la magnitud del problema: el Dios bíblico entregó a su Hijo a la muerte en la cruz. ¿Podía justificarse de otro modo ante la sufriente historia humana? ¿No es una prueba de solidaridad con el hombre que sufre? El hecho de que Cristo haya permanecido clavado en la cruz hasta el final, el hecho de que sobre la cruz haya podido decir, como todos los que sufren, «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?», ha quedado en la historia del hombre como el argumento más fuerte. «Si no hubiera existido esa agonía en la cruz —concluye Juan Pablo II—, la verdad de que Dios es Amor estaría por demostrar».
¡No está lloviendo, el cielo está llorando!, repetían los dos millones de manifestantes que el 12-M paseaban su indignación y su tristeza por las calles de Madrid. Tenían razón: el cielo lloraba, una vez más, la barbarie de esta «especie de los abismos». Pero la última palabra no la tiene el zarpazo del mal, ni el pelotón de psicólogos bienintencionados que no pueden devolver la vida a los muertos. «Hoy mismo estarás conmigo en el Paraíso», prometió Jesucristo a un moribundo torturado en una cruz. Si todos quisimos ser madrileños con las víctimas del salvaje atentado, pienso que Cristo en la cruz fue, aquellos días, más madrileño que ninguno. Y me parece que preguntarse dónde estaba Dios el 11-M solo tiene una respuesta con sentido: Dios estaba clavado en una cruz, precisamente por la barbaridad del 11-M y por todas las barbaridades de la historia humana. Si no fuera así, la Semana Santa sevillana —por poner un ejemplo muy querido y muy nuestro— sería mero folclore. O, con palabras duras de Shakespeare, un cuento que nada significa, representado por una panda de idiotas.
Kant pensaba que Dios existe porque estamos hechos para la justicia. El absurdo que supone, tantas veces, el triunfo insoportable de la injusticia está pidiendo un Juez Supremo que tenga la última palabra. Kant, que no se caracterizaba por su fervor religioso y sí por su razón inquisitiva, también pensaba que no es incompatible el sufrimiento humano con la infinita bondad y omnipotencia de Dios. Con las imágenes madrileñas aún en la retina, estas palabras nos pueden parecer escandalosas, pero Kant nos diría, entonces, que un Dios infinitamente poderoso y bueno bien podría compensar infinitamente cualquier tragedia humana con una eternidad feliz.
San Agustín pone ese mismo argumento en boca de un muerto que ha sumido en el desconsuelo a sus seres queridos. Imaginemos que son palabras de un niño a su madre:
No llores, si me amas. ¡Si conocieras el don de Dios y lo que te espera en el Cielo! ¡Si pudieras oír el cántico de los ángeles y verme en medio de ellos! ¡Si por un instante pudieras contemplar, como yo, la Belleza ante la que palidecen las bellezas! ¿Me has amado en el país de las sombras y no te resignas a verme en el de las realidades eternas? Créeme: cuando llegue el día que Dios haya fijado para que vengas a este Cielo donde yo te precedo, volverás a ver a quien siempre te ama y encontrarás mi corazón con todas las ternuras purificadas. Me encontrarás transfigurado, feliz, no esperando la muerte, sino avanzando contigo por los senderos de la luz. Por tanto, enjuga tus lágrimas y no llores, si me amas.
El argumento
Cuenta Jiménez Lozano que iban a fusilar al sacristán y a varios vecinos del pueblo. Ya los tenían contra la tapia del cementerio, al amanecer, cuando llegó el cura en una burra como un castillo. Dio los buenos días en seco y quiso interceder ante los milicianos. Pero le contestaron de mala manera y le aconsejaron que se largara. Entonces se apeó de la burra y dijo mansamente a los fusiladores: «Que es que no me habéis entendido». Ante sus burlas, el cura se puso nervioso y colorado, se arremangó la solana, frunció las cejas negras como un tizón, aclaró el vozarrón de los grandes sermones y ordenó que soltaran a aquellos desgraciados. «¡En el acto!», tronó. Y entonces se hizo un espeso silencio. Y le hicieron caso. No por la orden tajante, ni por la navaja que abría entre sus manos. Obedecieron porque les miró de frente y esgrimió el argumento: «Que os lo digo yo..., que he sido capador».
