Intervenciones del Santo Padre al inicio de la XIV Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos (4-25 de octubre de 2015)
“Volvamos a Nazaret para que sea un Sínodo que, más que hablar sobre la familia, sepa aprender de ella, en la disponibilidad para reconocer siempre su dignidad, su consistencia y su valor, a pesar de las muchas penalidades y contradicciones que la puedan caracterizar”, afirmó el Santo Padre en la vigilia de oración por el Sínodo de obispos
Queridas familias, buenas tardes. ¿Vale la pena encender una pequeña vela en la oscuridad que nos rodea? ¿No se necesitaría algo más para disipar la oscuridad? Pero, ¿se pueden vencer las tinieblas?
En ciertas épocas de la vida −de esta vida llena de recursos estupendos−, preguntas como esta se imponen con apremio. Frente a las exigencias de la existencia, existe la tentación de echarse para atrás, de desertar y encerrarse, a lo mejor en nombre de la prudencia y del realismo, escapando así de la responsabilidad de cumplir a fondo el propio deber.
¿Recordáis la experiencia de Elías? El cálculo humano le causa al profeta un miedo que le empuja a buscar refugio. Miedo. Entonces Elías tuvo miedo, se levantó y se fue para poner a salvo su vida […] Caminó cuarenta días y cuarenta noches hasta el Horeb, el monte de Dios. Allí se metió en la cueva y pasó la noche. Le llegó la palabra del Señor preguntando: “¿Qué haces aquí, Elías?” (1R 19,3.8-9). Luego, en el Horeb, la respuesta no la encontrará en el viento impetuoso que sacude las rocas, ni en el terremoto, ni tampoco en el fuego. La gracia de Dios no levanta la voz, es un rumor que llega a cuantos están dispuestos a escuchar la suave brisa −ese tenue silencio sonoro−, les exhorta a salir, a volver al mundo, a ser testigos del amor de Dios por el hombre, para que el mundo crea…
Con ese espíritu, hace precisamente un año, en esta misma plaza, invocábamos al Espíritu Santo pidiéndole que los Padres sinodales −al poner su atención en la familia− supieran escuchar y confrontarse teniendo fija la mirada en Jesús, Palabra última del Padre y criterio de interpretación de la realidad.
Esta noche, nuestra oración no puede ser diferente. Pues, como recordaba el Metropolita Ignacio IV Hazim, sin el Espíritu Santo, Dios resulta lejano, Cristo permanece en el pasado, la Iglesia se convierte en una simple organización, la autoridad se transforma en dominio, la misión en propaganda, el culto en evocación y el actuar de los cristianos en una moral de esclavos (cfr. Discurso en la Conferencia Ecuménica de Uppsala, 1968).
Oremos, pues, para que el Sínodo que se abre mañana sepa reorientar la experiencia conyugal y familiar hacia una imagen plena del hombre; que sepa reconocer, valorar y proponer todo lo bello, bueno y santo que hay en ella; abrazar las situaciones de vulnerabilidad que la ponen a prueba: la pobreza, la guerra, la enfermedad, el luto, las relaciones heridas y deshilachadas de las que brotan dificultades, resentimientos y rupturas; que recuerde a estas familias, y a todas las familias, que el Evangelio sigue siendo la buena nueva desde la que siempre se puede recomenzar de nuevo. Que los Padres sepan sacar del tesoro de la tradición viva palabras de consuelo y orientaciones esperanzadoras para las familias, que están llamadas en este tiempo a construir el futuro de la comunidad eclesial y de la ciudad del hombre.
Cada familia es siempre una luz, por más débil que sea, en medio de la oscuridad del mundo.
La misma andadura de Jesús entre los hombres toma forma en el seno de una familia, en la que permaneció treinta años. Una familia como tantas otras, asentada en una aldea insignificante de la periferia del Imperio.
