Pretender alterar el plan divino, inscrito en la misma naturaleza del hombre, lleva consigo numerosas consecuencias negativas
“En el contexto de una cultura que deforma gravemente o incluso pierde el verdadero significado de la sexualidad humana, porque la desarraiga de su referencia a la persona, la Iglesia siente más urgente e insustituible su misión de presentar la sexualidad como valor y función de toda la persona creada, varón y mujer, a imagen de Dios” (San Juan Pablo II, Exhort. Apost. Familiaris consortio, n. 32).
Los rasgos fundamentales de la persona humana y de su orientación al amor y a la vida no son un simple dato cultural, dependiente de consideraciones subjetivas individuales y de un consenso social más o menos difundido. “En esta perspectiva el Concilio Vaticano II afirmó claramente que «cuando se trata de conjugar el amor conyugal con la responsable transmisión de la vida, la índole moral de la conducta no depende solamente de la sincera intención y apreciación de los motivos, sino que debe determinarse con criterios objetivos, tomados de la naturaleza de la persona y de sus actos, criterios que mantienen íntegro el sentido de la mutua entrega y de la humana procreación, entretejidos con el amor verdadero; esto es imposible sin cultivar sinceramente la virtud de la castidad conyugal»” (idem).
En esta línea están las consideraciones profundas y proféticas del Magisterio de la Iglesia, no formuladas para conseguir el aplauso de la opinión pública, sino como un servicio al hombre y a su dignidad. “Es precisamente partiendo de la «visión integral del hombre y de su vocación, no sólo natural y terrena sino también sobrenatural y eterna», por lo que Pablo VI afirmó que la doctrina de la Iglesia «está fundada sobre la inseparable conexión que Dios ha querido y que el hombre no puede romper por propia iniciativa, entre los dos significados del acto conyugal: el significado unitivo y el significado procreador». Y concluyó recalcando que hay que excluir, como intrínsecamente deshonesta, «toda acción que, o en previsión del acto conyugal, o en su realización, o en el desarrollo de sus consecuencias naturales, se proponga, como fin o como medio, hacer imposible la procreación»” (idem).
Pretender alterar el plan divino, inscrito en la misma naturaleza del hombre, lleva consigo numerosas consecuencias negativas. “Cuando los esposos, mediante el recurso al anticoncepcionismo, separan estos dos significados que Dios Creador ha inscrito en el ser del hombre y de la mujer y en el dinamismo de su comunión sexual, se comportan como «árbitros» del designio divino y «manipulan» y envilecen la sexualidad humana, y con ella la propia persona del cónyuge, alterando su valor de donación «total». Así, al lenguaje natural que expresa la recíproca donación total de los esposos, el anticoncepcionismo impone un lenguaje objetivamente contradictorio, es decir, el de no darse al otro totalmente: se produce, no sólo el rechazo positivo de la apertura a la vida, sino también una falsificación de la verdad interior del amor conyugal, llamado a entregarse en plenitud personal” (idem).
Tener en cuenta la integración del amor conyugal con la apertura a la nueva vida es siempre un enriquecimiento. “Cuando los esposos, mediante el recurso a períodos de infecundidad, respetan la conexión inseparable de los significados unitivo y procreador de la sexualidad humana, se comportan como «ministros» del designio de Dios y «se sirven» de la sexualidad según el dinamismo original de la donación «total», sin manipulaciones ni alteraciones. A la luz de la misma experiencia de tantas parejas de esposos y de los datos de las diversas ciencias humanas, la reflexión teológica puede captar y está llamada a profundizar la diferencia antropológica y al mismo tiempo moral, que existe entre el anticoncepcionismo y el recurso a los ritmos temporales” (idem).
“La Iglesia es ciertamente consciente también de los múltiples y complejos problemas que hoy, en muchos países, afectan a los esposos en su cometido de transmitir responsablemente la vida. Conoce también el grave problema del incremento demográfico como se plantea en diversas partes de mundo, con las implicaciones morales que comporta” (idem, n.31). Pero ello no implica ceder ante una mentalidad antinatalista. Es preciso “iluminar cada vez mejor los fundamentos bíblicos, las motivaciones éticas y las razones personalistas de esta doctrina. Así será posible, en el contexto de una exposición orgánica, hacer que la doctrina de la Iglesia en este importante capítulo sea verdaderamente accesible a todos los hombres de buena voluntad, facilitando su comprensión cada vez más luminosa y profunda; de este modo el plan divino podrá ser realizado cada vez más plenamente, para la salvación del hombre y gloria del Creador” (idem).