A los pocos días de leer esta historia, lma Sanchís me preguntó en Barcelona por el argumento. Se refería a otra cosa, claro, pero a mí me hizo gracia por asociación. Con la prisa propia de los periodistas, había ojeado Dios y los náufragos y pedía a su autor una especie de silogismo irrefutable para llegar a Dios, un atajo directo y bien señalizado. Era en julio y hacía bochorno, pero en la redacción de La Vanguardia el aire acondicionado venía directamente del Ártico. lma se enfundó mi cazadora y la cerró hasta el cuello para no morir congelada. Después preparó la grabadora y disparó a bocajarro. Su pregunta, más allá de la legítima curiosidad intelectual, sonaba a súplica, a búsqueda sincera. Entonces le hablé de las grandes pruebas cosmológicas y escogí una de sus más bellas formulaciones:
Pregunta a la hermosura de la tierra, del mar, del aire dilatado y difuso. Pregunta a la magnificencia del cielo, al ritmo acelerado de los astros, al sol —dueño fulgurante del día— y a la luna —señora esplendente y temperante de la noche—. Pregunta a los animales que se mueven en el agua, a los que moran en la tierra y a los que vuelan en el aire. Pregunta a los espíritus que no ves y a los cuerpos cuya evidencia te entra por los ojos. Pregunta al mundo visible, que necesita ser gobernado, y al invisible, que es quien gobierna. Pregúntales a todos, y todos te responderán: «míranos; somos hermosos». Su hermosura es una confesión. ¿Quién hizo, en efecto, estas hermosuras imperfectas sino el que es la hermosura perfecta?
Es un célebre texto de san Agustín. Y, para que lma no pensara que la argumentación sobre Dios es cosa de santos, leí a continuación el epitafio que don Pedro Pidal, marqués de Villaviciosa de Asturias, escribió para su propia tumba:
Enamorado del Parque Nacional de la Montaña de Covadonga, en él desearía vivir, morir y reposar eternamente. Pero esto último en Ordiales, en el reino encantado de los rebecos y las águilas, allí donde conocí la felicidad de los cielos y de la tierra, allí donde pasé horas de admiración, ensueño y transporte inolvidables, allí donde adoré a Dios en sus obras como a Supremo Artífice, allí donde la naturaleza se me apareció verdaderamente como un templo.
A Ima, inteligente y guapa, el Dios de los filósofos le sabe a poco. Y más cuando son los mismos filósofos los que le niegan y se contradicen entre sí. La periodista es hija de su tiempo, un tiempo de dudas e increencia, heredero al mismo tiempo de Voltaire y Descartes, de Comte y Nietzsche, de Marx y Darwin. Piensa, con razón, que un Dios concebido como Causa o Inteligencia suprema no da razón de la sinrazón humana, del dolor inmenso acumulado durante siglos de esclavitud y guerras, enfermedades e injusticia. «¿Por qué se convierten los conversos famosos? ¿Cómo responde el Dios de los conversos al misterio del mal, al escándalo del sufrimiento humano?».
La pregunta no se podía formular mejor, y exigía una respuesta a la altura del problema. Ima se quedó sorprendida al escuchar que todos los conversos coinciden en su respuesta, y que no es precisamente un argumento, sino una Persona. La diferencia entre entender un argumento y conocer a una persona es grande: no se conoce bien a nadie en dos minutos ni en dos horas ni en dos meses. Por eso los conversos se toman su tiempo. Mucho más tiempo del que dura una entrevista para la prensa. El tiempo que se tomó Dostoievski, preso en Siberia cinco años, para entender y resumir el argumento definitivo de los conversos, tan diferente al del capador:
Soy hijo de este siglo, hijo de la incredulidad y de las dudas, y lo seguiré siendo hasta el día de mi muerte. Pero mi sed de fe siempre me ha producido una terrible tortura. Alguna vez, Dios me en-vía momentos de calma total, y en esos momentos he formulado mi credo personal: que nadie es más bello, profundo, comprensivo, razonable, viril y perfecto que Cristo. Pero además —y lo digo con un amor entusiasta— no puede haber nada mejor. Más aún: si alguien me probase que Cristo no es la verdad, y si se probase que la verdad está fuera de Cristo, preferiría quedarme con Cristo antes que con la verdad.