Charles de Foucauld intuyó, quizás como pocos, el alcance de la espiritualidad que emana de Nazaret. Este gran explorador abandonó muy pronto la carrera militar fascinado por el misterio de la Sagrada Familia, por la relación diaria de Jesús con sus padres y sus vecinos, por el trabajo silencioso, por la oración humilde. Contemplando a la Familia de Nazaret, el hermano Charles se percató de la esterilidad del afán por las riquezas y el poder; con el apostolado de la bondad se hizo todo para todos; atraído por la vida eremítica, entendió que no se crece en el amor de Dios evitando la servidumbre de las relaciones humanas, porque amando a los otros es como se aprende a amar a Dios; inclinándose al prójimo es como nos elevamos hacia Dios. A través de la cercanía fraterna y solidaria a los más pobres y abandonados entendió que, a fin de cuentas, son precisamente ellos los que nos evangelizan, ayudándonos a crecer en humanidad.
Para entender hoy a la familia, entremos también nosotros −como Charles de Foucauld− en el misterio de la Familia de Nazaret, en su vida escondida, cotidiana y ordinaria, como es la vida de la mayor parte de nuestras familias, con sus penas y sus sencillas alegrías; vida entretejida de paciencia serena en las contrariedades, de respeto por la situación de cada uno, de esa humildad que libera y florece en el servicio; vida de fraternidad que brota del sentirse parte de un único cuerpo.
La familia es lugar de santidad evangélica, llevada a cabo en las condiciones más ordinarias. En ella se respira la memoria de las generaciones y se ahondan las raíces que permiten ir más lejos. Es el lugar de discernimiento, donde se nos educa para descubrir el plan de Dios para nuestra vida y saber acogerlo con confianza. La familia es lugar de gratuidad, de presencia discreta, fraterna, solidaria, que nos enseña a salir de nosotros mismos para acoger al otro, para perdonar y sentirse perdonados.
Volvamos a Nazaret para que sea un Sínodo que, más que hablar sobre la familia, sepa aprender de ella, en la disponibilidad para reconocer siempre su dignidad, su consistencia y su valor, a pesar de las muchas penalidades y contradicciones que la puedan caracterizar.
En la Galilea de los gentiles de nuestro tiempo encontraremos de nuevo la consistencia de una Iglesia que es madre, capaz de engendrar vida y atenta a comunicar continuamente la vida, a acompañar con dedicación, ternura y fuerza moral. Porque si no somos capaces de unir la compasión a la justicia, terminamos siendo seres inútilmente severos y profundamente injustos.
Una Iglesia que es familia sabe presentarse con la proximidad y el amor de un padre, que vive la responsabilidad del custodio, que protege sin reemplazar, que corrige sin humillar, que educa con el ejemplo y la paciencia. A veces, con el simple silencio de una espera orante y abierta.
Y una Iglesia sobre todo de hijos, que se reconocen hermanos, nunca llega a considerar al otro sólo como un peso, un problema, un coste, una preocupación o un riesgo: el otro es esencialmente un don, que sigue siéndolo aunque recorra caminos diferentes.
La Iglesia es una casa abierta, lejos de grandezas exteriores, acogedora en el estilo sobrio de sus miembros y, precisamente por eso, accesible a la esperanza de paz que hay dentro de cada hombre, incluidos aquellos que −probados por la vida− tienen el corazón herido y dolorido.
Esta Iglesia puede verdaderamente iluminar la noche del hombre, indicarle con credibilidad la meta y compartir su camino, sencillamente porque ella es la primera que vive la experiencia de ser incesantemente renovada en el corazón misericordioso del Padre.
Plaza de San Pedro, sábado 3 de octubre de 2015
* * *
Con la celebración Eucarística presidida por el Santo Padre en la Basílica de San Pedro, el primer domingo de octubre, se dio inicio al Sínodo de los Obispos sobre “La vocación y misión de la familia en la Iglesia y en el mundo contemporáneo”
Si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros, y su amor ha llegado en nosotros a su plenitud (1Jn 4,12).
Las lecturas bíblicas de este domingo parecen elegidas a propósito para el acontecimiento de gracia que la Iglesia está viviendo, es decir, la Asamblea Ordinaria del Sínodo de los Obispos sobre el tema de la familia que se inaugura con esta celebración eucarística. Dichas lecturas se centran en tres aspectos: el drama de la soledad, el amor entre el hombre y la mujer, y la familia.
