El cuidado que se requiere de los demás y el desvelo que los demás necesitan de mí, exigen una entrega y una atención que no esté condicionada
Mi amigo me comentaba con entusiasmo, muy suyo, las clases que imparte en un máster sobre narrativa creativa, dirigido a publicistas y comunicadores. Me iba desgranando la materia de la asignatura, basada en hitos literarios que han de actualizar. Desfilan Ulises (Homero), Hamlet (Shakespeare), Antígona (Sófocles), etcétera.
En medio, había introducido la lectura de la parábola evangélica del hijo pródigo. Aquél que escurre el bulto, se larga del hogar, se gasta la pasta gansa en juergas (dinero que no era fruto de su trabajo, sino de la dádiva paterna); y luego, apesadumbrado por el hambre canina que comienza a padecer, decide regresar a la casa paterna. Es sincero, reconoce que sólo le mueve su lamentable indigencia en tierra extranjera y el severo estado de desnutrición en que se encuentra.
Al otearlo en lontananza, su padre se abalanza hacia él, le organiza un fiestón por todo lo alto, y le devuelve la dignidad filial, la misma de la que el propio desgraciado se había despojado a sí mismo. Como sabemos, el hijo mayor se indigna y acusa a su padre de favoritismo; le echa en cara que él, que ha estado todo el tiempo a su lado, codo con codo, trabajando en la hacienda familiar, no haya disfrutado siquiera de una pequeña fiesta con sus amigos.
Los alumnos de mi amigo, al oír este dislate paterno y el justo reproche del primogénito, rechinan los dientes. ¿Cómo es posible? Estamos ante una injusticia intolerable. ¡No hay derecho! ¡El muy sinvergüenza! ¡Viene y como si nada! ¡Mientras su hermano se ha desriñonado atendiendo los negocios familiares!
Recientemente, leía en una columna de una afamada periodista, madre, la indignación que le producía imaginar que “si uno de mis dos hijos se dedicara a deshonrar mis principios, dilapidando al mismo tiempo mis ahorros, mientras el otro trabajaba duro en aras de cumplir con su deber, jamás cometería la injusticia de premiar el arrepentimiento del primero por encima del mérito acreditado por su hermano. Eso sería tanto como decir a este último que su esfuerzo resultaba inútil, su rectitud prescindible y su hombría de bien, casi nada”.
No voy a echar más leña al fuego. Pero sí aclarar lo que en general nos perdemos. Es verdad, la justicia ha de llegar. Sin justicia no es posible la convivencia. Pero dicho esto, es necesario apelar a la misericordia: la misericordia es pasar varias estaciones a la justicia.
Tomás de Aquino lo explica afirmando que en la medida en que sobreviene la misericordia, configurada por el apropiado juicio racional, la misericordia se construye como virtud: no es mera pasión, ni un estado emocional. Indica que en la vida de la comunidad resulta fundamental esa sabiduría para la misericordia que va más allá de las obligaciones comunitarias.
Y MacIntyre señala que la misericordia implica ir hacia una necesidad urgente y extrema, sin que importe quién sea la persona. La misericordia es considerar el dolor, la aflicción de otra persona como propia. Hay que discurrir, ante estados de dependencia: yo he podido ser él o ella. El cuidado que se requiere de los demás y el desvelo que los demás necesitan de mí, exigen una entrega y una atención que no esté condicionada. Y esto, lo entendemos todos; y si no, es que hemos perdido la capacidad de humanizarnos. Quizá sea ese el fondo de la cuestión.