El lenguaje del amor
Hace tiempo escribí dos novelas sobre un chico de Vigo y una chica de Barcelona. Ella cambiaba de ciudad y se matriculaba en el instituto del muchacho. Intenté pintar el paisaje y la vida de un grupo de amigos jóvenes, con sus típicas relaciones. Reconozco que escribí con esmero, pues pretendía un canto a la amistad y una historia de amor. Después llegaron las cartas y correos de los lectores, sobre todo, adolescentes que se veían reflejados en esas páginas. En algunos casos, tan reflejados como en un espejo. Marta, por ejemplo, que también era nueva en un instituto, escribía: «Supongo que no me va a creer si le digo que me ha pasado lo mismo que a Paula en su novela: hay un chico muy especial que me llena con las miradas furtivas que me lanza en clase». Marta resumía toda la intensidad de su sentimiento con una frase mínima y magnífica: «Dios mío, nunca pensé que fuera a sentir tanto con tan poco».
Amigo de los matices, reconozco que me gustó especialmente ese «Dios mío». Quizá, de forma inconsciente, esa espontánea invocación daba la clave de todo lo que el amor tiene de complejo y misterioso. Si por sus obras considerarnos geniales a Mozart y a Leonardo, a Vivaldi y a Goya, la persona que amamos —tierna o apasionadamente— se nos presenta como una obra maestra del mismísimo Creador. Ante nuestros ojos deslumbrados, ese primer amor, ese hijo, esa esposa, llevan impreso el sello del Artista con mayúscula, y verlos de otra manera nos parecería rebajar-los de forma inaceptable.
Los ejemplos que se podrían aportar son innumerables. Un día de otoño de 1896, Chesterton conoció a Frances Blogg y se enamoró de ella. Aquella noche escribió, en la soledad de su habitación, que Frances sería la delicia de un príncipe, y que Dios creó el mundo y puso en él reyes, pueblos y naciones solo para que así se lo encontrara ella. Después escribió a la muchacha para decirle que «cualquier actriz conseguiría parecerse a Helena de Troya con una barra de labios y un poco de maquillaje, pero ninguna podría parecerse a ti sin ser una bendición de Dios». Lo curioso es que Chesterton, en aquellos años, se declaraba agnóstico.
Las palabras de Chesterton nos sugieren una segunda razón para entender el amor en clave divina. Experimentamos la amistad íntima y el amor profundo como regalos inmerecidos —¿por qué a mí?—, que proceden de una generosidad imposible entre los hombres. Ana Frank se enamoró de Peter Van Daan en su escondrijo. Ella tenía catorce años, tres menos que él, pero la vivacidad de la chiquilla y la timidez del muchacho compensaban la diferencia de edad. En páginas encantadoras de su Diario, Ana interpreta esa amistad y ese amor como un regalo divino. El 7 de marzo de 1944 escribe que «por las noches, cuando termino mis oraciones dando gracias por todas las cosas buenas, queridas y hermosas, oigo gritos de júbilo dentro de mí, porque pienso en esas cosas buenas como nuestro refugio, mi buena salud o mi propio ser, y en las cosas queridas como Peter».
Podríamos demostrar esa generosidad divina, de forma indirecta, al constatar que, en el nacimiento de una amistad profunda o de un amor intenso, hubo siempre un encuentro que bien podría no haberse producido. Bastaría con haber nacido en otra calle y haber estudiado en otro colegio, en otra universidad, para que no hubiéramos conocido a nuestros mejores amigos, para que no concurrieran las casualidades que nos han unido. Aunque es muy posible que las casualidades no existan. Chesterton, Marta y Ana Frank vienen a decimos que casualidad es el nombre que damos a la Providencia cuando no hablamos con propiedad. En ese sentido, en su célebre ensayo sobre la amistad, C. S. Lewis sospecha que un invisible Maestro de Ceremonias es quien nos ha presentado a nuestros mejores amigos, y de ellos quiere valerse para revelarnos la belleza de las personas: una belleza que procede de Él y a Él debe llevarnos.
