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En 1911, se publicó “El candor del padre Brown”, el primer volumen de las aventuras del sacerdote detective, creado por Gilbert Keith Chesterton. El escritor era un gran admirador de “Sherlock Holmes”, pero no hizo participar métodos deductivos, en los que el centro de atención del lector se desplaza más hacia las pistas materiales que hacia los móviles de la conducta de los seres humanos
A diferencia de Holmes, el detective chestertoniano padre Brown es un hombre humilde y tranquilo. La humildad está asociada a la forma de ser de un sacerdote que es consciente de que su ausencia puede llevar a los propios servidores de Dios, aunque sean piadosos y se muevan por móviles elevados, a hundirse en horrendos pecados, tal y como leemos en el relato El martillo de Dios.
El padre Brown ocupaba aparentemente en las historias un segundo plano, y a veces no se le mencionaba hasta la mitad de la narración. Los auténticos protagonistas parecían ser los afectados por el hecho delictivo: víctimas, inocentes, culpables, testigos o policías.
Sin embargo, el padre Brown, sin dejar de lado las deducciones, resolvía los casos porque prestaba más atención al método intuitivo, con el que trataba de iluminar el claroscuro de las acciones humanas. Brown es maestro de intuición y de razón.
Ambas son complementarias y, junto con la fe, ayudan al sacerdote detective a ponerse en el lugar de los criminales, pero su misión no se reduce a entregarlos a la policía. En ocasiones, busca incluso su arrepentimiento para que obtengan el perdón divino, sin que esto sea incompatible con que tengan que responder, además, de sus actos ante las autoridades humanas.
La fe es amiga de la razón
Desde el primer relato en que aparece, La cruz azul, podemos comprobar que el padre Brown es el primero en someterse a los límites de una recta razón. Se rebela contra el lugar común, que dista mucho de haber desaparecido en nuestro tiempo, de reducir lo religioso a lo emotivo, a la búsqueda continua de lo sobrenatural.
Un sacerdote de una antigua, o nueva, religión pagana arremetería contra la razón, y también lo haría todo aquel que viva sumido en el fideísmo, pero eso no lo haría un sacerdote católico. Sería mala teología, tal y como recuerda Brown a su amigo Flambeau, un ladrón que luego se pasará al lado del bien.
Por lo demás, el padre Brown es un hombre razonable, mucho más que algunos que hacen del racionalismo su bandera y se obstinan en confundir la religión con la superstición.
Tal es el caso de Aristide Valentin, jefe de la policía de París, un notorio anticlerical, que no duda en cometer un delito con tal de perjudicar al aborrecido catolicismo. Lo peor es que no quiere tener conciencia de estar actuando mal, porque cree ciegamente que todos los medios serían válidos con tal de erradicar esa superstición de la cruz que se opone a la nueva religión del progreso. No es casual que Valentin sea el prototipo del orgulloso, aunque muchos le considerarían un hombre bueno por la defensa de sus convicciones hasta la locura.
Y si de locuras se trata, en otra historia, El ojo de Apolo, Chesterton se anticipa a la llegada de supuestas religiones liberadoras, las que dicen rendir culto a la naturaleza, hasta extremos de irracionalidad, y el padre Brown tendrá que recordar que el Sol siempre ha sido el más cruel de todos los dioses.
El padre Brown y Miss Marple
Hay otro famoso personaje de ficción que presenta afinidades con el padre Brown. Es Miss Marple, la solterona creada por Agatha Christie, que suele llegar a la solución de los enigmas comparando las actuaciones de los implicados en el caso con determinadas conductas de los vecinos de su pueblo, Saint Mary Mead.
Su intuición le lleva a concluir que los seres humanos no son tan diferentes en sus vicios y virtudes. Y es que, a diferencia de algunos autores modernos de novela policíaca en la que los malvados son más inteligentes, no hay lugar para el relativismo moral en las obras de Chesterton y Agatha Christie.
Ambos sabían perfectamente lo que era el bien y el mal, sin duda porque pertenecían a una cultura en la que se leía la Biblia con frecuencia. De ahí que creyeran que el mal no era algo propio de unos pretendidos superhombres, sino algo propio de quienes obran por debajo de su condición humana.
Incluso el egocéntrico detective Hércules Poirot no se quedará en las apariencias a la hora de hacer trabajar a sus células grises. Por ejemplo, le dice a Miss Brewster que el sol brilla y el mar es azul, pero a la vez le recuerda que el mal está en todas partes bajo el sol.
Se trata de una cita del Eclesiastés 3, 16, y que sirve de título a la novela Maldad bajo el sol, en la que el mal flota en el ambiente, al igual que en el Karnak, el crucero de lujo, escenario de la trama de Muerte en el Nilo. El mal existe y acaba saliendo a la luz, pero, desgraciadamente, los culpables en esas novelas no encontrarán un detective o un policía con las mismas entrañas de misericordia que el padre Brown.
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