Tres experiencias del sufrimiento que un sacerdote, un fraile y una religiosa tuvieron que soportar durante la guerra fratricida de los años noventa en Bosnia
Como sucedió en Albania, el momento crucial del viaje a Sarajevo fue cuando Francisco escuchó los testimonios de los que sufrieron sin odiar. Y la modalidad con la que respondió Francisco contiene una enseñanza que puede ser útil para todos
El momento más intenso del viaje-relámpago de once horas a Sarajevo fue cuando el Papa se reunió con los sacerdotes, religiosos y religiosas en la catedral de la capital de Bosnia-Herzegovina, el pasado sábado 6 de junio. Allí, Bergoglio escuchó tres testimonios. El de don Zvonomir Matijevic, el del franciscano fray Jozo Puskaric y el de sor Ljubica Sekerija: un sacerdote, un fraile y una monja.
Tres experiencias del sufrimiento que estos consagrados tuvieron que soportar durante la guerra fratricida de los años noventa. Y los perseguidores tenían, en dos de estas historias, el rostro de los milicianos serbios, es decir de otros cristianos: una advertencia significativa para no caer en las simplificaciones de los que están acostumbrados a interpretar todo, a menudo siguiendo determinados intereses, en la clave del enfrentamiento entre el cristianismo y el islam. En el caso restante, el de sor Ljubica, se trataba de los milicianos musulmanes (aunque la religiosa precisó que se trataba de guerrilleros “importados”, por lo que no eran bosnios).
Los tres testimonios hablaron con la voz entrecortada por la emoción; a veces la lectura se detenía, como cuando fray Jozo, después de haber descrito la vida en el campo de concentración, dijo al Papa: «Confieso ante usted que una vez deseé morir para poner fin a mi agonía. Me amenazaron con despellejarme vivo, con arrancarme las uñas y echar sal en las heridas... Una vez me fue tan difícil resistir que pedí a uno de los guardias que me matara». Y concluyó diciendo: «Agradezco particularmente al Señor porque no sentí odio por mis carceleros. Yo los perdoné ahí...». O como cuando don Zvonomir contó que había sobrevivido gracias a la ayuda de una mujer musulmana, de nombre Fátima, que le llevaba comida a escondidas. O cuando sor Ljubica contó que uno de sus carceleros, en lugar de pegarle le llevó una pera.
Justamente como sucedió en Tirana, durante el encuentro con otros sacerdotes y monjas mártires, las palabras de estos testimonios no contenían ni siquiera un gramo de desprecio, de venganza, de odio. Solo amor y perdón. Y la capacidad de descubrir semillas de bien incluso en los perseguidores. O en la mujer musulmana que ayudaba a escondidas a un sacerdote cristiano perseguido por otros cristianos.
Francisco escuchó en silencio, conmovido. Abrazó despacio a los tres consagrados, a los dos sacerdotes les besó las manos, inclinándose. Después decidió entregar el discurso que había preparado al cardenal Vinko Puljic. No leyó ni una sola línea. No porque el contenido tuviera errores, sino porque el Papa se dejó “herir” por la realidad, por la narración viva aderezada con las lágrimas de estos tres testimonios de la fe que sufrieron la persecución. Se dejó poner en discusión, se dejó “desorientar” por las palabras simples y verdaderas que describían el corazón del martirio de los cristianos que siguen al “primer mártir”, Jesús, y que recorren su Calvario sin odiar nunca. Francisco consideró simplemente poco adecuadas las palabras que ya había escrito frente a esta comunicación tan auténtica. Y decidió, también de manera simple, reaccionar dejando que fluyera desde el corazón su respuesta.
Habló sobre la necesidad de recordar siempre la fe de los “antepasados”, de los que nos precedieron, de los que sufrieron. Para relativizar (y he aquí el saludable relativismo cristiano) muchos problemas, muchos pequeños y grandes disgustos, muchas reivindicaciones de bodega, muchas cuestiones auto-referenciales que se viven en el cuerpo eclesial. Frente al sufrimiento y a la fe simple, testimoniada verdaderamente, la mayor parte de los afanes cotidianos de la Iglesia se demuestran ridículos, es más “mundanos”, como dijo Francisco.
El Papa añadió: «Quisiera decirles que esta es una historia de crueldad, que hoy en esta guerra mundial vemos muchas, muchas crueldades. Hagan siempre lo contrario de la crueldad. Tengan actitudes de ternura, de fraternidad, de perdón, y lleven la cruz de Jesucristo. La Iglesia, la Santa Madre Iglesia los quiere así: pequeños mártires frente a estos mártires, pequeños testimonios de la cruz de Jesús». Es una indicación a no responder con venganzas, a no enseñar los dientes, sino a seguir al “primer mártir”. Es la invitación a no instrumentalizar nunca la persecución de los cristianos con fines ideológicos, a no caer en “persecucionismos”, a empaparse en los sentimientos mismos de Cristo.
Pero la decisión del Papa de dejarse “herir” y poner en discusión por la realidad también contiene una indicación que va más allá del ejemplo específico de los perseguidos. Una indicación para todos, que podrían hacer propia, por ejemplo, esos obispos y esos sacerdotes que en lugar de dejarse “herir” y poner en discusión por el testimonio del Papa y por su manera de estar cerca de las personas, se preocupan de insistir en sus preocupaciones sobre la gente que no los sigue, o tratan de hacer que quepan todas las cosas en sus preconcepciones, llevando cualquier cosa, cualquier provocación, cualquier realidad desorientadora, hacia los propios esquemas preconfeccionados. Para que todo siga como antes. Tal vez esperando que la “anomalía” que represente una palabra o un ejemplo del Papa, como cualquier otra de las provocaciones que llegan de la realidad, pase sin dejar huella. Fluya sin dejar una señal. Y estos esperan que todo pueda ser como siempre, dentro de las pequeñas certezas adquiridas, detrás de la corteza tranquilizadora de las frases hechas sobre la pastoral, sobre la evangelización, sobre los valores, sobre el mundo…
Olvidando que también Jesús se dejaba conmover hasta las entrañas, se dejaba herir por la realidad, y se dejaba arrancar milagros. Supo decir «Mujer, no llores», supo abrazar, perdonar, irradiar misericordia. Lloró. Porque era un Dios con corazón de carne, que no respondía fríamente a los dramas humanos, ni con listas de las doctrinas de los doctores de la ley, con la repetitividad de las fórmulas o con la álgida geometría de los esquemas pastorales que todavía en nuestros días, en la Iglesia, crean demasiada auto-ocupación y no dejan que el Verbo se haga carne, sino solo papel.