Sentimos que el amor despierta en nosotros una sed de felicidad que no puede aplacarse. De hecho, la inflamación amorosa provocada por la belleza corporal deja siempre el sabor agridulce de una promesa incumplida. Por eso, los griegos nos dicen que el amor es hijo de la riqueza y la pobreza, con esa doble herencia: rico en deseos y pobre en resultados. Uno de ellos, Platón, interpreta esa contradictoria naturaleza en clave divina y afirma que el Ser Sagrado tiembla en el ser querido. También sospecha que el amor es, en el fondo, una llamada de los dioses, una forma sutil de hacernos entender que, después de la muerte, nos espera otro mundo donde se colmará nuestra sed de plenitud.
Concluyo con unos versos que resumen lo que he intentado explicar en este epígrafe: las tres razones que nos llevan a interpretar el amor en clave divina. Pertenecen al poema Esposa, de Miguel d'Ors:
Con tu mirada tibia
alguien que no eres tú me está mirando: siento
confundido en el tuyo otro amor indecible.
Alguien me quiere en tus te quiero, alguien
acaricia mi vida con tus manos y pone
en cada beso tuyo su latido.
Alguien que está fuera del tiempo, siempre
detrás del invisible umbral del aire.
El lenguaje de las galaxias
Los pioneros de las grandes disciplinas científicas han sido hombres convencidos de que en la realidad estudiada iban a encontrar una profunda racionalidad, huella de un diseño divino. Bastaría con citar a Copérnico, Kepler, Galileo o Newton como exponentes cualificados de un catálogo abrumador. Pero esta armonía intelectual entre lo humano y lo divino se rompe en el siglo XIX con el Positivismo. Desde entonces se oye con frecuencia que la ciencia pertenece al mundo real, mientras que Dios es un invento de la imaginación humana. Sin embargo, el materialismo positivista no es la última palabra. Como decía Pasteur, un poco de ciencia aleja de Dios, pero mucha devuelve a Él. Hoy, más allá de las apariencias empíricas, la Astrofísica roza de manera sorprendente el enigma fundamental con que se enfrenta el espíritu humano: la existencia de un Ser trascendente, causa y significado del Universo.
¿Por qué hay algo en lugar de nada? ¿Por qué apareció el Universo? Ninguna ley física que se deduzca de la observación permite responder a estas preguntas. Sin embargo, las mismas leyes nos autorizan a describir con precisión lo que sucedió al comienzo, entendiendo por comienzo 10-⁴³ segundos después del tiempo cero, ese límite infranqueable que los físicos llaman «muro de Planck». En ese tiempo lejano, hace catorce mil millones de años, todo lo que contiene el Universo —planetas, soles y miles de millones de galaxias— estaba concentrado en una pequeñez in-imaginable, apenas una chispa en el vacío. En ese tiempo increíblemente pequeño, el universo entero, y todo lo que será más tarde, está contenido en una esfera de 10-³³ centímetros, es decir, miles y miles y miles de millones de veces más pequeña que el núcleo de un átomo.
Por tanto, todo lo que conocemos procede de un océano infinito de energía, que tiene la apariencia de la nada. Por supuesto, desconocemos de dónde viene ese primer «átomo de realidad», origen del inmenso tapiz cósmico que, en un misterio casi total, se extiende hoy en el espacio y en el tiempo. Lo que sí conocemos es el fantástico ajuste con que está formado ese tapiz. Toda la realidad descansa sobre un pequeño número de constantes cosmológicas: menos de quince. Conocemos el valor de cada una de ellas con notable precisión. Ahora bien, a poco que hubiera sido modificada una sola de esas constantes, el Universo —al menos, tal como lo conocemos— no habría podido aparecer.
