Hay algo enfermo, tanto desde el punto de vista moral como psicológico, en ese rechazo de la necesidad del arrepentimiento
Diario de Navarra
Es normal la discrepancia entre el deber ser y el ser. Somos frágiles y casi siempre nos quedamos por debajo del ideal. La clave está en no capitular, reconocer nuestros fallos y volver a intentarlo de nuevo. En la medida en que nos esforcemos por ser mejores, podremos aspirar también a mejorar la sociedad.
En el inicio del año nuevo se repite el viejo ritual: hacemos balance del año que termina y formulamos propósitos para el que comienza. Con más o menos convencimiento o sinceridad nos proponemos, una vez más, reanudar la dieta para adelgazar, ahorrar para hacer frente a la crisis, hacer ejercicio, estudiar inglés, dedicarle más tiempo a la familia, ser más amable con ese pariente o colega que nos cae mal…
En definitiva, vamos a intentar ser mejores personas. Ese deseo implica reconocer que algunos aspectos de nuestra vida necesitan corrección. En general, el propósito de la enmienda sigue al arrepentimiento. Si no tuviéramos conciencia del mal que hemos hecho, no nos sentiríamos movidos a la rectificación.
¿Qué ejemplo nos dan a este respecto los famosos? Tiene sentido preguntarlo porque se trata de personas que, queriéndolo o no, se convierten en modelos para otras muchas. El buen o mal comportamiento se aprende más por la convivencia y el ejemplo que por la enseñanza teórica. Voy a dar la palabra a algunos insignes representantes de diversos ámbitos sociales.
De la política tenemos a Al Gore, que se defendía así cuando salieron a la luz prácticas corruptas en el manejo de sus fondos electorales: «Estoy orgulloso de lo que he hecho por el partido, aunque nunca más lo volveré a hacer». Luis Echevarría, expresidente mexicano probadamente corrupto, declaraba: «No me arrepiento de nada». Más cercano nos resulta Santiago Carrillo: «Lo hecho, hecho está. No me arrepiento de nada», a la par que reconocía que nunca había sido un santo, sino un hombre de carne y hueso con pasiones y entusiasmos.
En el deporte podemos invocar a Guti, que se despedía así antes de marchar a Turquía: «No me arrepiento de nada en estos catorce años». Lo mismo decía el director ejecutivo del Barça, Joan Oliver, enredado en escándalos millonarios: «No me arrepiento de nada de lo que he hecho en el Barça, porque siempre he hecho lo que creía que debía hacer». Y alguien tan irreprochable como Gasol: «No me suelo arrepentir de nada en la vida. Tomo las decisiones por algo, las medito y cuando las tomo, creo que es lo acertado y tiro para adelante».
El mundo de la farándula es muy rico en este género de testimonios. Por ejemplo, Alejandro Sanz: «He renunciado a ser perfecto. Amo mis defectos». La actriz María Castro: «No me arrepiento de nada, aprendo de mis errores». Lo mismo dicen sus colegas Adriana Ugarte y Nicolás Coronado. Y Miley Cyrus/Hannah Montana: «No me arrepiento de nada. Gracias a Dios. Se lo prometo, todo lo que he vivido me ha hecho más fuerte». Entre los “malos oficiales”, sancionados por la justicia, tenemos a Ilich Ramírez, alias “Carlos”, alias “el Chacal”, en su momento el delincuente más buscado del mundo. Desde la cárcel francesa donde entró en 1994 para cumplir cadena perpetua afirma que se mantiene fiel a sus “ideales políticos” y que no se arrepiente de nada.
En las denominadas “entrevistas de interés humano”, que se proponen sacar a la luz la personalidad que se esconde tras la apariencia pública, resulta clásico preguntar por el “defecto dominante” del personaje. Por muy encumbrados que estén, los famosos, en el fondo, se saben humanos, así que sería demasiado arrogante reconocerse impecables. Antonio David, ex de Rociíto, ejemplifica la que ya se ha convertido en respuesta estándar para esa pregunta, comprometida en apariencia: «Soy demasiado claro, no tengo mano izquierda». La sinceridad elevada a la categoría de vicio capital.
¿Qué les pasa a nuestros famosos? Hay algo enfermo, tanto desde el punto de vista moral como psicológico, en ese rechazo de la necesidad del arrepentimiento.
Por fortuna, no todos son así. Desde la atalaya de sus 91 años, Antonio Mingote imparte una saludable lección de humanidad: «Me arrepiento de todo… De cómo he tratado a mis amigos…, de no haber sido más amable con mi madre, con mi padre, con mi hermana, con mi familia… Me arrepiento de no haber hecho cosas que tendría que haber hecho porque siempre me he quedado corto en el trato con la gente… Sobre todo, me arrepiento de muchas tonterías que he hecho, de muchas frivolidades, de muchas gilipolleces… ¡Ufff!, de las cosas que me arrepiento». De modo más directo se expresa Albert Boadella: «Me arrepiento de muchas cosas. Si no, formaría parte de los imbéciles».
Es normal la discrepancia entre el deber ser y el ser. Somos frágiles y casi siempre nos quedamos por debajo del ideal. La clave está en no capitular, reconocer nuestros fallos y volver a intentarlo de nuevo. En la medida en que nos esforcemos por ser mejores, podremos aspirar también a mejorar la sociedad.