Publicamos un pasaje del libro-entrevista del periodista y escritor alemán Peter Seewald al Papa Benedicto XVI que lleva por título "Luz del mundo", tomado del capítulo sexto, "Tiempo de conversión".
El volumen fue será presentado en el Vaticano y en español es publicado por la Editorial Herder.
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Al comienzo del tercer milenio los pueblos del mundo experimentan un cambio radical de dimensiones hasta ahora inimaginables, en lo económico, lo ecológico y lo social. Los científicos consideran que la próxima década será decisiva para la subsistencia de este planeta.
Santo Padre, usted mismo utilizó en enero de 2009, ante diplomáticos en Roma, estas dramáticas palabras: «Hoy más que nunca, nuestro porvenir está en juego, al igual que el destino de nuestro planeta y sus habitantes». Si no logramos introducir pronto un cambio de amplias dimensiones, dice en otra parte, aumentará tremendamente el desvalimiento y se estará ante un escenario caótico. En Fátima, su prédica adquiere ya un tono casi apocalíptico: «El hombre ha sido capaz de desencadenar una corriente de muerte y de terror que no logra interrumpir».
¿Ve usted en los signos de los tiempos las señales de una cesura que cambie el mundo?
Hay, por supuesto, signos que nos estremecen, que nos intranquilizan. Pero también hay otros signos que pueden servirnos de punto de enlace y darnos esperanzas. Ya hemos hablado extensamente sobre el escenario de terror y de amenaza. Yo agregaría todavía algo más, que me quema especialmente en el alma desde las visitas de los obispos.
Muchísimos obispos, sobre todo de América Latina, me dicen que allá, por donde pasa el corredor del cultivo y del tráfico de drogas —y son partes importantes de esos países—, es como si un monstruo malvado hubiese puesto sus manos en el país y corrompiera a los hombres. Creo que esa serpiente del tráfico y consumo de drogas abarca toda la tierra, es un poder que no nos imaginamos como se debe. Destruye a la juventud, destruye a las familias, conduce a la violencia y amenaza el futuro de países enteros.
También esto forma parte de las terribles responsabilidades de Occidente: el hecho de que necesita drogas y de que, de ese modo, crea países que tienen que suministrárselas, lo que, al final, los desgasta y destruye. Ha surgido una avidez de felicidad que no puede conformarse con lo existente. Y que entonces huye, por así decirlo, al paraíso del demonio, y destruye a su alrededor a los hombres.
A esto se agrega otro problema. No podemos siquiera imaginarnos, dicen los obispos, la destrucción que trae consigo el turismo sexual en nuestra juventud. Se están dando allí procesos extraordinarios de destrucción que han nacido de la arrogancia, del tedio y de la falsa libertad del mundo occidental.
Se ve que el hombre aspira a una alegría infinita, quisiera placer hasta el extremo, quisiera lo infinito. Pero donde no hay Dios, no se le concederá, no puede darse. Entonces, el hombre tiene que crear por sí mismo lo falso, el falso infinito.
Es un signo del tiempo que, precisamente como cristianos, debe desafiarnos de forma urgente. Hemos de poner de manifiesto —y vivir también— que la infinitud que el hombre necesita sólo puede provenir de Dios. Que Dios es de primera necesidad para que sea posible resistir las tribulaciones de este tiempo. Que tenemos que movilizar, por así decirlo, todas las fuerzas del alma y del bien a fin de que en contra de esta acuñación falsa se yerga una verdadera, y de ese modo pueda hacerse saltar el circuito del mal y se lo detenga.
Con la vista puesta en el fin de los recursos, el fin de una vieja época, el fin de una determinada forma de vida, nuevamente y con toda fuerza tomamos consciencia de la finitud de las cosas en sí mismas, también del fin de la vida en general. Muchos ven ya en los signos de este tiempo el signo de un tiempo final. Advierten que tal vez el mundo no sucumba, pero que se encamina en una nueva dirección. Y que una sociedad enferma, en la que aumentan sobre todo los problemas psíquicos, anhela hasta con ánimo suplicante sanación y salvación.
¿No habría que reflexionar acerca de si esta nueva orientación puede estar relacionada con el regreso de Cristo?
