Dos elementos capitales en el obrar de un cristiano: contar con Dios y con su ciencia profesional, cualquiera que sea
Levante-Emv
Ante la afirmación de que la fe construyó las grandes catedrales europeas, Étienne Gilson respondió que ciertamente la fe hizo posible esas bellas realidades en piedra, pero también las matemáticas. Unía así dos elementos capitales en el obrar de un cristiano: contar con Dios y con su ciencia profesional, cualquiera que sea.
He recordado esta idea con la homilía del Papa en la dedicación de la basílica de la Sagrada Familia. En su parlamento, basado muy especialmente en las ideas del genial arquitecto catalán, Benedicto XVI dijo que Antoni Gaudí hizo algo que es una de las tareas más importantes de hoy: superar la escisión entre conciencia humana y conciencia cristiana, entre existencia en este mundo temporal y apertura a una vida eterna, entre belleza de las cosas y Dios como belleza.
Se refirió mucho más ampliamente a la labor del arquitecto, pero me voy a quedar en esta idea, que tanto tiene que ver con la afirmación de Gilson, porque Gaudí expresó su fe con piedras, trazos, planos y cumbres, es decir, mostró la grandeza de aquello que creyó a través de su quehacer profesional. Ya en el aeropuerto de Santiago de Compostela se refirió al templo barcelonés como un reflejo de la grandeza del espíritu humano que se abre a Dios. Y despidiéndose en El Prat, todavía hablaba de la basílica de la Sagrada Familia como algo «que Gaudí va concebre com una lloança en pedra a Déu».
Es bien sabido que el Papa puede estimar grandemente una obra como esta porque es una expresión plástica y monumental de algo que, como he recordado en el párrafo anterior, es superador de un tema al que se refirió igualmente en su charla con los periodistas que viajaban en el avión papal, en un contexto claro, aunque no bien entendido por todos. Me refiero a sus palabras sobre los desencuentros entre fe y modernidad, y su alusión a España con el deseo de buscar el encuentro entre fe y laicidad. Esa concordia es lo que observa en Gaudí y es el deseo de este Papa mil veces expresado. Su referencia a nuestros años treinta y a la actualidad no manifiesta ninguna identidad entre momentos, sino dos situaciones de desencuentro que es necesario superar.
Conciencia humana y conciencia cristiana. No es necesario destruir ninguna de ellas porque en el cristiano son una sola conciencia, que no puede matar lo humano para vivir la fe, ni ha de destruir la fe para vivir la modernidad; nada de eso es necesario si hay un diálogo fructífero entre fe y razón, entre ciencia y teología, entre arte y la Belleza que es Dios. No es preciso obligar a creer a nadie, pero tampoco es necesario obligar a esconder sus creencias al que las posee, es más, debe ponerlas al servicio del bien común.
Un Estado aconfesional —o la vivencia de una sana laicidad, en expresión del presidente de la República francesa— no necesita del laicismo excluyente de Dios. El creyente tiene el grato deber de amar a todos y de servir a su país con lo mejor de sí mismo, lo que, en muchas ocasiones, procede de su fe. Pero eso no puede ser reprochable, como si fuera malo a priori porque si verdaderamente fuera un mal, no sería cristiano.