¿Sería posible que esta increíble complejidad fuera fruto del azar? Igor Bogdanov explica que se han programado computadoras «para producir azar». Y que esos ordenadores deberían estar calculando durante miles y miles y miles de millones de años —es decir, durante un tiempo casi infinito—, antes de que pudiese aparecer una combinación de números comparable a la que ha permitido la eclosión del Universo y de la vida.
Por ello —observa Jean Guitton—, a los conceptos de espacio, tiempo y causalidad es preciso añadir un principio de sincronización. Porque en el origen del Universo no hay nada aleatorio, no hay azar, sino un grado de orden infinitamente superior a todo lo que podemos imaginar. Orden supremo que regula las constantes físicas, las condiciones iniciales, el comportamiento de los átomos y la vida de las estrellas. Un principio poderoso, libre, infinito, misterioso, implícito, invisible, experimentable, eterno y necesario, que está ahí, detrás de los fenómenos, muy por encima del universo y presente en cada partícula.
El lenguaje de la vida
Una célula viva está compuesta por una veintena de aminoácidos que forman una cadena compacta. La función de estos aminoácidos depende, a su vez, de 2.000 enzimas específicas. Los biólogos han calculado que la probabilidad de que un millar de enzimas diferentes, durante miles de millones de años, se unan ordenadamente para formar una célula es del orden de 1 entre 10¹ººº, que es tanto como decir que la probabilidad es nula. Ello llevó a Francis Crick, premio No-bel de Biología por el descubrimiento del ADN, a concluir en idéntico sentido:
Un hombre honesto, que estuviera provisto de todo el saber que hoy está a nuestro alcance, debería afirmar que el origen de la vida parece un milagro, a juzgar por tantas condiciones como es preciso reunir para establecerla.
Una vez originadas, el verdadero problema que hubieron de afrontar estas células arcaicas fue el de la reproducción. ¿Cómo inventaron esas primerísimas células las innumerables estratagemas que han conducido hasta el prodigio de la reproducción? Una vez más, una ley escrita en el corazón mismo de la materia permitió el milagro: el primer esbozo de código genético. El azar se descarta de nuevo:
Ninguna de las operaciones mencionadas pudo llevarse a cabo por azar. Para que la unión de los nucleótidos produzca por azar una molécula de ARN utilizable, es necesario que la naturaleza multiplique a ciegas los ensayos durante al menos 10¹⁵ años, es decir, un tiempo cien mil veces más largo que la edad total de nuestro Universo.
Por lo que vemos, la aventura de la vida proviene de una tendencia universal de la materia a organizarse espontáneamente en sistemas cada vez más heterogéneos. Pero ¿por qué la naturaleza produce orden? No se puede responder, si no se recuerda esto: el Universo parece haber sido regulado minuciosamente con el fin de permitir la aparición de tina materia ordenada, de la vida después y, por fin, de la conciencia. Como subraya el astrofísico Hubert Reeves, si las leyes físicas no hubieran sido exactamente corno son, no estaríamos aquí para contarlo. Más aún: si en un principio alguna de las grandes constantes universales corno la gravitación, la velocidad de la luz o la constante de Planck hubiera subido una mínima alteración, el Universo no habría tenido ninguna posibilidad de albergar seres vivos e inteligentes; incluso es posible que él mismo no hubiera aparecido jamás. Cito de nuevo a Jean Guitton:
Tengo entre mis manos esta sencilla flor. Algo espantosamente complejo: la danza de miles y miles de millones de átomos —cuyo número supera al de todos los posibles seres que se puedan contar sobre nuestro planeta, al de los granos de arena de todas las playas—, átomos que vibran y oscilan en equilibrios inestables. Miro la flor y pienso: en nuestro Universo existe algo semejante a aquello que los antiguos filósofos llamaron «formas», es decir, tipos de equilibrio que explican que los objetos son así y no de otra manera.
Ahora bien, ninguno de los elementos que componen un átomo, nada de lo que sabemos sobre las partículas elementales, puede explicar por qué y cómo existen tales equilibrios. Estos se apoyan en una causa que, en sentido estricto, no me parece que pertenezca a nuestro universo físico.
José Ramón Ayllón
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