Como usted dice, lo importante es que existe una necesidad de sanación y que, de alguna manera, se puede entender de nuevo lo que significa salvación. Los hombres reconocen que, si Dios está ausente, la existencia se enferma y el hombre no puede subsistir; que necesita una respuesta que él mismo no es capaz de dar. En tal sentido, éste es un tiempo de adviento que ofrece también muchas cosas buenas.
Por ejemplo, la gran comunicación con la que contamos hoy en día puede llevar, por un lado, a una despersonalización total. En ese caso no se está más que inmerso en el mar de la comunicación pero no se produce ya encuentro alguno con personas. Por el otro lado, sin embargo, esta comunicación puede constituir también una oportunidad: por ejemplo, de que nos percibamos mutuamente, de que nos encontremos, nos ayudemos, de que salgamos de nosotros mismos.
De ese modo, me parece importante no ver sólo lo negativo. Debemos percibir, sí, con toda agudeza lo negativo, pero también tenemos que ver todas las oportunidades de bien que se hallan presentes, las esperanzas, las nuevas posibilidades que existen para nuestra condición humana. En última instancia, para anunciar después la necesidad del cambio, que no puede producirse sin una conversión interior.
¿Qué significa eso, en concreto?
Esta conversión supone que se coloque nuevamente a Dios en primer término. Entonces, todo cambia. Y que se pregunte por las palabras de Dios para dejar que ellas iluminen, como realidades, el interior de la propia vida. Por así decirlo, debemos arriesgarnos nuevamente a hacer el experimento con Dios a fin de dejarlo actuar en nuestra sociedad.
Según su propia comprensión, el evangelio no contiene un mensaje proveniente del pasado, un mensaje ya agotado. Por el contrario, la presencia y la dinámica de la revelación de Cristo consiste justamente en que, en cierta medida, proviene del futuro, y es a su vez de importancia decisiva para el futuro de cada uno y el de todos. Cristo se aparecerá, «la segunda vez, sin relación ya con el pecado, a los que a Él aguardan, para darles la salvación», dice la Carta a los hebreos.
¿La Iglesia no debería informar con mucha más claridad acerca de que, según la Biblia, el mundo no se encuentra sólo en el tiempo después de Cristo, sino, en medida mucho mayor aún, nuevamente en el tiempo antes de Cristo?
Ésa fue, en efecto, una inquietud de Juan Pablo II, señalar con claridad que nuestra mirada se dirige hacia el Cristo que viene. Es decir que el que ha venido es mucho más aún el que está por venir, y que, en esa perspectiva, vivimos la fe en orientación hacia el futuro. Eso implica que estemos realmente en condiciones de exponer de vuelta el mensaje de la fe desde la perspectiva del Cristo que viene.
A menudo, esa condición de Cristo que viene se ha proclamado en fórmulas que, si bien son verdaderas, al mismo tiempo han envejecido. Ya no le hablan a nuestra constelación de vida y, a menudo, han dejado de ser comprensibles para nosotros. O bien ese Cristo que viene sufre un vaciamiento total y es falseado en el sentido de un tópico moral general del que no proviene nada y que no significa nada.
Por tanto, debemos procurar decir realmente la sustancia en cuanto tal, pero decirla de forma nueva. Jürgen Habermas dijo que es importante que haya teólogos que puedan traducir el tesoro que se conserva en su fe de tal modo que, en el mundo secular, sea una palabra para este mundo. Tal vez él lo entiende de manera algo diferente que nosotros, pero tiene razón en que el proceso interior de traducción de las grandes palabras a la imagen verbal y conceptual de nuestro tiempo está avanzando, pero aún no se ha logrado realmente. Y esto sólo puede conseguirse si los hombres viven el cristianismo desde Aquel que vendrá. Sólo entonces podrán también expresarlo en palabras. La afirmación, la traducción intelectual, presupone la traducción existencial. En tal sentido son los santos los que viven el ser cristiano en el presente y en el futuro, y a partir de su existencia el Cristo que viene puede también traducirse de modo de hacerse presente en el horizonte de comprensión del mundo secular. Ésta es la gran tarea frente a la cual nos encontramos.