La soledad
Adán, como leemos en la primera lectura, vivía en el Paraíso, ponía los nombres a las demás creaturas, ejerciendo un dominio que demuestra su indiscutible e incomparable superioridad, pero aun así se sentía solo, porque no encontraba ninguno como él que lo ayudase (Gn 2,20) y experimentaba la soledad. ¡La soledad! El drama que aún aflige a muchos hombres y mujeres. Pienso en los ancianos abandonados incluso por sus seres queridos y sus propios hijos; en los viudos y viudas; en tantos hombres y mujeres dejados por su propia esposa y su propio marido; en tantas personas que de hecho se sienten solas, no comprendidas y no escuchadas; en los emigrantes y refugiados que huyen de la guerra y la persecución; y en tantos jóvenes, víctimas de la cultura del consumo, del usar y tirar, y de la cultura del descarte.
Hoy se vive la paradoja de un mundo globalizado en el que vemos tantas casas de lujo y edificios de gran altura, pero cada vez menos calor de hogar y de familia; muchos proyectos ambiciosos, pero poco tiempo para vivir lo que se ha logrado; tantos medios sofisticados de diversión, pero cada vez más un profundo vacío en el corazón; muchos placeres, pero poco amor; tanta libertad, pero poca autonomía… Son cada vez más las personas que se sienten solas, y las que se encierran en el egoísmo, en la melancolía, en la violencia destructiva y en la esclavitud del placer y del dios dinero.
Hoy vivimos en cierto sentido la misma experiencia de Adán: tanto poder acompañado de tanta soledad y vulnerabilidad; y la familia es su imagen. Cada vez menos seriedad para llevar adelante una relación sólida y fecunda de amor: en la salud y en la enfermedad, en la riqueza y en la pobreza, en la buena y en la mala suerte. El amor duradero, fiel, recto, estable, fértil es cada vez más objeto de burla y considerado como algo anticuado. Parecería que las sociedades más avanzadas son precisamente las que tienen el porcentaje más bajo de tasa de natalidad y el mayor promedio de abortos, de divorcios, de suicidios y de contaminación ambiental y social.
El amor entre el hombre y la mujer
Leemos en la primera lectura que el corazón de Dios se entristeció al ver la soledad de Adán y dijo: No está bien que el hombre esté solo; voy a hacerle alguien como él que le ayude (Gn 2,18). Estas palabras muestran que nada hace más feliz al hombre que un corazón que se asemeje a él, que le corresponda, que le ame y acabe con la soledad, con sentirse solo. Muestran también que Dios no creó al ser humano para vivir en la tristeza o para estar solo, sino para la felicidad, para compartir su camino con otra persona que es su complemento; para vivir la extraordinaria experiencia del amor: es decir de amar y ser amado; y para ver su amor fecundo en los hijos, como dice el salmo que se ha proclamado hoy (cfr. Sal 127).
Este es el sueño de Dios para su criatura predilecta: verla realizada en la unión de amor entre hombre y mujer; feliz en el camino común, fecunda en la entrega recíproca. Es el mismo designio que Jesús resume en el Evangelio de hoy con estas palabras: Al principio de la creación Dios los creó hombre y mujer. Por eso abandonará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer, y serán los dos una sola carne. De modo que ya no son dos, sino una sola carne (Mc 10,6-8; cfr. Gn 1,27; 2,24).
Jesús, ante la pregunta retórica que le habían dirigido −probablemente como una trampa, para hacerlo quedar mal ante la multitud que le seguía y que practicaba el divorcio, como realidad consolidada e intangible−, responde de forma sencilla e inesperada: restituye todo a su origen, al origen de la creación, para enseñarnos que Dios bendice el amor humano, es Él quien une los corazones de un hombre y una mujer que se aman, y los une en la unidad y en la indisolubilidad. Esto significa que el objetivo de la vida conyugal no es sólo vivir juntos, sino también amarse para siempre. Jesús restablece así el orden original y primario.
La familia
Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre (Mc 10,9). Es una exhortación a los creyentes a superar toda forma de individualismo y de legalismo, que esconde un mezquino egoísmo y el miedo a aceptar el significado auténtico de la pareja y de la sexualidad humana en el plan de Dios. De hecho, sólo a la luz de la locura de la gratuidad del amor pascual de Jesús será comprensible la locura de la gratuidad de un amor conyugal único y usque ad mortem.
