Diario de Navarra
«Enseño a mis alumnos detalles de un inmenso paisaje que ellos posiblemente nunca podrán recorrer». Así describía su propio trabajo Ludwig Wittgenstein, el filósofo vienés considerado por muchos como el pensador más profundo del siglo XX. Así veo yo también mis clases o los artículos en los que, siguiendo la tradición socrática, intento estimular la creatividad personal de quienes me escuchan o trato de invitar —¡de urgir!— a mis lectores a pensar por su cuenta y riesgo.
Como enfatizó Hannah Arendt, el mayor peligro que se cierne sobre nuestras vidas es a fin de cuentas la banalidad. La superficialidad es —me parece a mí— uno de los componentes básicos de la cultura contemporánea. Pararse a pensar está considerado casi siempre como cosa de mal gusto y la filosofía suele ser menospreciada por ininteligible o irrelevante. En nuestra sociedad, el "soma" de Un mundo feliz —que disipaba todas las preocupaciones y las melancolías— forma ya parte de la dieta habitual de jóvenes y adultos.
La atención compulsiva a los medios de entretenimiento visuales y auditivos narcotiza tan eficazmente el espíritu humano que hace superfluo el pensamiento y evita que se preste atención a los problemas acuciantes que afectan hoy en día a la humanidad. Sólo unos pocos, casi siempre en los márgenes de la sociedad, mantienen la antorcha serena del pensamiento en medio de la algarabía mediática; se escuchan unos a otros e intentan avalar con sus vidas la primacía de la creatividad personal sobre el aletargante consumismo colectivo. Son los artistas, los profesores de filosofía, los místicos y todos aquellos a quienes importa más el ser que el tener, aquellos que valoran más el querer y el ser queridos que el medrar en la escala social.
La filosofía nunca ha estado de moda. Ya el primero de los filósofos, Sócrates, —cuyo natalicio conmemoramos esta semana— fue obligado por sus conciudadanos a darse muerte por irritar a los poderosos de Atenas y perturbar a la juventud con sus enseñanzas. Hoy tampoco se valora la filosofía, pero el que la Unesco haya establecido el tercer jueves de noviembre de cada año como el "Día internacional de la filosofía" hace posible que al menos una vez al año la filosofía como institución sea noticia y pueda asomarse a las páginas de la prensa. Algunos piensan que la filosofía ha perdido el contacto con la gente, porque se ha convertido en una sofisticada tarea científica del todo ininteligible para el ciudadano corriente.
Hay, sin duda, algo de esto: todos los saberes en los dos últimos siglos han vivido un desarrollo formidable gracias, al menos en parte, a su especialización. Sin embargo, vale la pena recordar que la filosofía no es —no puede ser— un mero ejercicio académico, sino que es más bien un instrumento para la progresiva reconstrucción crítica y razonable de la práctica diaria personal y comunitaria.
El rigor de la especialización debe estar compensado siempre por la relevancia humana de la búsqueda y el perfeccionamiento personal. La pretensión de verdad no se conforma con la contemplación; aspira siempre a mejorar la vida de los seres humanos. Una filosofía que se aparte de los genuinos problemas humanos —tal como ha hecho buena parte de la filosofía moderna— es un lujo que a estas alturas del siglo XXI no podemos permitirnos.
John Dewey escribió en Reconstruction in Philosophy que «la filosofía se recupera a sí misma cuando deja de ser un recurso para ocuparse de los problemas de los filósofos y se convierte en un método, cultivado por filósofos, para ocuparse de los problemas de los hombres». Con Hilary Putnam —quizá el mayor filósofo vivo en la actualidad— creo «que los problemas de los filósofos y los problemas de los hombres y las mujeres reales están conectados y que es parte de la tarea de una filosofía responsable lograr esa conexión». Este y no otro es para mí el papel de la filosofía.
Jaime Nubiola. Profesor de Filosofía. Universidad de Navarra