"No le conozco, pero tiene ojos buenos", dijo una sencilla anciana romana
Osservatore Romano
El Santo Padre nos indica incansablemente la necesidad de la renovación y purificación continuas, recordando que la santidad de la Iglesia no se ofuscará si, en la escucha de la verdad, permanece junto al único Señor
Hace treinta años, el 15 de febrero de 1982, se hacía pública la noticia de que Juan Pablo II, saliendo al encuentro del deseo del cardenal Joseph Ratzinger, le dispensaba del gobierno pastoral de la diócesis de Munich y Freising. El precedente 25 de noviembre, de hecho, el purpurado alemán de cincuenta y cuatro años había sido nombrado por el Papa prefecto del primer dicasterio de la Curia romana, la Congregación para la Doctrina de la Fe. Así, después de mantener todavía tres meses la guía de la gran archidiócesis bávara, en aquellos días de febrero Ratzinger se trasladó a Roma. Ya había venido aquí veinte años antes, en 1962, para pasar todo el tiempo del Concilio como consultor teólogo de uno de los protagonistas del Vaticano II, el arzobispo de Colonia, el cardenal Joseph Frings.
Posteriormente el brillante teólogo volvió a Roma varias veces, sobre todo después de 1977, cuando había sido nombrado obispo de Munich y creado cardenal por Pablo VI en su último consistorio. En el primer cónclave de 1978 Ratzinger conoció en persona al metropolita de Cracovia, el cardenal Karol Wojtyła, y en el segundo contribuyó a su elección, convencido —como escribió en 2004— de que era «el Papa para la hora presente». Sólo pocos meses más tarde, en 1979, Juan Pablo II le convocó para proponerle que asumiera el encargo de prefecto del organismo curial a la cabeza de la educación católica, pero el arzobispo de Munich no se sintió capaz de dejar la diócesis tras sólo dos años de gobierno. En cambio el Pontífice le quería a su lado, y en febrero de 1981 comunicó al cardenal la intención de nombrarle prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, venciendo en cambio sus últimas resistencias sólo el otoño sucesivo.
Desde febrero de 1982 el purpurado alemán ya no ha dejado Roma. A pesar del paso del tiempo y del deseo de volver, a tiempo completo, a la vida de estudio a la que siempre se ha sentido llamado, Juan Pablo II le pidió que permaneciera con él como responsable del organismo doctrinal de la Curia romana y, de hecho, como su principal consejero teológico. Durante casi un cuarto de siglo, desde la sede romana, los dos hombres así sostuvieron juntos la Iglesia —"tertio millennio adveniente" y después "novo millennio ineunte"— en la transición secular, por el camino del hombre de nuestros días. Acompañando a esta humanidad y testimoniándole que Dios está cerca, como siempre ha hecho en el curso de la historia quien verdaderamente ha sabido seguir a Jesús, a pesar las culpas e imperfecciones humanas presentes también en la Iglesia.
En 2005 se pidió más todavía a Joseph Ratzinger en el momento de la rapidísima elección en cónclave, una elección no buscada en modo alguno y que el cardenal aceptó con esa sencilla serenidad que impresiona a quien se le acerca, aunque sea por un instante. «No le conozco, pero tiene ojos buenos», dijo algún día después una sencilla anciana romana. Pues en estos años de pontificado Benedicto XVI ha sabido, cada día más, transmitir —y no sólo a sus fieles— cuanto confió en 2006 en Munich ante la Mariensäule, el pilar levantado en honor a María: o sea, el hecho de sentirse, según la interpretación agustiniana de un salmo, como un animal de tiro que se esfuerza bajo la guía del campesino, pero que a la vez está muy cerca de su señor, el Señor Jesús, y por esto no teme el mal.
Este sentimiento de total confianza en Dios se lee ya al inicio del precioso relato autobiográfico del cardenal, quien, en 1997, reflexionaba sobre su primer medio siglo de vida. Hoy, a los treinta años del inicio del período romano de este dócil pastor que no retrocede ante los lobos, es claro el perfil de la madurez de un pontificado que pasará a la historia, deshaciendo como humo los durísimos estereotipos y contrarrestando comportamientos irresponsables e indignos. Estos acaban entremezclándose con clamores mediáticos, inevitables y ciertamente no desinteresados, pero que hay que saber tomar como ocasión de purificación de la Iglesia.
Pontífice de paz que quiere reavivar la llama de la supremacía de Dios, Benedicto XVI es perfectamente coherente con su historia. Una historia caracterizada por una mirada amplia que en el treinteno romano siempre ha buscado un alcance mundial y que se ha distinguido por una obra de innovación y purificación perseguida con valentía, tenacidad y paciencia, consciente de que en la noche el enemigo siembra cizaña en el campo. Por esto el Papa indica incansablemente la necesidad de la renovación continua (“ecclesia semper reformanda”), recordando que la santidad de la Iglesia no se ofuscará si, en la escucha de la verdad, permanece junto al único Señor.