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Todo intento de reducir el hombre a sus connotaciones más materiales, más animales, más biofísicas, no consigue más que encerrarlo en una celda en la que no le quedará otro remedio que la muerte por ahogamiento
El hombre: ¿un ser biofísico, psíquico-espiritual, cultural, religioso?
Paremos un instante la atención en las ansias de eternidad que expresa Cernuda en estos versos:
«Oh Dios. Tú que nos has hecho para morir, ¿por qué nos infundiste la sed de eternidad, que hace al poeta?».
Y consideremos también el escondido anhelo de infinito que Leopardi deja transparentar en unos de sus versos más universales:
«Así en esta inmensidad se anega el pensamiento mío y el naufragar me es dulce en este mar».
Ante esas perplejidades y afanes de los poetas, la pregunta surge inmediata: ¿qué hay detrás de esa apertura de su pensamiento ante la inmensidad y del palpitar de su corazón ante la eternidad?
No sería difícil concluir que los poetas consiguen expresar de manera diferente a la de los santos —o semejante, que también hay muchos poetas santos y muchos santos poetas—, el afán de eternidad, de conocer lo desconocido, de navegar por nuevos horizontes, que palpitan en todo ser humano, aunque en ocasiones trate de ocultarlos, de olvidarlos, de arrancarse los ojos para no verlos, de cerrar los oídos para no sentir el cantar de las sirenas.
¿Quién desea la muerte de la persona querida? ¿Quién anhela el final de un instante de felicidad? ¿Quién no eleva su mirada al cielo, cuando la oscuridad domina toda la tierra?
A veces se pretende reducir el hombre a su realidad biofísica, quizá compensada con un contrapunto psíquico-espiritual, y un cierto añadido —barnizado, sería la palabra más apropiada— cultural. Y es corriente que en los análisis de las necesidades del hombre se reduzca el estudio a esos planos, sin hacer la mínima referencia al religioso —relación con Dios—, que se expresa en el "yo" de cada ser humano, en su propia conciencia de ser persona única, exclusiva, irrepetible.
La historia del hombre es reacia a esa reducción. Desde sus primeros pasos sobre la tierra, el hombre ha dejado huellas de sus hábitos de comer para mantenerse en vida; de sus trabajos para dominar el ambiente que le rodeaba; de sus anhelos de comunicarse con los otros hombres, a quienes vio siempre como sus semejantes, para el bien o para el mal; y de sus oraciones para dirigirse a un Ser, de Quien se sabía dependiente, y comprendido, y amado, en medio de un gran misterio.
No hay cultura, no hay sociedad humana, no hay familia humana, no hay psique humana que, por un camino o por otro, no haya manifestado un deseo no muy definido —es cierto— de "salvación". ¿Por qué?
Si el hombre fuera el producto de una evolución de la materia, aparte de que quedaría sin saber porqué existe la materia, y por qué hubiera tenido que evolucionar, no se explicaría por ningún camino el afán de inmensidad, el anhelo de eternidad, el hambre de salvación que laten en el fondo del "yo" del hombre.
Y mucho más quedarían sin explicación la realidad de su amar, de su sufrir, de su preguntarse siempre sin jamás encontrarse satisfecho. O sea, de su ser consciente de tener algo siempre nuevo por hacer, de ser una obra inacabada, una sinfonía incompleta; de encontrar renovado su anhelo de salvación cada día.
En realidad, el hombre sólo es comprensible en el conjunto de todas sus cualidades. Y no en un conjunto desordenado, lo biofísico por un lado, lo psíquico-espiritual por otro, la cultura por un rincón cualquiera de su persona, y la religión en una nebulosa.
Todas las cualidades, todas las facultades están al servicio de la realidad personal del hombre, de su "yo". Bien aunadas, y al servicio de ese "yo", el hombre encuentra su sentido, el sentido de su ser y de su vivir; y se descubre abierto al mundo, abierto a sus semejantes, abierto a Dios.
Todo intento de reducir el hombre a sus connotaciones más materiales, más animales, más biofísicas, no consigue más que encerrarlo en una celda en la que no le quedará otro remedio que la muerte por ahogamiento. Hecho, creado para volar; si se corta las alas se condena irremediablemente a no-ser, a no-vivir vida humana, a no amar, a no sufrir, a no anhelar ninguna "salvación".
Después de tantos intentos fallidos de "explicación científica" del hombre, de la persona-hombre, de su "yo"; después de tantos intentos fallidos de reducir el hombre a un puñado de fuerzas materiales bio-físicas, llámense hormonas, código genético, o fuerzas cósmicas de proveniencia desconocida, también entre un buen número de científicos —verdaderos científicos, se entiende— se comienza a hablar de nuevo de ese "algo" que da sentido al código genético de "este hombre", que hace posible que "este hombre" sea libre, ame, porque quiera amar y ser amado.
A ese "algo" no pocos llaman "alma", "aliento de vida recibido", que permite al hombre darse cuenta de que "está hecho" —nadie se ha dado la vida a sí mismo—, "creado", para horizontes más amplios que la tierra, y por Alguien que le ama: Dios.