Quedarse simplemente con los beneficios de la técnica empobrece al ser humano
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El deber cultural del ser humano es avanzar hacia la búsqueda de la verdad y aplicar en tal fin los resultados de nuestro conocimiento
La misión de la cultura es formular y ahondar en las cuestiones más esenciales del hombre: quién es, hacia dónde va, qué civilización construye y bajo qué valores… En este sentido la cultura se encuentra en un período de involución y retroceso. El hombre medio alimenta con holgura su estómago, pero descuida con pasmo su espíritu.
La gélida sinrazón es la más mortífera invasión que jamás ha padecido Occidente. La tecnología —no confundir con ciencia— es estéril cuando se ningunean los principios básicos del conocimiento y el consecuente amor por la verdad. La tarea de la ciencia, de la filosofía y del pensamiento intelectual es una investigación constante y calmada sobre la verdad del hombre y del mundo; apreciar otro objetivo es perderse en sucedáneos.
Uno de los peores síntomas de la coyuntura presente es el término basura, que de manera inconsciente acompaña a gran parte de la actividad hipotéticamente intelectual. Ante esta funesta situación Internet, por ejemplo, es el ágora del siglo XXI. La cultura se consume del mismo modo que se sirve la comida en las cadenas de hamburguesería: en pequeñas raciones sistematizadas para espíritus como versados en el esfuerzo y el rigor académico que exige la empresa intelectual.
Produce grima constatar esta situación cuando mediante el conocimiento actual podemos alcanzar una mayor conciencia de quién es el hombre y qué es el mundo. Sin embargo, no encuentro mejor calificativo para mi época que la barbarie intelectual ya que el pensamiento permanece congelado desde hace décadas y no parece avanzar hacia ningún horizonte.
Es gracioso cuando se habla de civilización. De ella sólo resta el legado al que nos empeñamos en volatilizar. Yo mismo, situado en la naturaleza me confundiría con un ilergete. Negada la verdad universal y los valores fundamentales de la cultura, la cabeza media del hombre occidental ya no se encuentra sobre los hombros, pues resulta innecesaria, le sobra con las cuerdas de la técnica que lo guían. Cada vez son menos los que están a la altura de las cuestiones trascendentes del ser humano.
Basta encontrarse con un homónimo para descubrir que el hombre civilizado es una especie en extinción. No obstante, produce aversión leer o escuchar a determinados “intelectuales” de los temas cotidianos, ya que los resuelven cual labriego: a martillazos. No tengo la menor duda que la media actual posee unos conocimientos universales muy por debajo del hombre medio del siglo XVIII.
Nadie puede discutir que el siglo XX alcanzó mayores progresos que en toda la historia precedente. No obstante, no siempre se han acompañado del conocimiento sobre el hombre y sobre Dios. En este aspecto, son interesantes las palabras de Benedicto XVI cuando expresa que la actividad intelectual, filosófica y científica se «beneficia claramente del reconocimiento de la dimensión espiritual y de su búsqueda de respuestas definitivas, que permitan el reconocimiento de un mundo que existe independientemente de nosotros, que no comprendemos exhaustivamente y que sólo podemos comprender en la medida en que logramos aferrar su lógica intrínseca» (Benedicto XVI, discurso en la Academia Pontificia de Ciencias, 28 de octubre de 2010).
Cuando el hombre más se conoce a sí mismo y a la realidad que le alberga descubre la existencia de una ley, de un logos, de una razón omnipotente distinta a la del hombre y que sostiene el devenir del cosmos. En este sentido, el deber cultural del ser humano es avanzar hacia la búsqueda de la verdad y aplicar en tal fin los resultados de nuestro conocimiento. Quedarse simplemente con los beneficios de la técnica empobrece al ser humano mismo porque no alcanza a dar las respuestas que exige el propio ser del hombre.