Dos realidades a guardar en todo pacto: el respeto a cada persona y al bien común de la sociedad
Las Provincias
El mensaje de la doctrina social de la Iglesia evidencia la realidad de los estrechos vínculos entre solidaridad y bien común, solidaridad y destino universal de los bienes, solidaridad e igualdad entre los hombres y entre los pueblos, solidaridad y paz en el mundo
Los acuerdos del gobierno con dos partidos políticos para sacar adelante los presupuestos del Estado o la Ley de Economía Sostenible dan pie para hablar de algo siempre actual: todos los pactos, acuerdos o tratados tienen un ética que guardar para que las partes en concordia juzguen si es un convenio entre voluntades libres mediante el que intercambian algo legítimo, sin daño de terceros ni del bien común.
No entro —no me corresponde— a juzgar lo acordado con los asuntos que originan estas líneas. Los utilizo únicamente como ocasión para escribir del tema puesto que, siendo buena su existencia para la concordia social, los pactos han de ser justos, tanto por acción como por omisión.
Bueno será recordar que la vida comunitaria es propia de la naturaleza del hombre, pero es necesario añadir que la sociabilidad humana no comporta automáticamente la unión de las personas. Esta aseveración no requiere explicación alguna porque observamos a diario muchos gérmenes de insociabilidad e individualismo, de cerrazón a los demás. Bastaría pensar en una frase mil veces repetida: "ese es tu problema", sin darnos cuenta de que, de algún modo, toda dificultad ajena lo es también mía.
Precisamente el bien común deriva de la igualdad, unidad y dignidad de todas las personas y tiende no solamente a respetar a cada uno, es decir, no consiste en la simple suma de bienes particulares, sino en «el conjunto de condiciones de la vida social que hacen posible a las asociaciones y a cada uno de sus miembros el logro más pleno y más fácil de la propia perfección» (Concilio Vaticano II). Dos realidades a guardar en todo pacto: el respeto a cada persona y al bien común de la sociedad o sociedades implicadas directa o indirectamente por lo convenido.
Otro aspecto, íntimamente ligado al anterior, es el de la solidaridad, nacida de la conciencia espontánea que poseemos de nuestra igual dignidad. Esta idea solidaria es aplicable a los acuerdos particulares, de sociedades menores, estatales o internacionales. Opino como Yepes que, por ejemplo, en lo que al mercado se refiere, ha pasado a tópico inservible la idea de Adam Smith de que "una mano invisible" corrige sus desviaciones. Es necesaria la cooperación con los demás, ejercitada de modo solidario con todos aquellos a los que el pacto pueda afectar.
Por ese motivo, la necesidad de ser copartícipes y de ejercitarnos en el bien común hacen imprescindible evitar las dificultades a las que conduce una radical disociación entre esfera pública y privada. También podemos contemplar diariamente sus interrelaciones, pues a veces los valores se viven de modo antitético entre ambos campos, siendo única la persona afectada. Por ejemplo, se busca conciliar la vida laboral con la familiar, se critica la vida privada de los personajes públicos, existen empresas que impiden prácticamente la maternidad, se juzga la fe religiosa cuando se observa su influencia en determinadas decisiones, etc.
El mensaje de la doctrina social de la Iglesia evidencia la realidad de los estrechos vínculos entre solidaridad y bien común, solidaridad y destino universal de los bienes, solidaridad e igualdad entre los hombres y entre los pueblos, solidaridad y paz en el mundo.
Sin querer entrar a soluciones concretas para asuntos que nos afectan, se puede afirmar que, mientras crece el sentido de solidaridad entre los hombres, también se advierten preocupantes síntomas de individualismo, tanto entre personas singulares como entre colectividades, por ejemplo, entre autonomías, provincias, pueblos, razas, países, credos religiosos u opiniones políticas.
También ha afirmado constantemente el Magisterio de la Iglesia, en cuestiones que sirven para todos —al menos, como oferta—, que esa solidaridad exige una cadena de actitudes y principios, que no pueden ser renunciables porque afectan a una sociedad digna del hombre. Esos valores fundamentales podrían resumirse en verdad, libertad, justicia y amor, como recalca el Compendio de Doctrina Social. La vida comunitaria sólo es posible, fecunda y ordenada cuando se funda en la verdad.
Es obvio que el derecho a la libertad es inseparable de la dignidad humana, siempre que no se entienda como el ejercicio arbitrario e incontrolado de la propia autonomía personal. La constante voluntad de dar a Dios y al prójimo lo que le es debido —la justicia— reconoce al otro como persona, a la vez que constituye el criterio determinante de moralidad en el ámbito intersubjetivo y social, como afirmaba Juan XXIII en la Pacem in Terris.
El amor es universal y, por tanto, no puede limitarse por relaciones de proximidad de cualquier tipo, por una cierta afinidad o simple necesidad de acuerdos puntuales, ni tampoco por el pensamiento de que la justicia basta. Sin amor, la justicia puede convertirse en el justicialismo insoportable expresado con la expresión clásica: "maximum ius, maxima iniuria".
Al referirse a los pactos, también habría que hablar de subsidiaridad de las sociedades más amplias con respecto a las menores, de la necesidad de participación de todos los implicados —en ocasiones una entera nación o todo el mundo—, positiva o negativamente. Sólo son unas ideas generales. Misión de cada uno es aplicarlas, si quiere, naturalmente.