El Santo Padre continúa reivindicando el papel prioritario de la familia, durante la Audiencia general de hoy
Queridos hermanos y hermanas:
Hoy abordamos el tema de la familia como transmisora de la fe. Tanto en sus palabras como en sus signos, el Señor pone con frecuencia los lazos familiares como ejemplo de nuestra relación con Dios. La sabiduría encerrada en esos afectos familiares, que ni se compran ni se venden, es el mejor legado del espíritu familiar y Dios se revela −quiere revelarse!− a través de este lenguaje.
Por otro lado, la fe y el amor de Dios purifican los afectos familiares del egoísmo y los protegen del degrado. Los abre a un nuevo horizonte que nos hace capaces de ver más allá, de ver a todos los hombres como una sola familia. De ese modo, quien hace la voluntad de Dios y vive en su amor, es capaz de ver a Jesús en el otro y de ser para él un verdadero hermano.
Queridos hermanos, llevar este estilo familiar a todas las relaciones humanas nos hará capaces de cosas impensables, sería una bendición para todos los pueblos y un signo de esperanza sobre la tierra. Se da ahí una comunicación del misterio de Dios más profunda e incisiva que mil tratados de teología.
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España y Latinoamérica. Que el Señor nos ayude a que las familias sean fermento evangelizador de la sociedad, ese vino bueno que lleve la alegría del Evangelio a todas las gentes. Muchas gracias.
En este último tramo de nuestro camino de catequesis sobre la familia, abrimos la mirada al modo en que ésta vive la responsabilidad de comunicar la fe, de trasmitir la fe, tanto dentro como fuera.
En un primer momento, nos pueden venir a la mente algunas expresiones evangélicas que parecen oponer los lazos de la familia con el seguir a Jesús. Por ejemplo, aquellas palabras fuertes que todos conocemos y hemos escuchado: Quien ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; quien ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí; quien no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí (Mt 10,37-38).
Naturalmente, con esto Jesús no quiere eliminar el cuarto mandamiento, que es el primer gran mandamiento hacia las personas. Los primeros tres son con relación a Dios; este con relación a las personas. Y tampoco podemos pensar que el Señor, tras haber realizado el milagro para los esposos de Caná, después de haber consagrado el vínculo conyugal entre el hombre y la mujer, y haber restituido hijos e hijas a la vida familiar, ¡nos pida ser insensibles a estos lazos! Esa no es la explicación. Al contrario, cuando Jesús afirma el primado de la fe en Dios, no encuentra una comparación más significativa que los afectos familiares.
Y, por otra parte, esos mismos vínculos familiares, dentro de la experiencia de la fe y del amor de Dios, se transforman, se “llenan” de un sentido más grande y se vuelven capaces de ir más allá de sí mismos, para crear una paternidad y una maternidad más amplias, y para acoger como hermanos y hermanas incluso a los que están a los márgenes de todo vínculo. Un día, a quien le dijo que fuera estaban su madre y sus hermanos que lo buscaban, Jesús respondió, señalando a sus discípulos: ¡Estos son mi madre y mis hermanos! Porque quien hace la voluntad de Dios, ese es mi hermano, y mi hermana y mi madre (Mc 3,34-35).
La sabiduría de los afectos que no se compran ni se venden es la dote mejor del genio familiar. Precisamente en familia aprendemos a crecer en esa atmósfera de sabiduría de los afectos. Su “gramática” se aprende ahí, si no es muy difícil aprenderla. Y ese es precisamente el lenguaje a través del cual Dios se hace comprender por todos.
La invitación a poner los vínculos familiares en el ámbito de la obediencia de la fe y de la alianza con el Señor no los mortifica; al contrario, los protege, los desvincula del egoísmo, los custodia del degrado, los lleva a salvo por la vida que no muere. La circulación de un estilo familiar en las relaciones humanas es una bendición para los pueblos: devuelve la esperanza a la tierra. Cuando los afectos familiares se dejan convertir al testimonio del Evangelio, se vuelven capaces de cosas impensables, que hacen tocar con la mano las obras de Dios, esas obras que Dios realiza en la historia, como las que Jesús hizo por los hombres, las mujeres y los niños que encontró.
