Francisco ha insistido en elementos centrales de ese gran criterio humano y cristiano, capaz de sanar graves dolencias derivadas del relativismo y el individualismo
Muchas y variadas pueden ser las glosas al intenso viaje pastoral del papaFrancisco por Ecuador, Bolivia y Paraguay. Mientras leía los textos de sus intervenciones, sobre temas muy diversos, he tenido la sensación de redescubrir el concepto clásico del bien común. Me venían una y otra vez a la cabeza dos de los elementos de la definición de ley en santo Tomás de Aquino: ordinatio rationis, ad bonum commune. Y pensaba en los males que ha traído al mundo la sustitución en las ciencias jurídicas de la primacía de la razón por la de la voluntad (el poder): lleva casi necesariamente a sortear por obsoleto ese concepto de bien común, repetido en la doctrina social de la Iglesia, y ampliamente utilizado por el papa en su última encíclica sobre el cuidado de la tierra, nuestra casa común.
Se confirma la tesis de algunos filósofos españoles, como Jesús Ballesteros, acerca de la positiva incidencia que tendría el pensamiento ecológico en la renovación de criterios clásicos de la filosofía moral y política.
Ahora, en América, Francisco ha insistido en elementos centrales de ese gran criterio humano y cristiano, capaz de sanar graves dolencias derivadas del relativismo y el individualismo, dos caras de la misma moneda: Benedicto XVI, más intelectual, insistió en el primero; el papa actual, más práctico, reitera el segundo, para superar la civilización del descarte.
Una vez más, el romano pontífice revive las enseñanzas del Concilio Vaticano II, que expresamente citó Francisco ante las autoridades civiles de Bolivia. Concretamente, en Gaudium et Spes 26 se lee: “La interdependencia, cada vez más estrecha, y su progresiva universalización hacen que el bien común −esto es, el conjunto de condiciones de la vida social que hacen posible a las asociaciones y a cada uno de sus miembros el logro más pleno y más fácil de la propia perfección− se universalice cada vez más, e implique por ello derechos y obligaciones que miran a todo el género humano. Todo grupo social debe tener en cuenta las necesidades y las legítimas aspiraciones de los demás grupos; más aún, debe tener muy en cuenta el bien común de toda la familia humana”.
Esa globalización no puede ser impuesta. Presupone la auténtica independencia de los pueblos, frente a viejos y nuevos colonialismos. De ahí la importancia que concede Francisco a la memoria histórica: “un pueblo que olvida su pasado, su historia, sus raíces, no tiene futuro”. Ciertamente, esa memoria, “asentada firmemente sobre la justicia, alejada de sentimientos de venganza y de odio, transforma el pasado en fuente de inspiración para construir un futuro de convivencia y armonía, haciéndonos conscientes de la tragedia y la sinrazón de la guerra”.
Las armas deben dejar paso al diálogo: “En todos los ámbitos de la sociedad, pero especialmente en la actividad pública, se ha de potenciar el diálogo como medio privilegiado para favorecer el bien común, sobre la base de la cultura del encuentro, del respeto y del reconocimiento de las legítimas diferencias y opiniones de los demás”. En esa construcción del bien común, “los pobres y necesitados han de ocupar un lugar prioritario”. Es como “la prueba del nueve” de los modelos de auténtico desarrollo económico: “la dignidad integral de la persona, especialmente de la persona más vulnerable e indefensa”.
Como no podía ser de otro modo, estas ideas estuvieron particularmente presentes en el discurso del papa en Bolivia durante el encuentro de los Movimientos Populares: “La Biblia nos recuerda que Dios escucha el clamor de su pueblo y quisiera yo también volver a unir mi voz a la de ustedes: las famosas tres 't', tierra, techo y trabajo para todos nuestros hermanos y hermanas. Lo dije y lo repito: son derechos sagrados. Vale la pena, vale la pena luchar por ellos. Que el clamor de los excluidos se escuche en América Latina y en toda la tierra”.
En definitiva, siempre en términos positivos y alentadores, es preciso “un cambio que toque al mundo entero porque hoy la interdependencia planetaria requiere respuestas globales a los problemas locales. La globalización de la esperanza, que nace de los Pueblos y crece entre los pobres, debe sustituir esta globalización de la exclusión y de la indiferencia”. Ese cambio deseado liberará a todos de “esa tristeza individualista que esclaviza”. Porque “un cambio de estructuras que no viene acompañado de una sincera conversión de las actitudes y del corazón termina a la larga o a la corta por burocratizarse, corromperse y sucumbir. Hay que cambiar el corazón”. Nada de espiritualismos, porque es la base de la construcción de alternativas prácticas, sin achicarse ante las dificultades.
Lejos de ofrecer recetas −no existen, menos aún en la Jerarquía eclesiástica, repitió el papa− “es imprescindible que, junto a la reivindicación de sus legítimos derechos, los Pueblos y sus organizaciones sociales construyan una alternativa humana a la globalización excluyente. Ustedes son sembradores del cambio. Que Dios les dé coraje, les dé alegría, les dé perseverancia y pasión para seguir sembrando”.