Una primera aproximación para describir dos modos diferentes de ser activos
Para construir una filosofía sobre la familia y, en concreto, explicar en qué consiste la maternidad, en cuanto modo de amar característico de la feminidad, es preciso superar viejos prejuicios. Uno de ellos es la supuesta pasividad de la mujer, con el que desde antaño se le viene conceptualizando en contraposición al varón, al que se considera como representante la actividad.
Esta curiosa teoría proviene del desconocimiento de la fisiología humana. Desde antiguo se pensó que sólo el varón engendraba, siendo considerada la mujer en ese proceso únicamente como tierra fecunda en la que germina la semilla en ella sembrada. Aristóteles describe el cuerpo materno como una suerte de sustancia inerte, incapaz de moverse por sí misma y, por lo tanto, pasiva. Ese error que ha tipificado la feminidad de un modo negativo fue repetido secularmente desde Aristóteles hasta Hegel, pasando por Santo Tomás, Darwin o Freud.
Sin embargo, la ciencia hizo un gran descubrimiento a finales del siglo XIX al visualizar la fecundación, que hizo patente que los dos gérmenes paterno y materno (los gametos), tan distintos aparentemente (óvulo y espermatozoide), son totalmente equivalentes y participan de igual forma en la constitución del núcleo del embrión. Esta constatación arroja una luz indiscutible sobre la participación igualmente activa del padre y de la madre en la formación de la progenitura haciendo desaparecer el hipotético fundamento de la pasividad femenina. Más aún, la ciencia ha demostrado que la mujer aporta además el ADN mitocondrial contenido en el citoplasma del óvulo.
Aun así, los tratados antropológicos posteriores no se han terminado de desprenderse de esa arraigada teoría. Es sabido que Freud mantiene que la mujer es un ser acomplejado pero incluso quienes han escrito sobre la feminidad con logrados aciertos siguen repitiendo en el s. XX que la pasividad es una de sus peculiares características, incluida la propia Simone de Beauvoir, razón por la que propone a las mujeres imitar a los varones.
Lo cierto es que dicha falacia sigue vigente en el imaginario cultural incluso en los ámbitos progresistas. Así, el fantasma de la pasividad se cuela en la descripción de las relaciones románticas en el siglo XXI. Las redactoras de la exitosa serie Sexo en New York, reconocen que las relaciones que entablan las mujeres, imitando el modo de hacer de los varones, no cuajan y buscan saber qué hace que una relación tenga futuro. Leyéndoles se intuye que, más allá de lo psicológico, existe una estructura en lo humano, que establece un marco universal en las relaciones entre varón y mujer, que desconcierta a las mujeres porque piensan que esa realidad les sigue encerrado en una frustrante pasividad.
Esta situación manifiesta que los datos aportados por la ciencia adolecen aún del desarrollo filosófico correspondiente. Citemos una brillante excepción, la de Julián Marías que compara a la mujer con el motor inmóvil al afirmar: «recordemos a Aristóteles, según el cual Dios, suprema actividad, acto puro sin mezcla de pasividad, mueve el mundo "como el objeto del amor y del deseo", mueve sin ser movido. Es la forma máxima de actividad, que podemos llamar la atracción. Es lo que corresponde a la mujer, que "atrae" al varón, lo "llama", ¿hay algo más activo?».
Esta sería una primera aproximación para describir dos modos diferentes de ser activos.
Blanca Castilla de Cortázar Doctora en Filosofía y Teología, de la Real Academia de Doctores de España