Un proyecto capaz de comprometer muchas energías humanas
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Una larga tradición quiere que el año comience con el Día mundial de la paz. Es un deseo repetido infinidad de veces estos días navideños. En continuidad con sus predecesores, Benedicto XVI une la paz a la dignidad de la persona y a los derechos humanos, acentuando en ocasiones los que afectan a la familia
El último atentado contra una iglesia copta en Alejandría confirma la oportunidad de Benedicto XVI al elegir el tema de la Jornada Mundial por la Paz del día primero de año: la libertad religiosa como camino hacia esa deseable concordia entre los hombres. Se comprende la importancia de la decisión pontificia ante las distintas y crecientes manifestaciones negativas contra ese derecho básico: no sólo jurídicas prohibición, discriminaciones, marginación, porque con frecuencia, como se ha comprobado una y otra vez en los últimos tiempos, acaban en persecuciones y violencias.
En el Año Nuevo persisten muchos conflictos regionales en África y Asia. Algunos son simplemente políticos, como la cerrazón del presidente marfileño ante los resultados adversos de unas elecciones populares que se resistió a convocar durante demasiado tiempo (se comprende por qué; mucho menos se entiende el silencio de la Internacional Socialista ante la autoritaria conducta de uno de los suyos).
Otras contiendas no pueden separarse de motivaciones religiosas de distinto signo, aunque con el denominador común de presentar víctimas cristianas. Las más graves se inscriben en contexto islamista. A pesar de todo, no pierdo la esperanza de que el Islam encuentre la vía de la modernidad. De momento, tras la caída de los “absolutos” del siglo XX —nazismo y comunismo, con millones de muertos y décadas de opresión y dictadura, los islamistas parecen ocupar su espacio.
Europa puede y debe defenderse, como sugiere Angela Merkel, pero siempre con la neta afirmación de la libertad de las conciencias, sin perjuicio de limitaciones externas legítimas por razón de orden público. Pero el futuro de la libre práctica de la religión, como indispensable vía de paz y concordia, depende hoy en gran medida de los líderes musulmanes, y de su capacidad de introducir distancias entre religión y política.
Una larga tradición quiere que el año comience con el Día mundial de la paz. Es un deseo repetido infinidad de veces estos días navideños. En continuidad con sus predecesores, Benedicto XVI une la paz a la dignidad de la persona y a los derechos humanos, acentuando en ocasiones los que afectan a la familia. Muchos recordarán el opus iustitiae pax de Pío XII, o la encíclica Pacem in terris de Juan XXIII, un espléndido prólogo a la Gaudium et spes del Concilio Vaticano II, tan presente en Pablo VI y Juan Pablo II, hasta el decálogo de Asís. Justamente el día primero de 2011 Benedicto XVI anunció, en la tradicional alocución del Ángelus, que acudirá el 27 de octubre a la ciudad de san Francisco, con motivo de los 25 años de aquel memorable acontecimiento.
Al fomentar la dignidad de la persona y de la familia, la Iglesia no perturba la autonomía del orden social y político. Al contrario, contribuye a fortalecer la convivencia democrática, tratando de sustraer al hombre de la posible “arbitrariedad del hombre mismo”. Es el fin de los grandes criterios sobre lo que se puede y no se puede hacer, para superar las desigualdades humanas, económicas y sociales: “la fuerza ha de estar moderada por la ley”. De ahí la urgencia de aceptar la “ley moral común” en las relaciones internacionales.
El Concilio Vaticano II dedicó un particular empeño a proclamar la libertad religiosa como derecho derivado de la dignidad de la persona y, en concreto, del carácter sagrado de la conciencia, su santuario inviolable. Quedó claro que su fundamento nada tenía que ver con el indiferentismo, el relativismo o sincretismos más o menos extendidos, porque el ser humano tiene el radical deber de buscar la verdad, eso sí, sin coacciones. De este modo, es posible superar los fundamentalismos, y los intentos de manipular o instrumentalizar el hecho religioso. Aunque no falten por desgracia radicales y fanáticos, que invocan razones religiosas para sus tareas destructivas. Los Papas no han cesado de insistir en que nunca se puede utilizar el nombre de Dios para justificar la violencia.
El Papa precisa que «la libertad religiosa no es patrimonio exclusivo de los creyentes, sino de toda la familia de los pueblos de la tierra. Es un elemento imprescindible de un Estado de derecho; no se puede negar sin dañar al mismo tiempo los demás derechos y libertades fundamentales, pues es su síntesis y su cumbre». Y recuerda que Juan Pablo II la consideraba un «indicador para verificar el respeto de todos los demás derechos humanos».
Como en ocasiones precedentes, Benedicto XVI contempla la paz como un don de Dios, pero, al mismo tiempo, como fruto del trabajo activo de los creyentes y de todos los hombres y mujeres de buena voluntad: un proyecto capaz de comprometer muchas energías humanas.