En la Audiencia general (la número 100 de su pontificado), el Santo Padre ha explicado que es en la familia donde se aprende a orar y a pedir el don del Espíritu Santo
Queridos hermanos y hermanas:
Hoy nos detenemos a reflexionar sobre la oración en familia. El espíritu de la oración se fundamenta en el gran mandamiento: «amaras al Señor, tu Dios, con todo el corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas». La oración se alimenta del afecto por Dios. Un corazón lleno de amor a Dios sabe transformar en oración un pensamiento sin palabras, una invocación delante de una imagen sagrada, o un beso hacia la Iglesia.
A pesar de lo complicado que es el tiempo en la familia, siempre ocupado, con mil cosas que hacer, la oración nos permite encontrar la paz para las cosas necesarias, y descubrir el gozo de los dones inesperados del Señor, la belleza de la fiesta y la serenidad del trabajo. La oración brota de la escucha de Jesús, de la lectura y familiaridad con la Palabra de Dios.
Preguntémonos: ¿Tenemos en casa el Evangelio? ¿Encontramos un momento para leerlo juntos? ¿Lo meditamos recitando el Rosario? El Evangelio leído y reflexionado en familia es como un pan bueno que nutre el corazón de todos. Y por la mañana y por la tarde, cuando nos sentemos a la mesa, digamos juntos una oración con sencillez.
Tras haber reflexionado cómo la familia vive los tiempos de fiesta y de trabajo, consideremos ahora el tiempo de oración. La queja más frecuente de los cristianos se refiere precisamente al tiempo: “Tendría que rezar más...; quiero hacerlo, pero a menudo me falta tiempo”. Lo escuchamos continuamente. El disgusto es sincero, ciertamente, porque el corazón humano busca siempre la oración, incluso sin saberlo; y si no la encuentra no tiene paz. Pero para encontrarlo hay que cultivar en el corazón un amor “cálido” por Dios, un amor afectivo.
Podemos hacernos una pregunta muy sencilla. Es bueno creer en Dios con todo el corazón; es bueno esperar que nos ayude en las dificultades; y es bueno sentir el deber de agradecérselo. Todo eso es bueno. Pero, ¿queremos también un poquito al Señor? ¿El pensamiento de Dios nos conmueve, nos asombra, nos enternece?
Pensemos en la fórmula del gran mandamiento, que sostiene todos los demás: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas» (Dt 6,5; cfr. Mt 22,37). La fórmula usa el lenguaje intensivo del amor, derramándolo en Dios. El espíritu de oración habita ante todo aquí. Y si vive aquí, lo hace todo el tiempo y no se va nunca. ¿Conseguimos pensar en Dios como caricia que nos mantiene en vida, antes de la cual no hay nada? ¿Una caricia de la que nada, ni siquiera la muerte, nos puede separar? ¿O pensamos en Él solo como el gran Ser, el Omnipotente que lo ha hecho todo, el Juez que controla toda acción? Todo eso es verdad, naturalmente. Pero solo cuando Dios es el afecto de todos nuestros afectos, el significado de estas palabras se vuelve pleno. Entonces nos sentimos felices, y hasta un poco confusos, porque Él piensa en nosotros y sobre todo ¡nos ama! ¿No es esto impresionante? ¿No es impresionante que Dios nos acaricie con amor de padre? ¡Qué bonito! Podía simplemente hacerse reconocer como el Ser supremo, dar sus mandamientos y esperar los resultados. En cambio, Dios ha hecho y hace infinitamente más que eso. ¡Nos acompaña en el camino de la vida, nos protege, nos ama!
