Una gran misión de todos: no escatimar medios para cuidar a sus deudos hasta el último hálito de vida
Tengo la impresión de que el Instituto Nacional de Estadística es de las pocas instituciones que mantiene profesionalidad y prestigio. Sus notas de prensa periódicas facilitan datos exactos sobre cuestiones de máxima importancia, de acuerdo con parámetros con frecuencia internacionales. Así sucede, por ejemplo, en materia de mortalidad: causas básicas de la defunción, distribución por sexo, edad, residencia y mes de defunción; indicadores que permiten realizar comparaciones entre comunidades autónomas y grandes grupos de causas de muerte.
Siento sólo que esas notas sobre mortalidad no incluyan información sobre el lugar del fallecimiento, para poder comprobar si el tránsito se produce más en centros sanitarios que en el hogar del difunto. Sería muy significativo para los análisis sobre el fin de la vida, objeto de polémicas y leyes en muchos países del mundo. Ayudaría también quizá a superar la actual confusión en la opinión pública entre alimentación artificial y tratamientos terapéuticos.
Justamente, es uno de los elementos que complica la tramitación del nuevo proyecto francés sobre el fin de la vida, que actualizaría la ley Leonetti de 2005; fue aprobada entonces por unanimidad de diputados y senadores, cosa insólita en parlamentos occidentales cuando se trata de asuntos no “políticamente impuestos”. Hace diez se produjo una clarificación importante, conforme con una ética universal, y no sólo con la doctrina social católica: el enfermo, o sus representantes legítimos, tiene derecho a rechazar tratamientos con efectos secundarios negativos, aun a riesgo de anticipar la muerte (se evita así el fenómeno conocido popularmente como “encarnizamiento terapéutico”).
Algunos pacientes sufren pérdida de condiciones vitales −por lo general, como consecuencia de accidentes de tráfico, incluida la capacidad de expresar plenamente sus sentimientos. Pero no tienen en sentido estricto una dolencia que vaya a producirles la muerte a corto plazo, aun sin tratamientos excepcionales. De ahí, ante el cansancio de médicos y familias, la equiparación de la alimentación e hidratación artificiales a los cuidados terapéuticos, para autorizar que se desconecten las vías en las habitaciones de los hospitales. No siempre sucede que el organismo del enfermo no tolere ya la alimentación, sino que la espera resulta menos tolerable para quienes le atienden.
En el fondo, se trata de la cuestión radical debatida en Francia en el caso Vincent Lambert, sobre el que se ha pronunciado incluso el Tribunal europeo de derechos humanos. Aun así, no se ha logrado una situación jurídica de causa finita, por la complejidad del problema: al cabo, depende de unas decisiones personales que graban la conciencia de los parientes más próximos y de los profesionales sanitarios. Así acaba de entenderlo el tribunal administrativo de Châlons-en-Champagne, al rechazar la petición de detener la alimentación, como si fuese encarnizamiento terapéutico. Para los jueces la decisión corresponde a los médicos, en virtud de su “independencia profesional y moral”.
El problema se agudiza, como se ha visto en días pasados en España, cuando el sufrimiento afecta a los más inocentes, los niños. No todo, aunque sí mucho, es sentimentalismo en el tratamiento informativo de casos que pasarían inadvertidos si se sustanciaran en los hogares, no en los grandes hospitales.
Desde luego, no parece que prescindir de una mínima alimentación favorezca la “muerte digna”. Al contrario, según explican los expertos: exige una sedación profunda de los pacientes, para evitar uno de los modos de morir más angustiosos para el ser humano.
Llega un momento en la vida en que la tarea del médico no es sólo procurar la sanación, sino sostener la moral del paciente y acompañar a la familia más próxima. Por ahí va la medicina paliativa, con ejemplos eximios en nuestro país: nunca agradeceré bastante el desvelo de cuantos trabajan en el hospital de cuidados Laguna, centro de referencia en este campo, al que “derivó” a mi hermano mayor el sistema público de salud, desahuciado después de ser muy bien atendido en el Clínico de Madrid. Allí murió.
Pero de ese Centro de cuidados me interesa subrayar una de sus grandes línea de trabajo: la atención de enfermos o ancianos en sus propios hogares, que incluye facilitar formación y alivio a los parientes inmediatos, no sólo en el día a día, sino mediante espacios periódicos de descanso. Se cumple así esa gran misión de todos −también amigos, sociedad civil, administración pública de ayudar en lo posible al deseo radical de cada familia: no escatimar medios para cuidar a sus deudos hasta el último hálito de vida.