El Dios de la fe ha sido suplantado por los propagandistas de la beatitud sonámbula
ABC
«No es verdad, como se dice en ocasiones, que el hombre sea incapaz de organizar el mundo de espaldas a Dios. Lo que sí es verdad es que el hombre, si prescinde de Dios, lo único que puede organizar es un mundo contra el hombre». Cuando Henri de Lubac resumió en esa fórmula el dramático abismo del "humanismo ateo", las chimeneas de Auschwitz eran las lámparas votivas en los altares del siglo de la mega-muerte.
Ahora (casi setenta años después de que el teólogo francés pusiera en evidencia a quienes, por empeñarse en escupir al cielo, convirtieron la tierra en un impío cementerio), ha sido un teólogo alemán el que ha denunciado el genocidio cultural que se pretende perpetrar en nombre de un progresismo intonso, lacayuno y mostrenco.
Que hayamos dejado atrás los hornos crematorios; que la geografía amarga del Gulag no salga reflejada en nuestros infalibles gepeeses; que juremos que nunca —¡Nunca Más!—le abriremos la puerta a los demonios que alientan al otro lado del espejo; que nos jactemos, en fin, de haber sido capaces de arrumbar el horror en las enciclopedias, no nos hace mejores y no deslinda el futuro de las miserias del pretérito.
Europa es, hoy por hoy, un continente desalmado, un criadero de zombis satisfechos. El Dios de la fe ha sido suplantado por los propagandistas de la beatitud sonámbula y la pachorra intrascendente. En cuanto al de los filósofos, ni está, ni se le espera.
Los manuales de autoayuda no dan ninguna pista sobre el particular porque en la inopia ingrávida lo sustantivo ofende. Vivimos, sin embargo, objetarán los defensores de la modernidad sin atributos, de los derechos a granel, de la conciencia uniformada, de los valores de recuelo.
Vivimos, bien es cierto. Pero también es verdad que, al bies de la certeza, a algunos nos asalta una desazón idéntica a la de aquellos campesinos que, en los relatos de Platónov, se prosternaban ante la luminosa oscuridad de los iconos «porque sentían que la vida ya no era sino el tiempo que les quedaba por vivir». Entonces, el día a día, recobraba el sentido y la existencia, así, tornaba a ser vividera.
Benedicto XVI, que ha ejercido siempre de paladín del "logos", que ha buceado en el hondón de la Palabra a través de "la Biblia traducida al griego", retomó en su visita a España la clave y el remedio del trágico fracaso de la espiritualidad moderna. Que no consiste, obviamente, en excluir o marginar a esos teólogos de la inmanencia que son los auténticos ateos, sino en batallar contra la pereza anímica del "qué-más-da-ocho-que-ochenta" y contra los mezquinos devaneos de un agnosticismo vergonzante que termina varado en la vergüenza ajena.
Es el retorno al magisterio de Platón, al corazón del pensar griego: que belleza y verdad son conceptos gemelos, y que lo sagrado es eso, y que ahí anida el temblor que nos sustenta. Y que lo bello, lo verdadero, lo sagrado, exigen expresarse en una lengua litúrgica que agigante su eco. En "lingua sacra", ese latín en cuya comunión se inventó Europa por encima de las parlas y de los dialectos, llámense castellano, catalán o gallego. Y en esa plenitud de lo sagrado, el sentido emerge.
La Sagrada Familia, si sólo fuera piedra, sería un empeño hermoso, pero absurdo; el deliquio genial de un artista demente. Desde anteayer, en cambio, es un lugar de Dios, una expresión del "pneuma", una atalaya de lo divino (y de lo humano) que planta cara a un vendaval de insensateces.