Si el cariño a Dios no enciende el fuego, el espíritu de oración no calienta el tiempo. Podemos multiplicar nuestras palabras, “como hacen los paganos”, dice Jesús; o incluso mostrar nuestros ritos, “como hacen los fariseos” (cfr. Mt 6,5.7). Un corazón habitado por el cariño a Dios convierte en oración hasta un pensamiento sin palabras, o una invocación ante una imagen sagrada, o un beso que “tiramos” hacia la iglesia. Es bonito cuando las madres enseñan a sus hijos pequeños a “tirar” un beso a Jesús o a la Virgen. ¡Cuánta ternura hay en eso! En ese momento el corazón de los niños se trasforma en lugar de oración. Y es un don del Espíritu Santo. ¡No olvidemos nunca pedir ese don para cada uno de nosotros! Porque el Espíritu de Dios tiene su modo especial de decir en nuestros corazones “Abbà”, “Padre”, nos enseña a decir Padre precisamente como lo decía Jesús, de un modo que nunca podríamos encontrar solos (cfr. Gal 4,6). Ese don del Espíritu se aprende a pedirlo y a preciarlo en familia. Si lo aprendes con la misma espontaneidad con la que aprendes a decir papá y mamá, lo aprendes para siempre. Cuando esto sucede, el tiempo de toda la vida familiar queda envuelto en el seno del amor de Dios, y busca espontáneamente el tiempo de oración.
El tiempo de la familia, lo sabemos bien, es un tiempo complicado y lleno, ocupado y preocupado. Siempre es poco, nunca es suficiente: ¡hay tantas cosas que hacer! Quien tiene una familia aprende en seguida a resolver una ecuación que ni los grandes matemáticos saben resolver: ¡en 24 horas consiguen el doble! Hay madres y padres que podrían ganar el Nobel: ¡de 24 horas hacen 48! No sé cómo lo hacen, ¡pero se mueven y lo hacen! ¡Hay tanto trabajo en la familia!
El espíritu de oración devuelve el tiempo a Dios, sale de la obsesión de una vida a la que siempre la falta tiempo, encuentra la paz de las cosas necesarias, y descubre la alegría de dones inesperados. Buenas maestras de esto son las dos hermanas Marta y María, de las que habla el Evangelio que hemos escuchado; aprenden de Dios la armonía de los ritmos familiares: la belleza de la fiesta, la serenidad del trabajo, el espíritu de la oración (cfr. Lc 10,38-42). La visita de Jesús, al que querían mucho, era su fiesta. Un día, sin embargo, Marta aprendió que el trabajo de la hospitalidad, aunque importante, no lo es todo, sino que escuchar al Señor, como hacía María, era lo verdaderamente esencial, la “mejor parte” del tiempo.
La oración surge de la escucha de Jesús, de la lectura del Evangelio. No olvidéis leer todos los días un pasaje del Evangelio. La oración surge de la confidencia con la Palabra de Dios. ¿Existe esa confidencia en nuestra familia? ¿Tenemos en casa el Evangelio? ¿Lo abrimos alguna vez para leerlo juntos? ¿Lo meditamos rezando el Rosario? El Evangelio leído y meditado en familia es como un pan bueno que nutre el corazón de todos. Por la mañana y por la noche, y al sentarnos a la mesa, aprendamos a decir juntos una oración, con sencillez: es Jesús que viene a nosotros, como iba a la familia de Marta, María y Lázaro.
Una cosa que me preocupa y que he visto por ahí: ¡hay niños que no han aprendido a hacer la señal de la cruz! Mamá, papá: enseñad al niño a rezar, a hacer la señal de la cruz: es una bonita tarea de las madres y padres.
En la oración de la familia, en sus momentos fuertes y en sus pasajes difíciles, confiemos los unos en los otros, para que cada uno de nosotros en familia sea protegido por el amor de Dios.
Invitación a la primera Jornada mundial de oración por el cuidado de la creación (1 de septiembre)
El martes que viene, 1 de septiembre, se celebrará la Jornada mundial de oración por el cuidado de la creación. En comunión de oración con nuestros hermanos ortodoxos y con todas las personas de buena voluntad, queremos ofrecer nuestra contribución para superar la crisis ecológica que la humanidad está viviendo. En todo el mundo, las diferentes realidades eclesiales locales han programado oportunas iniciativas de oración y de reflexión, para hacer de dicha Jornada un momento fuerte también en vista de la toma de estilos de vida coherentes.
Con obispos, sacerdotes, personas consagradas y fieles laicos de la Curia romana, nos encontraremos en la Basílica de San Pedro a las 17 para la Liturgia de la Palabra, a la que desde ahora invito a participar a los romanos, peregrinos y a cuantos lo deseen.
Fuente: romereports.com. / vatican.va.
Traducción de Luis Montoya.
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