La próxima vez que escuche el comentario esnob de que la alegría es el privilegio de los tontos o que es una sandez, pensaré…
No tiene ningún sentido que yo recomiende aquí, por mucho que me haya gustado, un libro que se acaba de publicar en Chile, y que sólo he conseguido pidiendo favores transatlánticos, continentales y un poco pacíficos. Pero de Conversaciones con J. M. Ibáñez Langlois, sí puedo ofrecer al público de Cádiz unos fragmentos con mucho sentido.
El poeta chileno José Miguel Ibáñez Langlois es sacerdote. Y en este libro de entrevistas se centra más en su vocación ministerial que en la poética. Sólo que lo que cuenta a menudo tiene también su poesía. Esta historia, por ejemplo:
«Una vez fui a visitar a un anciano que se moría. Me contó su vida entera, sus andanzas por el norte y por el sur, sus distintos trabajos. Al lado estaba su pareja. Después de muchas explicaciones aceptó los sacramentos. Pero lo que más me impresionó fue algo que me dijo:
“No crea usted, padrecito, que lo hemos pasado mal. A veces lo hemos pasado muy, muy bien. Por ejemplo, en una esquina de la población venía alguien a veces a vender sandías. Y cuando podíamos (por la plata), yo le decía a la patrona: ¿Vamos a comer sandías? Entonces íbamos y comíamos sandías. Para que vea lo bien que lo hemos pasado: nos comíamos unas buenas tajadas de sandías (‘sandillas’ decía)”».
La anécdota me ha emocionado. El que afirma que la felicidad es directamente proporcional a la estupidez se cree muy listo y está amargado. La próxima vez que escuche el comentario esnob de que la alegría es el privilegio de los tontos o que es una sandez, pensaré: no, la felicidad es una sandía, que es bien distinto.
Cuenta más tarde que el presidente de Gobierno convocó a un nutrido grupo de escritores e intelectuales y que éstos empezaron, en los postres, a pedir subvenciones, ayudas, canonjías y privilegios. Entonces…
“Frei preguntó a Carlos León qué pensaba, y él dijo que no entendía mucho lo que pedían sus colegas, considerando las condiciones penosas de pobreza, enfermedad, cárcel, en que habían escrito Cervantes, Dostoievski, Spinoza sus grandes obras. Siguió un silencio sepulcral”.
El libro tardará en llegar a las librerías españolas, si llega; pero con estos dos vislumbres hay materia de sobra para alimentar el pensamiento. A veces no hay que leer un libro para que nos influya y nos cambie la visión. Lo digo por experiencia. Ojalá a algunos de ustedes les conmuevan también estas dos sugerencias ultramarinas de Ibáñez Langlois.