Por supuesto que la gente que ha dado un paso al frente para ayudarles sabía que no era su culpa, pero se sentían solidarios, que es una forma de responsabilidad que no se basa en nuestras acciones…
Leí hace unos días un cuento breve, pero no lo guardé ni recuerdo donde lo leí. Pido perdón, porque ahora tendré que hablar de oídas (o de leídas, ¿no?). Hacía un paralelismo entre la tragedia de los refugiados e inmigrantes y la parábola del buen samaritano del Evangelio: ya saben, aquel que iba de camino y se encontró una persona robada, herida y abandonada medio muerta. Habían pasado algunos y no le habían atendido, hasta que llegó un extranjero, un samaritano, y se volcó con él.
La historieta cuenta de una familia que va en coche a pasar un buen fin de semana, y se encuentran con un coche accidentado y su conductor medio muerto. La madre reacciona: vamos a ayudarle. El padre la detiene, y el hijo y la hija que van también en el coche se apuntan a sus argumentos: no es nuestra culpa; llamemos a los servicios de asistencia; tenemos cosas que hacer; nuestro primer deber es para con los parientes que nos esperan… Mientras ellos discuten, llega un ciclista, se apea, se acerca al accidentado y corre al coche a pedir ayuda que, claro, le niegan. Se marchan: ya se cuidará el ciclista; en definitiva, no pasa nada si llena la bicicleta de sangre, pero, claro, nuestro coche… no, eso no.
¿Soy yo responsable de los refugiados? No, claro: yo no he declarado la guerra en su país, ni les he invitado a echarse a la aventura de cruzar el Mediterráneo. No tengo medios para atenderlos. Y, claro, atenderlos es un engorro: no hablan mi lengua, no sé cuánto tiempo se quedarán, vienen con toda su familia, no sé si me puedo fiar de ellos…
Por supuesto que la gente que ha dado un paso al frente para ayudarles sabía que no era su culpa, pero se sentían, de algún modo, responsables. O mejor, solidarios, que es una forma de responsabilidad que no se basa en nuestras acciones u omisiones, sino en nuestra humanidad o, mejor, nuestra fraternidad. O, mejor aún, nuestro amor.
El ejemplo del samaritano es excelente. Le atiende sobre la marcha con lo que tiene: le venda las heridas. Pone los medios para que salga de su situación: le lleva al pueblo más próximo, al mesón. Claro que su borrico se cansa, y él tiene que ir caminando, pero lo lleva. Y le cuida aquel día: esto es lo más urgente que tiene que hacer. Pero tiene otros deberes, que le obligan a seguir su camino. Por eso dice el Evangelio que, al día siguiente, llama al mesonero y le dice: toma dinero, cuida de él y, si gastas más, a mi vuelta te lo daré. Al final, tiene que recurrir a los servicios especializados, en este caso, de un pequeño empresario privado, que tiene un mesón con el que se gana la vida, y que toma sobre sus espaldas la carga de ayudar a aquella persona, de cuyas heridas tampoco es responsable y con la que no le une ningún lazo, fuera del contrato con el que le trajo al accidentado. Contrato con el que se ganaba la vida y obtenía un beneficio.
Ya se ve que la solidaridad no está reñida con la buena gestión empresarial, ni con ganar dinero, ni con atender a las obligaciones propias.
Conmovedora la avalancha de manifestaciones de apoyo a los refugiados políticos e inmigrantes en estos últimos días. Todavía queda humanidad en este planeta. Solo que…
Solo que no estoy seguro de si todas esas personas se sienten verdaderamente responsables de lo que está pasando. Leo demasiadas denuncias de la insensibilidad, la pasividad o la comodidad de los políticos, y no veo tantas acciones (hay muchas, desde luego) de auténtica solidaridad.
¿Quizás es que, como decía el poeta polaco Stanislaw Jerzy Lec, “en una avalancha, ningún copo de nieve se siente responsable”?