Para Dios, el matrimonio no es una utopía de adolescente, sino un sueño sin el cual su creatura estará destinada a la soledad. En efecto, el miedo de unirse a este proyecto paraliza el corazón humano. Paradójicamente, también el hombre de hoy −que con frecuencia ridiculiza este plan− permanece atraído y fascinado por todo amor auténtico, por todo amor sólido, por todo amor fecundo, por todo amor fiel y perpetuo. Lo vemos ir tras los amores temporales, pero sueña con el amor auténtico; corre tras los placeres de la carne, pero desea la entrega total.
Ahora que hemos probado plenamente las promesas de la libertad ilimitada, empezamos a entender de nuevo la expresión “la tristeza de este mundo”. Los placeres prohibidos perdieron su atractivo cuando han dejado de ser prohibidos. Aunque tiendan a lo extremo y se renueven al infinito, resultan insípidos porque son cosas finitas, y nosotros, en cambio, tenemos sed de infinito (Joseph Ratzinger, Auf Christus schauen. Einübung in Glaube, Hoffnung, Liebe, Freiburg 1989, p. 73).
En este contexto social y matrimonial bastante difícil, la Iglesia está llamada a vivir su misión en la fidelidad, en la verdad y en la caridad.
Vive su misión en la fidelidad a su Maestro como voz que grita en el desierto, para defender el amor fiel y animar a las numerosas familias que viven su matrimonio como un espacio en el que se manifiestan el amor divino; para defender la sacralidad de la vida, de toda vida; para defender la unidad y la indisolubilidad del vínculo conyugal como signo de la gracia de Dios y de la capacidad del hombre para amar en serio.
Vivir su misión en la verdad que no cambia según las modas pasajeras o las opiniones dominantes. La verdad que protege al hombre y a la humanidad de las tentaciones de autoreferencialidad y de transformar el amor fecundo en egoísmo estéril, la unión fiel en vínculo temporal. Sin verdad, la caridad cae en mero sentimentalismo. El amor se convierte en un envoltorio vacío que se rellena arbitrariamente. Éste es el riesgo fatal del amor en una cultura sin verdad (Benedicto XVI, Caritas in veritate, 3).
Y la Iglesia es llamada a vivir su misión en la caridad que no señala con el dedo para juzgar a los demás, sino que −fiel a su naturaleza de madre− se siente en el deber de buscar y curar a las parejas heridas con el aceite de la acogida y de la misericordia; de ser hospital de campaña, con las puertas abiertas para acoger a quien llame pidiendo ayuda y apoyo; aun más, de salir de su recinto hacia los demás con amor verdadero, para caminar con la humanidad herida, para incluirla y conducirla a la fuente de salvación.
Una Iglesia que enseña y defiende los valores fundamentales, sin olvidar que el sábado se hizo para el hombre y no el hombre para el sábado (Mc 2,27); y que Jesús también dijo: No necesitan médico los sanos, sino los enfermos. No he venido a llamar justos, sino pecadores (Mc 2,17). Una Iglesia que educa en el amor auténtico, capaz de alejar de la soledad, sin olvidar su misión de buen samaritano de la humanidad herida.
Recuerdo a san Juan Pablo II cuando decía: El error y el mal deben ser condenados y combatidos constantemente; pero el hombre que cae o se equivoca debe ser comprendido y amado […] Nosotros debemos amar nuestro tiempo y ayudar al hombre de nuestro tiempo (Discurso a la Acción Católica italiana, 30-XII-1978). Y la Iglesia debe buscarlo, acogerlo y acompañarlo, porque una Iglesia con las puertas cerradas se traiciona a sí misma y a su misión, y en vez de ser puente se convierte en barrera: El santificador y los santificados proceden todos del mismo. Por eso no se avergüenza de llamarlos hermanos (Hb 2,11).
Con este espíritu, le pedimos al Señor que nos acompañe en el Sínodo y que guíe a su Iglesia a través de la intercesión de la Santísima Virgen María y de San José, su castísimo esposo.
Basílica Vaticana, 4 de octubre de 2015
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“Tendremos la mirada fija en Jesús para individuar, basados en su enseñanza de verdad y de misericordia, los caminos más oportunos para un compromiso adecuado de la Iglesia con las familias y para las familias”, recalcó el Santo Padre, hablando de la tarea que les espera los padres sinodales.
