Benedicto XVI es un enamorado de Dios y del ser humano
Las Provincias
Después del primer día del Papa en España, bien se pueden hilvanar unas cuantas ideas extraídas de sus discursos y homilías. Benedicto XVI ha llegado a Compostela como un peregrino y en calidad de tal ha dicho que peregrinar no es solamente viajar a un determinado lugar, sino que es salir de nosotros mismos para ir al encuentro de Dios allí donde se ha manifestado, allí donde la gracia divina se ha mostrado con particular esplendor.
Con esta imagen, bien podemos pensar en un peregrinaje hasta lo más hondo del corazón humano, de cada corazón, para extraer sin prejuicios lo que se espera de cada uno de nosotros. Salir de nosotros mismos no significa falta de interioridad, ni búsqueda de algo raro. Ese éxodo es alejamiento del egoísmo para buscar a Dios y, en Dios, al hombre, a todos los hombres y mujeres del mundo, todos merecedores de nuestro cariño y respeto por ser imagen del Creador.
Por eso mismo, ha podido afirmar con frase bella y verdadera que la Iglesia es el abrazo de Dios, en el que los hombres aprenden a abrazar a sus hermanos, descubriendo en ellos la semejanza divina, que constituye la verdad más profunda de su ser y que es el origen de la genuina libertad.
Dios, hombre, verdad, libertad son los temas centrales de unas intervenciones llenas de amor para esta vieja Europa, que ha de encontrar su rejuvenecimiento en esas coordenadas. Ha recordado el siglo XIX con la tristeza propia de quien ha visto ahí el comienzo de la huida de Dios con una exaltación del hombre convertida en su propia ruina por alejarse de su esencia, de lo que le es más propio.
Es gozosamente inevitable el recuerdo de aquel grito de amor que Juan Pablo II lanzaba a Europa en Santiago: Europa, se tu misma, vuelve a las raíces que te hicieron grande, que fueron las bases de un humanismo verdaderamente interpretativo de la persona, de un modo de ser en cuya ejecutoria no faltaron miserias, pero pletórico de la grandeza de un ideal humano que, desprendido del Creador, se diluye en la indigencia del pobretón de espíritu, por más que haya alcanzado grandes cotas de bienestar que tendrán la pérdida de Dios como razón más profunda de su descalabro.
La Europa de nuestros días está empezando a repensar que, siendo cierta la autonomía de las realidades temporales, no puede entenderla como el laicismo que las desconecta completamente de Dios, como una emancipación total del que les da sentido. Por eso es recurrente en este Papa la referencia permanente a Dios, con las consiguientes ideas de verdad y libertad. La Iglesia no desea sacrificar la libertad en aras de la verdad, pero tampoco quiere lo contrario: matar la verdad en aras de una libertad que, convertida en pura elección sin norte ni referencia, se queda en una caricatura de ese gran don de Dios. La humanidad necesita indisociablemente a ambas.
Los cristianos nos obligamos a amar los avances científicos y técnicos, no debemos temer a la verdad; si es posible, hemos de ser pioneros en esa búsqueda, pero sabiendo que las verdades no se oponen entre sí. Ciencia y fe no son oponentes, sino complementarias. De hecho, no conozco a nadie que defienda el papel de la razón y de la inteligencia humana como lo hace la Iglesia Católica.
Basta recordar las encíclicas "Veritatis Splendor" y "Fides et Ratio" de Juan Pablo II, para observar que nadie ahondó tanto en el tema. Basta pensar en tantas obras del Cardenal Ratzinger —por ejemplo, "Fe, Verdad, Tolerancia" o "Creación y pecado", entre otras muchas— para leer un canto a la razón y a su armonía con la fe. Ésta, además, es corrector de la razón perdida.
Cuando reseñamos las raíces cristianas de Europa, nos referimos a algo más que a su reconocimiento oficial en algún documento de la Unión Europea. Esas raíces son más que una tradición cultural, constituyen la explicación más completa del hombre que se haya dado jamás.
Una corta tradición nacida en el siglo XIX está tratando de arrancar esas raíces porque está buscando una concepción de la persona humana autónoma de Dios, sin Él. Y sin la causa, los efectos se extravían, al menos se consideran de un modo que también es excluyente del hombre que, alejado de la verdad y de la libertad —porque se pierden sin su sentido—, paradójicamente es menos humano.
El Papa amable y brillante, tierno y sincero, teólogo y pastor, busca europeos reflexivos, que vean en su mejor tradición la palanca inigualable para que, siendo motores del progreso, formen un tipo de persona radicalmente humana, lo que significa radicalmente dependiente de Dios.
Benedicto XVI no es anti-nada ni anti-nadie; es un enamorado de Dios y del ser humano, que emplea toda su inteligencia, toda su fuerza pastoral, todo el empuje de su fe para impulsar una humanidad más feliz, no alcanzable de ningún otro modo. Ya vemos los frutos amargos de otros puntos de vista que conducen al vacío existencial a cambio del goce fugaz. Unos, meditación; todos, reflexión.