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Tan contrario a la libertad religiosa es que una persona se vea obligada a comulgar con ruedas de molino y sea coaccionada para manifestar una fe que no profesa, como limitar las legítimas exigencias de la libertad de los creyentes
Las navidades han estado tristemente jalonadas por actos terroristas contra cristianos en Nigeria, Filipinas y otras partes del mundo. Meses antes, en marzo, el ataque contra los poblados cristianos del Estado de Plateau, en Nigeria, se saldó con la muerte de 500 personas y dejó 200 heridos.
A estos actos de violencia hay que añadir el atentado contra la catedral siro-católica de Bagdad del 31 de octubre, que dejó 58 muertos y más de 100 heridos. A ello hay que sumar las persecuciones que sufren los cristianos en distintos lugares de África y Asia.
El caso quizá más conocido ha sido el de Asia Bibi, la mujer pakistaní sentenciada a muerte tras ser denunciada en 2009 por blasfema por otras mujeres musulmanas con las que mantuvo una discusión sobre su religión cristiana.
A la luz de estos lamentables sucesos, no es de extrañar que en su mensaje para la Jornada de la Paz del 1 de enero, Benedicto XVI haya llegado a afirmar que «los cristianos son actualmente el grupo religioso que sufre el mayor número de persecuciones a causa de su fe», y que su mensaje haya estado centrado en la libertad religiosa.
La cuestión de la libertad religiosa, sin embargo, no es un problema que tengan los cristianos; es un derecho humano básico. Y desde esa perspectiva lo ha abordado el Papa en su mensaje en el que sostiene que la libertad religiosa representa la síntesis y cumbre de los demás derechos y libertades fundamentales. Obviamente, Benedicto XVI no se está refiriendo a la libertad religiosa de los católicos o de los cristianos, sino a la de todo hombre, incluidas las personas que no se adscriben a ninguna religión
Desde una perspectiva occidental, donde la profesión de la fe no pone en peligro la propia vida, lo significativo de este mensaje ha sido la comparación efectuada entre el laicismo y el fundamentalismo religioso, a los que considera «formas especulares y extremas de rechazo del legítimo pluralismo y del principio de laicidad». Puede parecer exagerada la comparación debido a que el laicismo no recurre a la violencia física.
Pero un discurso dirigido a reafirmar la libertad religiosa no puede en el presente contexto cultural obviar la profunda violencia, aunque no sea física, que exhibe el laicismo contra la libertad religiosa cuando le niega su necesaria proyección pública, consista ésta en defender determinadas posturas morales en el debate público, o consista en reclamar educación religiosa en las escuelas públicas; o portar o instalar símbolos religiosos.
Se atenta, en efecto, contra la libertad religiosa en Occidente cuando, sin mediar razones de orden público, se pretende que el Estado no se “contamine” con ninguna expresión religiosa. Las posibles “contaminaciones”, de acuerdo con el nuevo credo laicista, van desde impartir clase de religión en las escuelas públicas, hasta que haya funerales de Estado de carácter religioso, pasando por la presencia de cualquier símbolo religioso —puede ser el belén— en un edificio público, la existencia de capillas en aeropuertos, la atención religiosa en hospitales públicos, en centros penitenciarios y en el ejército, y un largo etcétera.
Y es que tan contrario a la libertad religiosa es que una persona se vea obligada a comulgar con ruedas de molino y sea coaccionada para manifestar una fe que no profesa, como limitar las legítimas exigencias de la libertad de los creyentes.
Por decirlo de una manera gráfica, un Estado laico y plural no es un Estado en el que no cabe ninguna expresión o “contaminación” religiosa, sino un Estado en el que caben todas. El Estado no ha de ser antirreligioso, ni tan siquiera “irreligioso”; ha de ser religiosamente neutral. La laicidad ha de ser entendida como aconfesionalidad —tal como, por ejemplo, recoge la Constitución española— y, en ese sentido, como no implicación oficial del Estado con ninguna religión en particular.
Esta independencia religiosa se manifiesta como neutralidad, como ausencia de privilegios, pero no impide que el Estado se “contamine” de mil maneras con las diferentes religiones y que en ese proceso cuenten de algún modo —mientras no menoscaben su neutralidad— las tradiciones, las costumbres y la realidad sociológica de las diversas confesiones.
Un Estado completamente “laico”, sin ninguna referencia, presencia ni contacto con el fenómeno religioso, no sería un Estado aconfesional y neutro; sería un Estado secuestrado por un determinado sector de la sociedad: el de aquellos a quienes su particular visión de la sociedad les lleva a pensar que Dios no debe ocupar más espacio que la conciencia de cada uno.
Frente a la percepción laicista de la religión como un elemento socialmente pernicioso, el mensaje de Benedicto XVI insiste en lo que la religión aporta a la sociedad. La religión vivida adecuadamente, es decir sin intolerancia fanática, «impulsa a las comunidades de los creyentes a practicar la solidaridad con vistas al bien común». Pero, añade el Papa, «más importante aún es la contribución ética de la religión en el ámbito político». Concluye de ahí que «no se la debería marginar o prohibir, sino considerarla como una aportación válida para la promoción del bien común».
Coligo que para plantear en sus justos términos la laicidad del Estado es preciso tener presente, por una parte, todo el potencial positivo que poseen las religiones y, por otra, la obligación que el Estado tiene de promover y facilitar los derechos fundamentales de los ciudadanos, entre los que ocupa un lugar destacado la libertad religiosa, de la que son parte constitutiva sus exigencias públicas y externas.
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