Queridos hermanos y hermanas, se acaba de concluir, en la Basílica de San Pedro, la celebración eucarística con la que hemos dado inicio a la Asamblea General Ordinaria del Sínodo de Obispos. Los Padres Sinodales, provenientes de todas las partes del mundo y reunidos en torno al Sucesor de Pedro, reflexionarán durante tres semanas sobre la vocación y la misión de la familia en la Iglesia e en la sociedad, para un atento discernimiento espiritual y pastoral. Tendremos la mirada fija en Jesús para individuar, basados en su enseñanza de verdad y de misericordia, los caminos más oportunos para un compromiso adecuado de la Iglesia con las familias y para las familias, para que el diseño originario del Creador sobre el hombre y la mujer pueda realizarse y actuar en toda su belleza y su fuerza en el mundo de hoy.
La liturgia de este domingo propone precisamente el texto fundamental del Libro del Génesis sobre la complementariedad y reciprocidad entre hombre y mujer (cfr. Gen 2,18-24). Por eso —dice la Biblia— el hombre deja a su padre y a su madre y se une a su mujer, y los dos se hacen una sola carne, es decir, una sola vida, una sola existencia (cfr. v. 24). En dicha unidad, los cónyuges trasmiten la vida a los nuevos seres humanos: se convierten en padres. Participan del poder creador de Dios mismo. Pero, ¡atención! Dios es amor, y se participa en su obra cuando se ama con Él y como Él. Para dicho fin —dice san Pablo—, el amor fue derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que se nos ha dado (cfr. Rm 5,5). Y ese es también el amor que se da a los esposos en el Sacramento del matrimonio. Es el amor que alimenta su trato, a través de alegrías y dolores, momentos serenos y difíciles. Es el amor que suscita el deseo de engendrar hijos, de atenderlos, acogerlos, criarlos, educarlos. Es el mismo amor que, en el Evangelio de hoy, Jesús manifiesta a los niños: Dejad que los niños se acerquen a mí: no se lo impidáis; de los que son como ellos es el reino de Dios (Mc 10,14).
Hoy pedimos al Señor que todos los padres y educadores del mundo, así como toda la sociedad, se conviertan en instrumentos de esa acogida y de ese amor con que Jesús abraza a los más pequeños. Él mira en sus corazones con la ternura y la solicitud de un padre y, al mismo tiempo, de una madre. Pienso en tantos niños hambrientos, abandonados, abusados, obligados a la guerra, rechazados. Es doloroso ver las imágenes de niños infelices, con la mirada perdida, que huyen de la pobreza y los conflictos, llamando a nuestras puertas y a nuestros corazones implorando ayuda. Que el Señor nos ayude a no ser sociedad-fortaleza, sino sociedad-familia, capaces de acoger, con las reglas adecuadas, pero acoger, acoger siempre, con amor.
Os invito a apoyar con la oración los trabajos del Sínodo, para que el Espíritu Santo haga a los Padres Sinodales plenamente dóciles a sus inspiraciones. Invoquemos la materna intercesión de la Virgen María, uniéndonos espiritualmente a cuantos, en este momento, en el Santuario de Pompeya rezan la Súplica a la Virgen del Rosario.
Después del Ángelus
Queridos hermanos y hermanas, ayer, en Santander, España, fueron proclamados Beatos Pío Heredia y 17 compañeros y compañeras de la Orden Cisterciense de la estricta observancia y de San Bernardo, asesinados por su fe durante la guerra civil española y la persecución religiosa de los años Treinta del siglo pasado. Alabemos al Señor por estos valientes testigos y, por su intercesión, supliquémosle que libere al mundo del flagelo de la guerra.
Deseo dirigir una oración al Señor por las víctimas de la avalancha que se ha llevado por delante a todo un pueblo de Guatemala, así como por las de los aluviones de Francia, en la Costa Azul. Nos sentimos cercanos a los pueblos duramente afectados, también con la solidaridad concreta.
Os agradezco a todos los que habéis venido de Roma, de Italia y de tantas partes del mundo. En el día de san Francisco de Asís, Patrono de Italia, saludo con particular cariño a los peregrinos italianos. A todos os deseo un feliz domingo. Y, por favor, no os olvidéis de rezar por mí.
Domingo, 4 de octubre de 2015
Fuente: vatican.va.
Traducción de Luis Montoya.
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