El hombre necesita amar y sentirse vinculado a lo que hace; en esta necesidad de ligazón o vínculo se resume el sentido de nuestra vida, presente y futura
«El hombre ha nacido para el trabajo, como el ave para volar», escribía Pío XI en su encíclica Quadragesimo Anno. Es una frase sabia y hermosa que no atribuye un sentido instrumental, sino constitutivo de nuestra naturaleza humana, al trabajo: del mismo modo que el ave no vuela para conseguir alimento, o para huir de sus enemigos, o para emigrar a zonas más cálidas cuando llega el invierno, sino para ser ave (aunque a través del vuelo pueda, desde luego, realizar todas esas acciones que le permiten seguir existiendo como tal), el hombre no trabaja para satisfacer sus necesidades básicas, ni para allegar ahorros, ni para prosperar socialmente (aunque sea legítimo que a través de su trabajo alcance tales logros), sino para ser hombre, para reconocerse como tal, para alcanzar la realización plena de su humanidad, su perfeccionamiento personal.
Esta consideración del trabajo como la actividad más específicamente humana, derivada de la dignidad de la persona y de su condición social, se fue difuminando a través de la historia, primero con la introducción del trabajo asalariado, después con la supeditación del trabajo al capital propugnada por el economicismo materialista, que convertía el trabajo en una especie de mercancía o instrumento al servicio de la producción, en una inversión completa del orden natural.
Así, poco a poco, el trabajo desnaturalizado dejó de ser algo constitutivo de nuestra humanidad, para reducirse a la condición de medio para alcanzar otros fines secundarios; y, desnaturalizado por completo, lo hallamos en nuestra época, en la que todos los 'ajustes' y 'reformas' propugnados por la doctrina económica en boga postulan que el trabajo debe supeditarse a la consecución del lucro, objetivo que ampara la imposición de legislaciones laborales que desprotegen y debilitan progresivamente al trabajador, legislaciones que ya no respetan el bien común, ni la justicia social, ni aun la misma dignidad de la persona.
Así, repercutiendo todos los 'ajustes' y 'reformas' sobre el trabajo, piensan los 'reyes de la tierra' que podrán detener el colapso de la economía. ¡Pobres ilusos! Incurren en un error desquiciado, tan desquiciado como creer que los boquetes que afloran en el tejado de una casa pueden repararse excavando sus cimientos y empleando la tierra sobre la que se asientan sus pilares para fabricar tejas; y en tal error subyace una concepción antropológica aciaga, puramente mecanicista, en la que el hombre queda reducido a la mera condición de máquina, cuyo rendimiento se puede mantener inalterado, apretando tal o cual tuerca o engrasando tal o cual engranaje.
Pero todo 'ajuste' o 'reforma' que se funda en la desnaturalización del trabajo está condenado irremisiblemente al fracaso, más pronto que tarde; porque una vez que el trabajo deja de ser una actividad constitutiva de nuestra naturaleza, para degenerar en actividad odiosa que niega nuestra naturaleza, en condena que acatamos con el exclusivo fin de subvenir nuestras necesidades (cada vez peor subvenidas, por cierto), el hombre deja de reconocerse como tal en su trabajo; y la aversión hacia ese trabajo que le resulta cada vez más y más abominable (y que siente como una abolición de su propia humanidad) la manifiesta con un desapego creciente hacia la empresa para la que trabaja. Y toda empresa en la que participan personas que no la sienten como propia es una empresa condenada al fracaso.
El hombre necesita amar y sentirse vinculado a lo que hace; en esta necesidad de ligazón o vínculo se resume el sentido de nuestra vida, presente y futura. Nada existe en el mundo de forma aislada o independiente: necesitamos ligarnos a otras personas, necesitamos vivir unos por otros y para otros; y necesitamos ligarnos al trabajo que sale de nuestras manos, porque así encontramos la comunión que restablece la armonía de lo creado.
Cuando dejamos de mirar con orgullo y sereno amor el trabajo que sale de nuestras manos, cuando el trabajo deja de ser el vuelo a través del cual expresamos nuestra humanidad y se convierte en una cárcel cada vez más angustiosa, cada vez más aniquiladora de nuestra creatividad, cada vez peor remunerada y más exclusivamente enfocada a la mera supervivencia, se produce una quiebra muy profunda, una herida irrestañable en nuestro ser; y esa herida mata, a corto, medio y largo plazo toda posibilidad de recuperación económica, porque el hombre es fundamento, causa y fin de todas las instituciones sociales. Y un orden económico que desnaturaliza el trabajo está negando al hombre; está, en fin, condenado a perecer, aplastando entre sus ruinas a los únicos que podrían haberlo salvado.