Lo que se nos prohíbe es sentir horror por el mal y compasión por quienes lo padecen
La Razón
La terrible palabra de Hobbes, que dice que los hombres sabemos que somos iguales porque nos podemos matar los unos a los otros, es la única encarnación real del célebre y pomposo tríptico de libertad, igualdad, fraternidad, con cuya retórica llevamos doscientos años mareándonos hasta dar por último con el descubrimiento de la clonación de la especie como ganado de granja
Ahora mismo, toda la vieja ideología y retórica de hace más de siglo y medio, sigue segregando la escolástica necesaria para que las explicaciones, comprensiones, y justificaciones de un lenguaje que siempre es el políticamente correcto y conveniente para encubrir cualquier tipo de barbarie, según ya Tucídides avisaba, a propósito de los sucesos de Corcira.
Mientras que el necio humanitarismo masoquista de nuestra cultura de moda propondrá una vez más su “mantra” sagrado de que la violencia es perfectamente inútil, aunque sabemos que se ha llevado por delante millones de personas y pueblos y culturas enteros, o que queda justificada y hasta es sagrada, porque es la expiación y vindicta, igualmente sagrada, de ciertas injusticias, y puede explicarse y perdonarse sencillamente por el simple color ideológico de las víctimas o el de los verdugos.
Lo que se nos prohíbe es sentir horror por el mal y compasión por quienes lo padecen, preguntar inoportunamente por la burla de la razón y de la misericordia, y, desde luego, por toda nuestra necia confianza en los grandes pasos que llevamos dados en lo oscuro hacia la configuración y funcionamiento de un progreso, que conlleva la destrucción necesaria de miles de seres humanos.
No hace tanto que George Gadamer, lúcido a sus cien años, al referirse, poco antes de morir, a la ruta perversa que la historia de los hombres ha iniciado, y en la que también nos veía muy avanzados, afirmaba que sólo una gran catástrofe podría sacarnos de nuestra ceguera y nuestra insensatez.
Pero a mí me parece un precio injusto, y del que no cabe esperar bondad alguna. La terrible palabra de Hobbes, que dice que los hombres sabemos que somos iguales porque nos podemos matar los unos a los otros, es la única encarnación real del célebre y pomposo tríptico de libertad, igualdad, fraternidad, con cuya retórica llevamos doscientos años mareándonos hasta dar por último con el descubrimiento de la clonación de la especie como ganado de granja.
Nunca veremos lo que no queremos ver, y no hace falta un hecho horrible más —ya hay demasiados—, porque sabemos de sobra, por ejemplo, que el odio produce la muerte, la banalización de nuestras vidas y la cháchara sobre la inexistencia del mal y de la verdad produce la indiferenciación entre víctimas y verdugos, y hombres vacíos y redondos.
Ya fue más que anunciado todo esto en la literatura —pongamos por caso Eliot y Nietzsche, las profecías de los “Demonios” de Dostoievski y algunas novelas de Huxley—, y la literatura no miente.
A quienes están familiarizados con esas escrituras o con las de la vieja Biblia, precisamente porque viven en lo real y no en la fabricada burbuja de un mundo supuestamente habitado por la plenitud de los deseos cumplidos, no puede sorprenderles en absoluto lo que ocurre delante de nuestros ojos.
Saben que las viejas y nuevas satrapías se sostuvieron siempre del mismo modo; —digamos como faraones o al “estilo asiático” de tártaros y mongoles— sobre un control de la población mediante el infanticidio en sus varias formas, la ausencia de una educación seria y libre, una expropiación a través del impuesto confiscatorio, y la utilización esclavista de unos seres de desgracia, que son quienes sostienen los tinglados del poder. Y todo el mundo debe ser censado y conocido, precisamente para ser transparente y útil para el Augusto César.
El poder prefiere siempre que el mundo de sus gobernados sea como una casita de cristal, en la que no pueda esconderse ni un mal pensamiento, y donde no haya nadie que suba en estos días invernales al trastero de su casa y baje con una caja de cartón con figuras de barro para poner un belén, o teatrillo del mundo en torno a un niño en un pesebre ante el que se arrodillan unos reyes estrelleros. Son cosas que no pueden ser más políticamente incorrectas, y no gustan al Divino César. Pero nos defienden de las satrapías, y son nuestra alegría navideña.
José Jiménez Lozano, Premio Cervantes en 2002