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Evangelizar es responsabilidad de todos los cristianos. El Evangelio es un bien para todos. No es una tarea entre otras, que podría realizarse de vez en cuando, ni se puede limitar a un tiempo o un lugar determinado. Es la misma “forma de la vida cristiana” que, sin ella, resultaría deformada
Leyendo el Mensaje de Benedicto XVI para la Jornada Mundial Misionera de 2011, alguien podría pensar: nada nuevo, ya se sabe que hay que evangelizar, preocuparse por la gente, etc. Pues se equivoca. Al contrario, todo es nuevo, siempre puede ser nuevo, como es nueva la Palabra de Dios en cada instante, esperando la respuesta de cada cristiano.
¿Cabe imaginar mayor novedad que el hecho de que un cristiano normal y corriente —no sólo un sacerdote, o una persona consagrada a Dios— se proponga llevar a sus amigos, a sus parientes, a sus vecinos, esa novedad del Evangelio, y lo haga «con el mismo entusiasmo de los cristianos de los primeros tiempos»? El Papa toma estas palabras de Juan Pablo II, para decir que evangelizar no es sólo tarea de los misioneros, sino de todos los bautizados. Y cita también a Juan Pablo II cuando, recordando a los discípulos de Emaús, exhortaba a estar «vigilantes y preparados para reconocer su rostro y correr hacia nuestros hermanos, para llevarles el gran anuncio: ¡Hemos visto al Señor!» (Novo millennio ineunte, 59).
Extender el Evangelio —llevar a otros la alegría de descubrir a Cristo, el Hijo de Dios que se entregó en la Cruz por cada persona— es, en efecto, el mejor servicio que se puede hacer a quienes buscan «las razones profundas para vivir en plenitud su propia existencia». Es, además el mejor modo que tienen los cristianos mismos para crecer en autenticidad: «La misión renueva la Iglesia, refuerza la fe y la identidad cristiana, da nuevo entusiasmo y nuevas motivaciones. ¡La fe se fortalece dándola!» (Juan Pablo II, Redemptoris missio, 2).
Y es que, como explicó el Concilio Vaticano II, la Iglesia es misionera por naturaleza, tal es su identidad última (Pablo VI), pues Iglesia significa vocación de muchos. Lo mismo cabría decir del cristiano, que significa seguidor de Cristo y, por tanto, ungido con el Espíritu Santo para “contagiar” el amor de Dios al mundo.
Por eso, señala ahora Benedicto XVI, «no podemos quedarnos tranquilos ante el pensamiento de que, después de dos mil años, aún hay pueblos que no conocen a Cristo y no han escuchado aún su Mensaje de salvación»: es una tarea que no ha perdido su urgencia. Y enseguida añade: «No solo eso; se alarga la multitud de aquellos que, aun habiendo recibido el anuncio del Evangelio, lo han olvidado y abandonado, no reconociéndose ya en la Iglesia; y muchos ambientes, también en sociedades tradicionalmente cristianas, son hoy refractarias a abrirse a la palabra de la fe».
¿Cómo se explica esto y qué consecuencias tiene? «Está en marcha un cambio cultural, alimentado también por la globalización, por movimientos de pensamiento y por el relativismo imperante, un cambio que lleva a una mentalidad y a un estilo de vida que prescinden del Mensaje evangélico, como si Dios no existiese, y que exaltan la búsqueda del bienestar, de la ganancia fácil, de la carrera y del éxito como objetivo de la vida, incluso a costa de los valores morales».
Evangelizar es responsabilidad de todos los cristianos. El Evangelio es un bien para todos. No es una tarea entre otras, que podría realizarse de vez en cuando, ni se puede limitar a un tiempo o un lugar determinado. Es la misma “forma de la vida cristiana” que, sin ella, resultaría deformada. Evangelizar, ya se ha dicho, es anunciar el Evangelio, que significa “buena noticia” para todas las personas, especialmente para los que no lo conocen o no lo viven en plenitud. Y esa buena noticia es que Cristo vive, que su luz y su vida son capaces de renovar todas las cosas, de llenar los anhelos más profundos del corazón humano, de hacer posible, y no sólo una bella utopía, la civilización del amor.
¿Cómo se hace esto? Cada cristiano debe y puede hacerlo según su propia condición. La mayoría de ellos (los llamados fieles laicos), como observaba ya el Concilio, viven inmersos en la sociedad civil, con sus familias y trabajos, sus preocupaciones culturales, sociales y políticas; y es ahí donde Dios los llama para que ordenen esas mismas realidades temporales al Reino de Dios, siendo competentes en sus tareas y solidarios con los otros ciudadanos, procurando mirar todas las realidades con los “ojos” de Cristo.
Es lógico que subraye ahora el Papa que el Evangelio implica tomar en serio la vida humana “en sentido pleno”. Como si dijera: evangelizar no es preocuparse sólo del “alma” de la gente (si eso fuera posible, que, evidentemente no lo es).
Por eso —agrega— «no es aceptable… que en la evangelización se descuiden los temas que se refieren a la promoción humana, la justicia, la liberación de toda forma de opresión, obviamente en el respeto de la autonomía de la esfera política».
Insiste en que desinteresarse de los problemas temporales de la humanidad significaría —en palabras de Pablo VI— «ignorar la doctrina del Evangelio acerca del amor hacia el prójimo que sufre o padece necesidad». Esto, señala el Papa actual, «no estaría en sintonía con el comportamiento de Jesús, el cual “recorría todas las ciudades y los pueblos, enseñando en las sinagogas, proclamando la Buena Noticia del Reino y curando todas las enfermedades y dolencias"» (Mt 9,35).
Después de leer el documento, queda claro que los cristianos no son “extraterrestres” que viven en un mundo ajeno a las preocupaciones de la calle. Son “gente” como los demás, aprecian lo razonable, promueven la belleza de la verdad y del bien. Procuran la unidad en las familias y en la sociedad, buscan la paz y la justicia, les preocupan el hambre y las guerras. Respetan la libertad de todos, y reclaman para sí la libertad de saberse hijos de Dios y de propagar la fraternidad universal que de ahí se deriva. Como decía un texto escrito probablemente a finales del siglo II, «los cristianos son en el mundo lo que el alma es en el cuerpo» (Carta a Diogneto, cap. 6).
Ramiro Pellitero, Universidad de Navarra
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