La corrupción también es mala para el corrupto quien, a cambio de poder o dinero, deja por el camino jirones de su propia dignidad
ABC (Cataluña)
Quienes han sufrido el cáncer, lo hayan vencido o no, suelen mejorar en el proceso: se hacen más humanos, más fuertes y a quienes creemos animarles, nos acaban dando ánimo y más de una lección. Por el contrario, quienes se hunden en el barrillo de la corrupción aspiran a arrastrar a quienes les rodean para relativizar su propio descenso.
Soy un asiduo de las analogías aunque procuro tener presente sus limitaciones. Decía Einstein (y a ver quién le contradice) que «las cosas han de simplificarse todo lo posible… pero no más». La analogía ayuda a entender, por ejemplo, qué es un Fondo de Rescate viendo cómo el Vito Corleone de El Padrino (1972) hace favores que tarde o temprano se cobra en forma de ofertas que no se pueden rechazar.
Pero si la analogía sirve para empezar a entender una realidad compleja, uno ha de apearse a tiempo de aquélla si quiere seguir entendiendo ésta, que por algo es más compleja. Hay una analogía que ya es un lugar común, la que compara la corrupción con el cáncer. Ambos son malos, se extienden rápidamente y con frecuencia no se ven hasta que ya es muy tarde.
Que la corrupción es mala para la sociedad es obvio, pues desvía parte de sus recursos hacia los caprichos de algún caradura. Pero también es mala para el corrupto quien, a cambio de poder o dinero, deja por el camino jirones de su propia dignidad. El Marlon Brando de La Ley del Silencio (1954) lo ve claro, desde su simpleza de boxeador sonado y gana autoestima, dignidad y chica al plantar cara a su jefe, lo que casi le cuesta el trabajo y la vida.
El cáncer, como la corrupción, también se extiende como un email vírico. Hace unas semanas compartí conversación y lamentos con un taxista que sufría, como todos, los estragos de la crisis. En la intimidad del trayecto comenzamos a desahogarnos al contraponer lo mal que parecen estar las cosas con lo bien que, aparentemente, les va a “los corruptos”.
Nos despachamos a gusto. Como el hombre resultó ser de mi tierra, establecimos un vínculo que al final del trayecto quiso materializar regalándome dos recibos en blanco por si quería pasar algún gasto a la empresa. Hummm; la misma persona que bramaba contra la corrupción pasó en unos segundos a trabajar para ella. Sutil frontera, desdibujada por la neblina del día a día.
Si no nos imponemos límites claros y los respetamos, tarde o temprano nos daremos cuenta de que ya los hemos rebasado. Finalmente, el cáncer y la corrupción no suelen detectarse hasta que es tarde. En La fuerza del cariño (1983) la aparición de la enfermedad marca la progresiva transición de comedia a drama del mismo modo que en Copland (1996) un Sylvester Stallone honesto y algo sordo va descubriendo corrupción en los vecinos policías que al comienzo eran sus amigos.
Hay, sin embargo, una diferencia de fondo entre el cáncer y la corrupción. Quienes han sufrido la enfermedad, la hayan vencido o no, suelen mejorar en el proceso: se hacen más humanos, más fuertes y a quienes creemos animarles, nos acaban dando ánimo y más de una lección. Por el contrario, quienes se hunden en el barrillo de la corrupción aspiran a arrastrar a quienes les rodean para relativizar su propio descenso.
Lástima pues era una buena analogía, pero, pregúntense, dado lo efímero de nuestro paso por este mundo, cómo les gustaría ser recordados, si como luchadores contra el cáncer o como servidores de la corrupción. No creo que hagan falta analogías para explicarlo.
Luis Palencia. Profesor del IESE. Universidad de Navarra