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A lo largo y a lo ancho de sus 26 años de Pontificado, la luz orientadora será siempre la misma y señalará el camino hacia un mismo lugar. La luz y la meta siempre: «hacia Cristo, Redentor del hombre; hacia Cristo, Redentor del mundo»
La beatificación de Juan Pablo II ya tiene una fecha señalada: el Domingo de la Divina Misericordia, fiesta instituida por él mismo en honor de la santa polaca Francisca Kowalska. “La misericordia de Dios llena la tierra”, nos recuerda la Escritura.
Las dudas que se levantaron en un primer momento sobre la consistencia real del posible milagro ya han sido disipadas; los rumores en torno a que su memoria podría ser salpicada por la miseria de algún escándalo eclesiástico reciente, han muerto prácticamente al nacer.
Ya han comenzado a aparecer —y muchos más lo harán desde aquí hasta que Roma vuelva a la normalidad; aunque es obligado señalar que en Roma todo es “normalidad”, por ser ciertamente “ciudad eterna”— y seguirán publicándose aquí y allí escritos sobre la labor de Juan Pablo II, su influjo en los diversos acontecimientos de la historia del mundo que le tocó vivir, desde la caída del imperio comunista ruso, hasta la lamentable guerra contra Irak que tanto combatió, y desaconsejó, sufriendo la pena de no ser oído; hasta sus luchas sin descanso en bien de las familias, en la preocupación por los sacerdotes, para desterrar el crimen del aborto, etc. etc.
Se confeccionará completa la lista de sus viajes, de sus encuentros con sacerdotes, jóvenes, religiosos, cristianos y no cristianos; católicos, ortodoxos, protestantes.
Todos esos análisis y contraanálisis no harán más que reflejar de modos diferentes la gran luz de referencia de todo su Pontificado.
¿Qué luz?
«¿Qué hay que hacer a fin de que este nuevo adviento de la Iglesia, próximo ya al segundo milenio, nos acerque a Aquel que la Sagrada Escritura llama: ‘Padre sempiterno’, Pater futuri saeculi? Esta es la pregunta fundamental que el nuevo Pontífice debe plantearse (…) Se impone una respuesta fundamental y esencial, es decir, la única orientación del espíritu, la única dirección del entendimiento de la voluntad y del corazón es para nosotros ésta: hacia Cristo, Redentor del hombre; hacia Cristo, Redentor del mundo. A Él nosotros queremos mirar, porque sólo en Él, Hijo de Dios, hay salvación, renovando la afirmación de Pedro: “Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna”» (Redemptor hominis, n. 7).
A lo largo y a lo ancho de sus 26 años de Pontificado, la luz orientadora será siempre la misma y señalará el camino hacia un mismo lugar. La luz y la meta siempre: «hacia Cristo, Redentor del hombre; hacia Cristo, Redentor del mundo».
Su primera Encíclica la concluye con estas palabras: «Suplico sobre todo a María, la celestial Madre de la Iglesia, que se digne, en esta oración del nuevo Adviento de la humanidad, perseverar con nosotros que formamos la Iglesia, es decir el Cuerpo Místico de su Hijo Unigénito. Espero que, gracias a esta oración, podamos recibir el Espíritu Santo que desciende sobre nosotros y convertirnos de este modo en testigos de Cristo “hasta los últimos confines de la tierra”, como aquellos que salieron del Cenáculo de Jerusalén el día de Pentecostés».
Con la Beatificación, se me ocurre pensar, Jesucristo, la Palabra de Dios, renueva el encargo a Karol Woytila de seguir en el anuncio; de continuar su jornada desde Jerusalén al mundo entero, anunciando la Palabra, hecha carne y habitando entre nosotros: «Cristo, Redentor del hombre, Cristo, Redentor del mundo».
Su última Encíclica, Ecclesia de Eucaristía, se cierra con un canto del peregrino que ansía ya rendir cuentas de su viaje y sueña con el gozo de haber llevado a cabo su sueño. En contemplación de la Eucaristía, exclama:
«Hagamos nuestros los sentimientos de Santo Tomás de Aquino, teólogo eximio y, al mismo tiempo, cantor apasionado de Cristo eucarístico, y dejemos que nuestro ánimo se abra también en esperanza a la contemplación de la meta, a la cual aspira el corazón, sediento como está de alegría y de paz:
«Buen pastor, pan verdadero, / o Jesús, piedad de nosotros; / aliméntanos y defiéndenos, / llévanos a los bienes eternos.
«Tú que todo lo sabes y puedes, / que nos alimentas en la tierra, / conduce a tus hermanos / a la mesa del cielo / a la alegría de tus santos». (Ecclesia de Eucharistía, n. 62)
Juan Pablo II ha sido ya conducido a la “alegría de los santos”; a la alegría de los “anunciadores de la Verdad, de los anunciadores de Cristo”.
Con la Beatificación, la Iglesia proclama que la Palabra contemplada y anunciada, Cristo, ha abierto a Karol Woytila las puertas del Reino Eterno.
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