Amar la tierra supone conocer mejor el valor del esfuerzo, sin el cual resulta complicado crecer por dentro; y sobra decir que la alegría, en el medio ambiente, nos invade de forma espontánea
El concepto «felicidad» a menudo suele encontrarse entre los ideales prioritarios de las personas. Intentar avanzar hacia ella, hacia esa idea, generalmente se convierte en un objetivo permanente. Posiblemente este ideal de ser felices se va configurando como consecuencia de nuestras vivencias en diferentes contextos, como el familiar, el social o el escolar. Y estas vivencias van a depender de nuestra forma de relacionarnos y tomar decisiones en las múltiples situaciones que se nos van presentando.
Entre los aspectos radicales de la existencia que pueden influir en nuestra felicidad se encuentra, sin duda, nuestra relación con el medio ambiente, la naturaleza, la Creación. Para comunicarnos con la creación de una forma adecuada, para entender las ventajas que puede proporcionarnos en el camino hacia la felicidad, es conveniente ayudarnos de la educación. A través de la educación podemos descubrir todas las posibilidades que la creación nos proporciona. La naturaleza es buena educadora, posee un gran poder educador. Posibilita el aprendizaje de una serie de valores y estrategias educativas que allanan el camino.
Para arrancar la ruta hay que salir al campo. Hay que vivir la naturaleza, y dejar que viva en nosotros. «Vivir», un verbo que en muchas ocasiones tenemos como adormilado. Conviene realizar el ejercicio diario de centrar nuestra atención de nuevo, de concentrarnos y volver a poner el foco en la maravilla que nos ha sido regalada −la vida y la Creación− para interiorizar todas las ventajas y sinergias positivas que de ellas podemos obtener y que pueden facilitar ese camino hacia la dicha. Este aspecto aparece con reiteración en la reciente encíclica Laudato si! del papa Francisco, donde reflexiona sobre una ecología integral, vivida con alegría y autenticidad.
A través de la contemplación renovada del entorno puede resurgir nuestro asombro hacia sus múltiples y continuas maravillas. Y como solo se puede amar lo que se conoce, también avanzar hacia el respeto por la naturaleza, que es el único modo de que aumente la responsabilidad del ser humano hacia el medio ambiente.
Amar la tierra supone conocer mejor el valor del esfuerzo, sin el cual resulta complicado crecer por dentro. Y sobra decir que la alegría, en el medio ambiente, nos invade de forma espontánea. En su seno percibimos la paz, la belleza. Incluso nos proporciona la oportunidad de experimentar y ejercer la libertad, requisito indispensable para posibilitar la felicidad.
Si alguien duda de la pertinencia del papel que la naturaleza puede jugar en nuestra felicidad, puede pensar en situaciones inconvenientes en las que se destruyen y deterioran recursos, valores naturales y podrá comprobar que generalmente nos conmueven y provocan desazón. Un incendio u observar la deforestación de las selvas tropicales nos remueven por dentro.
A su vez la creación también se configura como un espacio de relación, de socialización, donde desarrollar la amistad con otras personas o convivir de forma positiva con nuestra familia. En fin, son muchas las ventajas que podemos obtener. Entre ellas no conviene olvidar el desarrollo de la inteligencia natural y de la inteligencia espiritual, postuladas por Gardner (1999). El conocimiento del medio ambiente puede ayudarnos a «sintonizar» con nuestra dimensión espiritual, y pensar en lo trascendente de la existencia, de las «preguntas últimas». Y es que la felicidad resulta difícil de alcanzar si antes no hemos respondido a esas cuestiones fundamentales.
Fernando Echarri dirige el área educativa del Museo Universidad de Navarra.