No es distinta de la realidad de la vida humana concreta que se nos ha dado
Levante-Emv
Quizá, cuando a lo largo de nuestra existencia, hemos probado la amargura y la insatisfacción, volvemos a refugiarnos en el regazo de los recuerdos infantiles, sin darnos cuenta de que la vida es proyección hacia adelante…
Séneca afirma en el inicio de su Tratado sobre la felicidad que «todos los hombres quieren vivir felices». Añoramos los momentos de felicidad, o al menos, los que nos parecieron así. Por ejemplo, la memoria rememora esos sucesos gozosos de la infancia. Los sublima.
Pero, si alguna vez volvemos al lugar, a las personas que antaño hicieron nuestras delicias, nos damos cuenta precisamente de esa sublimación, de que, en realidad, no era para tanto: se desmorona en parte nuestra percepción; y sin embargo, persisten esos recuerdos plenos de satisfacción.
Y es que, la felicidad no es tanto un momento, un gozo temporal, como una cosa unitaria, es decir la vida misma: el sentido que le hemos dado. Julián Marías, en su Antropología metafísica, sugiere esta idea cuando afirma que «todo lo humano tiene anverso y reverso: se puede ser feliz en medio de considerable sufrimiento, del mismo modo que se puede ser infeliz en el bienestar o entre placeres».
Quizá, cuando a lo largo de nuestra existencia, hemos probado la amargura y la insatisfacción, volvemos a refugiarnos en el regazo de los recuerdos infantiles, sin darnos cuenta de que la vida es proyección hacia adelante y, que en ese mirar hacia el futuro, ha de consistir precisamente la felicidad, la certeza de que hay alguien ahí fuera al que recurrir, cuando las cosas se empinan y muestran la frugalidad y rudeza del existir cotidiano.
Hay que considerar, como sigue afirmando Julián Marías, que «felicidad es aquello que sentimos como muestra inexorable de la realidad, sin la cual no somos nosotros. Pero ésta tiene estructura dramática, como la vida entera. El espejismo milenario ha sido tratar de imaginar la felicidad despojándola de esa condición intrínseca de la vida (…) Si el hombre quiere ser "feliz", ha de serlo sin intentar escapar a ese requisito. La sustitución del mundo por el paraíso es la más peligrosa tentación del hombre respecto a su felicidad».
La felicidad es algo que nos acontece, no se puede buscar en sí misma, porque en realidad, ni la hay, ni está, ni se la espera, sino que se la encuentra. A san Juan de la Cruz le emocionó, en un momento de tribulación, aquella coplilla: «Quien no sabe de penas, no sabe de cosas buenas ni ha gustado de amores, pues penas es el coraje de amadores».
Para ser feliz se necesita reconocer la verdad de la vida, de mi vida, aquello con lo que uno se encuentra identificado y que es insobornable: porque a la felicidad no se le puede engañar. No tiene mentira. No consiste en el éxito, ni en la prosperidad. No está allí o acá. Porque la felicidad no es distinta de la realidad de la vida humana concreta que se nos ha dado.
Y, como sugiere Julián Marías, la razón fundamental es la menesterosidad de la vida. El ser humano es indigente y no suficiente; su vida consiste en necesitar —lo que le falta y lo que tiene— para ser él mismo. Y para ser yo mismo necesito de los demás, de los otros. Yo solo soy aburrimiento mortal.