Los cambios de nuestro tiempo trajeron también consigo otras formas y filosofías de vida, pero también una nueva percepción de la Iglesia. Los avances de la investigación médica plantean retos éticos enormes. También exige respuestas el nuevo universo de Internet. Aunque ya era un hombre anciano y enfermo, Juan XXIII recogió el cambio producido después de las dos guerras mundiales para interpretar, como dice en la bula de convocación Humanae Salutis, del 25 de diciembre de 1961, en un concilio los signos de los tiempos.
¿Lo imitará Benedicto XVI?
Bueno, Juan XXIII hizo un gesto grande e irrepetible al confiar a un concilio universal el entender hoy de nuevo la palabra de la fe. El concilio cumplió sobre todo el gran cometido pendiente de definir de nuevo tanto la vocación de la Iglesia como su relación con la modernidad, así como también la relación de la fe para con este tiempo y sus valores. Pero traducir lo dicho a la existencia y permanecer, al hacerlo, en la continuidad interna de la fe es un proceso mucho más difícil que el mismo concilio. Sobre todo porque el concilio ha llegado al mundo en la interpretación de los medios, y no tanto con sus propios textos, que casi nadie lee.
Creo que nuestra gran tarea ahora, después de que se han aclarado algunas cuestiones fundamentales, consiste, ante todo, en sacar nuevamente a la luz la prioridad de Dios. Hoy lo importante es que se vea de nuevo que Dios existe, que Dios nos incumbe y que Él nos responde. Y que, a la inversa, si Dios desaparece, por más ilustradas que sean todas las demás cosas, el hombre pierde su dignidad y su auténtica humanidad, con lo cual se derrumba lo esencial. Por eso, creo yo, hoy debemos colocar, como nuevo acento, la prioridad de la pregunta sobre Dios.
¿Piensa usted que la Iglesia católica podría prescindir realmente del Concilio Vaticano III?
Hemos tenido en total más de veinte concilios. Seguramente, en algún momento habrá de nuevo otro. Por el momento no veo que estén dadas las condiciones para hacerlo. Creo que en este momento el instrumento correcto son los sínodos, en los que el episcopado entero está representado y, por así decirlo, se encuentra en un movimiento de búsqueda, mantiene en unión a la Iglesia entera y, al mismo tiempo, la lleva hacia delante.
Que en alguna ocasión llegue de nuevo el momento de hacer un gran concilio deberíamos dejarlo en manos del futuro.
Por el momento necesitamos sobre todo los movimientos espirituales en los que la Iglesia universal recoge las experiencias del tiempo y, simultáneamente, partiendo de las experiencias interiores de la fe y de su fuerza, coloca hitos y, de ese modo, hace nuevamente de la presencia de Dios el punto central.
Como sucesor de Pedro, usted trae siempre de nuevo a la memoria el “plan” decisivo que existe para este mundo. No un plan A o un plan B, sino el plan de Dios. Tal y como usted mismo anunció, «Dios no es indiferente frente a la historia de la humanidad», y, en última instancia, Cristo es «el Señor de toda la creación y de toda la historia». Karol Wojtyla tuvo la misión de conducir a la Iglesia en su paso hacia el tercer milenio. ¿Cuál es la misión de Joseph Ratzinger?
Yo diría que no habría que fragmentar demasiado la historia. Estamos tejiendo todos en un tapiz común. Karol Wojtyla fue, por así decirlo, regalado por Dios a la Iglesia en una situación muy determinada, crítica, en la que, por una parte, estaba la generación marxista, la generación del 68, que cuestionaba la totalidad de Occidente, y en la que, por el contrario, el socialismo real se desintegró. Abrir en medio de esta contra posición la salida hacia la fe y señalarla como el centro y el camino fue un momento histórico de índole especial.
No todo pontificado debe tener una misión totalmente nueva. Ahora se trata de continuar eso mismo y de captar el dramatismo del tiempo, seguir sosteniendo en él la palabra de Dios como la palabra decisiva y dar al mismo tiempo al cristianismo aquella sencillez y profundidad sin la cual no puede actuar.