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La luz del nacimiento en la tierra del Hijo de Dios hecho hombre, jamás cabe en toda su intensidad, ni en la inteligencia ni en el corazón de ningún hombre. Y de esa luz vivimos
Ningún corresponsal hubiera transmitido la noticia. Ni siquiera se hubiera preocupado de investigar, y de enterarse de detalles. Un niño ha nacido en un pesebre en las afueras de Belén. Seguramente no era la primera vez que ocurría algo semejante. ¿A quién le puede interesar ese hecho?
Si acaso le hubieran llegado rumores de que unos pastores había recibido la visita de unos ángeles, que desde el cielo, les anunciaron el nacimiento de ese niño, y les habían cantado: «Gloria a Dios en el Cielo, y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad», se hubiera limitado a considerar que el mundo estaba lleno de “visionarios”.
Y así, el corresponsal habría perdido la oportunidad de transmitir la única noticia que ha hecho girar el eje de la tierra; la única noticia que ha influido en todas las civilizaciones y construcciones de los hombres; la única noticia que da sentido al resto de la historia humana.
La noticia requiere palabras precisas, y no muchas consideraciones. En resumen podría haber sido así:
¿Quién nace? Jesucristo; el Hijo de Dios hecho hombre.
¿Cómo es posible que nazca Dios, el infinito, el eterno? «El Verbo hecho niño nos ayuda a comprender el modo de actuar de Dios, para que seamos capaces de dejarnos transformar cada vez más por su amor, por su bondad, y por su infinita misericordia» (Benedicto XVI).
¿Cómo nace? De María Virgen; y por obra y gracia del Espíritu Santo.
¿Para qué nace? «El Hijo mismo de Dios descendió en una carne semejante a la del pecado para condenar el pecado y, después de haberlo condenado, excluirlo completamente del género humano. Llamó al hombre a la semejanza consigo miso, lo hizo imitador de Dios, hijo de Dios, lo encamino en el camino indicado por el Padre para que pudiese ver a Dios, y le diese en don al mismo Padre» (San Ireneo).
Quizá estas palabras —en toda su grandeza— resuenan a algo de “otros tiempos” en los oídos de no pocos cristianos de hoy. Y no dejan de tener razón; porque son palabras nuevas en estos tiempos, en aquellos tiempos, en los tiempos futuros; en todos los tiempos. Son “de otros tiempos”, sencillamente porque son las palabras del Amor Eterno de Dios.
Y a la vez, es la única noticia que nunca perderá actualidad: el único acontecimiento que permanecerá como “la noticia del día”, hasta que lleguen “el cielo nuevo y la tierra nueva”. La única noticia de la que el ser humano, hombre o mujer, nunca llegará a penetrar todo su sentido, la plenitud de su significado.
La luz del nacimiento en la tierra del Hijo de Dios hecho hombre, jamás cabe en toda su intensidad, ni en la inteligencia ni en el corazón de ningún hombre. Y de esa luz vivimos.
Herodes le declara la guerra. Tiembla ante los rumores que le llegan cuando los Magos buscan al Señor; y pretende acallar la voz de Dios, en el sueño inútil y estéril del hombre de acallar a Dios, de enterrar el Amor de Dios. El Niño Resucitará. La tumba de los “herodes” que han sido y serán, permanecerá sellada eternamente.
Los pastores se arrodillaron ante el Recién Nacido, lo contemplaron en los brazos de su Madre Santísima; saludaron cariñosamente a José, guardián del Misterio del Nacimiento de Dios; y se alejaron gozosos y contentos, transmitiendo la “única noticia” a todos los que se encontraron en los caminos. Los ángeles no les habían engañado.
«Dios se hace Niño. Dejémonos sorprender, iluminar por la Estrella que inundó de alegría el universo» (Benedicto XVI).
En muchos hogares cristianos, padres, hijos, abuelos reunidos, se cantarán estas entrañables palabras: “Cristianos, venid; Cristianos, llegad; y adorad al Niño, que ha nacido ya”.
Y en toda la tierra se oirá la voz de los ángeles que en el Cielo celebran eternamente el Nacimiento, en un pesebre en Belén, del Hijo de Dios hecho hombre.
“Gloria a Dios en el Cielo; y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad”.
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