El principio de ejemplaridad funciona en las relaciones humanas como un imperativo que asegura el verdadero progreso
AbcDeSevilla.es
Todos, y no sólo los jóvenes, necesitamos anclajes en los que apoyarnos para no sentirnos solos; comprobar que en la nunca aprendida tarea de vivir otros han sido más fuertes o más perseverantes o más nobles que nosotros. Espejos en que mirarnos para seguir remando hacia adelante
Año tras año la llegada de la Navidad actualiza en la conciencia de los creyentes la idea central de la fe cristiana: su estricta vinculación con la persona de Cristo. Toda la riqueza dogmática del cristianismo, toda su trascendencia moral en el curso de la historia y toda su hermosura litúrgica vienen a sustanciarse en último término en la fidelidad a esa condición arquetípica de Jesús, en una auténtica “imitatio Christi” que aspira a reproducir en cada uno de nosotros el itinerario personal de aquel galileo que pasó por la vida “haciendo el bien” hace ya más de dos mil años.
Así lo formuló Tomás de Kempis a comienzos del siglo XV. Se trataba de “conformar con Él” toda la vida del creyente. Y más tarde Erasmo de Rotterdam, que situó al Dios Hijo en el centro del Universo convirtiendo la visión medieval de Dios en una auténtica “cristología” que dignificó la condición humana e hizo posible la apertura del mundo moderno.
La probada historicidad de Cristo no hace más que potenciar ese valor ejemplarizante de su persona, dando espesor real a su figura y encauzando la moral cristiana hacia un ámbito de intimidad en el que cada uno tiene que hacerse a sí mismo la pregunta definitiva: de qué modo y en qué grado es fiel a ese modelo de conducta.
Como han subrayado los teólogos más solventes de nuestro tiempo, el cristianismo no es primariamente ni un movimiento social ni un humanismo liberador sino un camino de salvación personal sugerido por un arquetipo de perfección encarnado en la historia por la figura de Cristo. Un itinerario de salvación que en su versión más cabal aspira a una identificación mística con la persona de Jesús, a una experiencia personal de Dios al que, como decía Antonio Machado, los verdaderos creyentes, desconcertados por su silencio, andan siempre buscando “entre la niebla”.
Pero más allá del ámbito religioso el principio de ejemplaridad funciona en las relaciones humanas como un imperativo que asegura el verdadero progreso. Nadie, en rigor, puede madurar si carece de pautas de comportamiento que guíen su conducta y su visión del mundo. El niño aprende por imitación, y el adolescente ha de afirmar su propia personalidad rebelándose tantas veces contra los modelos de sus mayores. Pero ambos necesitan perentoriamente que tales modelos existan aunque sea para discutirlos y superarlos.
Los valores sólo pueden ser trasmitidos mediante una pedagogía de la conducta que ofrezca una coherencia entre lo que se predica y lo que practica. Esa coherencia ha de aprenderse en primer lugar en la familia y en la escuela, y subsidiariamente en otros muchos ámbitos de la sociedad, especialmente en el de los medios de comunicación, hoy auténticos difusores de códigos de conducta miméticamente reproducidos a gran escala.
Ése era el papel que en el pasado cumplieron ciertos géneros literarios como las hagiografías o “vidas de santos”, las “vidas de varones ilustres”, las “vidas paralelas” o las biografías ejemplares, tanto en el orden religioso como en el estrictamente profano. El culto a la personalidad fomentado por los dos grandes totalitarismos del siglo XX no fue sino una derivación de aquella práctica, una perversión que consistía en publicitar la figura del líder.
Pero en una sociedad democrática esa vieja noción de ejemplaridad debería ejercitarse habitualmente como una sana pedagogía constructiva que ofrezca a la sociedad y especialmente a los jóvenes arquetipos vitales de conductas dignas de ser imitadas.
No se trata, obviamente, de impulsar ninguna suerte de moralismo ideológico o religioso igualador que rompería el legítimo pluralismo sino de articular un código de mínimos que asegurase la defensa de ciertos valores civiles —es decir, civilizadores— en los que deberíamos reconocernos todos y cuya ausencia nos avergüenza cada día en las pantallas televisivas o en las ondas radiofónicas. Un mínimo de decoro, un mínimo de buen gusto, un mínimo de respeto a las creencias y opiniones ajenas, un rechazo a la manipulación moral o política... y sobre todo un interés común en ofrecer modelos de comportamiento estimulantes y no antivalores.
España es un país muy proclive al grito y muy poco dado a la serena confrontación de ideas. Tiene por ello pendientes varios debates absolutamente esenciales para sanear la convivencia democrática. Uno de ellos es éste de la dignificación de los mensajes que esa convivencia genera.
No es cuestión baladí porque en ello nos jugamos nada menos que la maduración de nuestra juventud, sobrada de estímulos triviales y falta de pautas de conducta que valgan la pena. El principio de ejemplaridad ha de ejercitarse en muy diversos dominios de la realidad, desde la formación moral a los comportamientos sociales y a los aprendizajes técnicos necesarios para el desarrollo de una nación.
Sin él se rompe la continuidad en la cadena del progreso humano. Todos, y no sólo los jóvenes, necesitamos anclajes en los que apoyarnos para no sentirnos solos; comprobar que en la nunca aprendida tarea de vivir otros han sido más fuertes o más perseverantes o más nobles que nosotros. Espejos en que mirarnos para seguir remando hacia adelante.