Una sola sonrisa milagrosamente arrancada a la desesperación de un niño abandonado, que vuelve a vivir, nos explica el obrar de Dios en el mundo más que mil tratados teológicos. Un solo hombre y una sola mujer, capaces de arriesgarse y de sacrificarse por un hijo de otros, y no solo por el suyo, nos explican cosas del amor que muchos científicos no comprenderán jamás. Y donde hay esos afectos familiares, nacen esos gestos del corazón que son más elocuentes que las palabras. El gesto del amor. Esto hace pensar.
La familia que responde a la llamada de Jesús entrega el gobierno del mundo a la alianza del hombre y de la mujer con Dios. Pensad en el desarrollo de este testimonio, hoy. Imaginemos que el timón de la historia (de la sociedad, de la economía, de la política) sea entregado −¡por fin!− a la alianza del hombre y de la mujer, para que lo gobiernen con la mirada dirigida a la generación que viene. ¡Los temas de la tierra y de la casa, de la economía y del trabajo, tocarían una música muy distinta!
Si diéramos protagonismo −empezando por la Iglesia− a la familia que escucha la palabra de Dios y la pone en práctica, seríamos como el vino bueno de las bodas de Caná, ¡fermentaríamos como la levadura de Dios!
La alianza de la familia con Dios está llamada hoy a contrastar la desertificación comunitaria de la ciudad moderna. Porque nuestras ciudades se han secado por falta de amor, por falta de sonrisa. Muchas diversiones, tantas cosas para perder el tiempo, para hacer reír, ¡pero falta el amor! La sonrisa de una familia es capaz de vencer la desertificación de nuestras ciudades. Y esa es la victoria del amor de la familia. Ninguna ingeniería económica ni política es capaz de sustituir esa aportación de las familias. El proyecto de Babel edifica rascacielos sin vida. El Espíritu de Dios, en cambio, hace florecer los desiertos (cfr. Is 32,15). Debemos salir de las torres y de las cámaras blindadas de las élites, para frecuentar de nuevo las casas y los espacios abiertos de las multitudes, abiertos al amor de la familia.
La comunión de los carismas −los dados al Sacramento del matrimonio y los concedidos a la consagración por el Reino de Dios− está destinada a trasformar la Iglesia en un lugar plenamente familiar para el encuentro con Dios. Sigamos adelante por este camino, no perdamos la esperanza. Donde hay una familia con amor, esa familia es capaz de caldear el corazón de toda una ciudad con su testimonio de amor.
Rezad por mí, recemos los unos por los otros, para que seamos capaces de reconocer y mantener las visitas de Dios. El Espíritu traerá alegre revuelo en las familias cristianas, ¡y la ciudad del hombre saldrá de la depresión!
Llamamiento
En estos días también en Extremo Oriente se recuerda la conclusión de la Segunda Guerra Mundial. Renuevo mi ferviente oración al Señor de todos para que, por intercesión de la Virgen María, el mundo de hoy no vuelva a experimentar los horrores y los horribles sufrimientos de semejantes tragedias −¡y las experimenta! Este es también el permanente anhelo de los pueblos, en particular de aquellos que son víctimas de los diferentes conflictos sanguinarios en curso. Las minorías perseguidas, los cristianos perseguidos, la locura de la destrucción, y luego los que fabrican y trafican con armas, armas ensangrentadas, armas mojadas por sangre de tantos inocentes. ¡Nunca más la guerra! Es el grito encendido que de nuestros corazones y de los corazones de todos los hombres y mujeres de buena voluntad sube al Príncipe de la paz.
Fuente: vatican.va / romereports.com.
Traducción de Luis Montoya.
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