En la ONU han escuchado, desde hace muchos años, casi desde el comienzo de su actuación, palabras semejantes a las de Papa Francisco
Quizá algún lector se podría preguntar el porqué de esta pregunta. La repuesta es fácil. Al leer despacio las palabras del papa Francisco en las Naciones Unidas, me ha venido enseguida a la cabeza. ¿Qué han entendido de todo lo que han oído? ¿Con qué espíritu han acogido las sugerencias, las recomendaciones, los consejos que el Papa ha querido enviarles?
Después de reconocer la gran misión de las Naciones Unidas de defender en todo el mundo los derechos de las personas, de las familias −ya comentaré estos detalles en otro artículo− el papa Francisco al hablar de la necesidad de defender el ambiente para que el hombre pueda vivir en condiciones humanas, les ha recordado:
«Por eso, la defensa del ambiente y la lucha contra la exclusión exigen el reconocimiento de una ley moral inscrita en la propia naturaleza humana, que comprende la distinción natural entre hombre y mujer, y el absoluto respeto de la vida en todas sus etapas y dimensiones».
¿Qué han entendido los representantes de las naciones al oír esa frase en la boca del Papa?
En las Naciones Unidas han escuchado palabras semejantes desde hace muchos años, casi desde el comienzo de su actuación. Recojo sólo unos ejemplos.
Pablo VI, el primer papa que habló ante ese Organismo el 4 de octubre de 1965, hace prácticamente 50 años, al terminar el discurso les dijo:
«En una palabra: el edificio de la civilización moderna debe levantarse sobre principios espirituales, los únicos capaces no sólo de sostenerlo, sino también de iluminarlo. Y esos indispensables principios de sabiduría superior no pueden descansar −así lo creemos firmemente, como sabéis− más que en la fe en Dios. ¿El Dios desconocido de que hablaba San Pablo a los atenienses en el Areópago? ¿Desconocido de aquellos que, sin embargo, sin sospecharlo, le buscaban y le tenían cerca, como ocurre a tantos hombres en nuestro siglo? Para nosotros, en todo caso, y para todos aquellos que aceptan la inefable revelación que Cristo nos ha hecho de sí mismo, es el Dios vivo, el Padre de todos los hombres».
Después de Pablo VI, Juan Pablo II al agradecer la invitación recibida para hablar en esa sede, les dijo el 2 de octubre de 1979:
«Este es el motivo verdadero, el motivo esencial de mi presencia entre ustedes (…). Tiene ciertamente un significado relevante el que, entre los Representantes de los Estados, cuya razón de ser es la soberanía de los poderes ligados al territorio y a la población, se encuentre hoy también el Representante de la Sede Apostólica y de la Iglesia católica. Esta Iglesia es la de Jesucristo que ante el tribunal del juez romano Pilato, declaró ser rey, pero de un reino que no es de este mundo (cf. Jn 18, 36-37). Interrogado luego sobre la razón de ser de su reino entre los hombres, Él explicó: “Yo para esto he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad” (Jn 18, 37). Encontrándome, pues, ante los Representantes de los Estados, deseo (…) congratularme de modo particular, porque la invitación a dar la palabra al Papa en vuestra Asamblea demuestra que la Organización de las Naciones Unidas acepta y respeta la dimensión religioso-moral de los problemas humanos, de los cuales la Iglesia se ocupa, en virtud del mensaje de verdad y de amor que debe llevar al mundo».
De forma, y con palabras más explícitas, al hablarles sobre la libertad −medida de la dignidad y de la grandeza del hombre− señaló:
«La libertad no es simplemente ausencia de tiranía o de opresión, ni es licencia para hacer todo lo que se quiera. La libertad posee una “lógica” interna que la cualifica y la ennoblece: está ordenada a la verdad y se realiza en la búsqueda y en el cumplimiento de la verdad. Separada de la verdad de la persona humana, la libertad decae en la vida individual en libertinaje y en la vida política, en la arbitrariedad de los más fuertes y en la arrogancia del poder. Por eso, lejos de ser una limitación o amenaza a la libertad, la referencia a la verdad sobre el hombre, −verdad que puede ser conocida universalmente gracias a la ley moral inscrita en el corazón de cada uno− es, en realidad, la garantía del futuro de la libertad».
Una vez más, el 18 de abril de 2008, los entonces representantes de los países miembros de las Naciones Unidas, oyeron estas palabras del papa Benedicto XVI:
«Los derechos humanos son presentados cada vez más como el lenguaje común y el sustrato ético de las relaciones internacionales (…) Sin embargo, es evidente que los derechos reconocidos y enunciados en la Declaración se aplican a cada uno en virtud del origen común de la persona, la cual sigue siendo el punto más alto del designio creador de Dios para el mundo y la historia. Estos derechos se basan en la ley natural inscrita en el corazón del hombre y presente en las diferentes culturas y civilizaciones».
Me vuelvo a preguntar, ¿Qué han entendido estos y aquellos representantes al oír hablar de la ley natural, de la ley moral, cuando desde la sede de las Naciones Unidas han surgido, entre tantas buenas iniciativas, no pocos intentos de pretender imponer en todo el mundo un “derecho” basado en una “mayoría” de votos, que comporta tantas indicaciones contra la familia, contra el concebido no nacido, contra la libertad del hombre?
Hoy se habla todavía mucho de la “secularización” de la sociedad y de la cultura. Me parece que convendría comenzar ya a hablar de “des-culturalización” de la sociedad occidental, y comenzaré enseguida a hacerlo, a propósito de otras sugerencias y consejos que el Papa Francisco ha dejado en New York.
Ernesto Juliá Díaz, en religionconfidencial.com.
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