Una vez más se ha puesto de manifiesto que está en la vanguardia de la defensa de los derechos humanos.
La Gaceta
La calurosa acogida en Santiago y Barcelona, así como el intenso deseo de políticos de signo diverso (desde Rubalcaba a Rajoy, desde los Reyes y los Príncipes de España hasta Zapatero) de ser recibidos por el Papa, viene a confirmar: «La religión no es un problema que los legisladores deban solucionar», sino que es más bien una positiva inyección intravenosa en el torrente circulatorio de la sociedad. Como había dicho el Papa en su visita al Reino Unido: «Una contribución vital al debate nacional». Un factor social que merece un lugar bajo el sol. Tal vez por eso ha resonado con especial énfasis en el Obradoiro gallego la exclamación de Benedicto XVI: «Europa debe abrirse a Dios».
Su exaltación en Barcelona de la mujer y su trabajo (también el doméstico), del matrimonio "natural", de la belleza, la conciencia y la vida se insertan en la línea de las grandes declaraciones de Derechos del Hombre. Una vez más se ha puesto de manifiesto que Benedicto XVI está en la vanguardia de la defensa de los derechos humanos.
Tal vez por eso no ha sido exacto el reproche que se le ha hecho desde alguna prensa cuando —todavía en vuelo— hizo una referencia a la laicidad en los años treinta y en la España de hoy. Es evidente que no era una comparación entre "violencias", sino entre ideologías. Para los expertos en relaciones entre las Iglesias y los Estados, es sencillamente cierto que tanto en aquellos momentos como en éstos, existe un debate ideológico entre fe y modernidad. Un debate que lleva trazas, en mi opinión, de tener un desenlace positivo.
Es decir, hacer resurgir la noción originaria de laicidad, que es no tanto ser un instrumento para "liberar" a los ciudadanos de la fe, cuanto un expediente técnico para hacer a los ciudadanos "oficialmente libres" para practicarla o no (W. McLoughlin). Es decir, lo que vienen llamando hoy las Cortes de Italia, Alemania y Estados Unidos, "laicidad positiva" o "neutralidad benevolente".
En este contexto de altura, la polémica sobre la "financiación" del viaje, como es natural, se ha ido difuminando. Recuerdo una anécdota de Juan Pablo II que, bromeando, comentó en una ocasión: «Cuando viajo a Occidente, a veces oigo que dicen "el viaje costó tanto". Cuando viajo a África, la gente me pregunta: "¿Qué más podemos hacer por usted?"».
La moraleja es clara. Es una marca de fábrica en Occidente cuantificarlo todo en dinero. Si no es traduciendo en moneda la magnitud de un acontecimiento se nos escapa su valoración. Tal vez sea porque todo lo "cosificamos". La verdad es que las personas y lo que las personas originan no tiene "un precio", sino "un valor", que es cosa distinta.
El Papa está llevando a cabo una labor titánica, de inmenso valor: renovar culturalmente el Viejo Continente. Despertar en tantos países esa "minoría creativa", que sirva de palanca para el cambio antropológico de toda una civilización. En España también lo ha hecho. El tiempo irá mostrando su valor.
Cuando un Papa visita reiteradamente un país (hoy por hoy España es el país más visitado) significa dos cosas: especial afecto por sus gentes y también cierta preocupación por su destino. El cariño del Papa a España se explica por el hecho de que de sus 45.920.000 habitantes, más de 42 millones están bautizados en la Iglesia Católica.
Su preocupación, proviene del hecho de que nuestro país es un calidoscopio donde se mira Latinoamérica, casi un continente con ocho de cada diez de sus habitantes bautizados en la Iglesia católica. El influjo de las leyes, modas, costumbres, etc. españolas influye más de lo que pensamos.
Un ejemplo: sociólogos serios han adelantado que ni Argentina ni México hubieran introducido en sus legislaciones el matrimonio entre personas del mismo sexo si España no lo hubiera hecho antes. Algo similar está ocurriendo con la liberalización de las prácticas abortivas o la trivialización del vínculo conyugal.
Cuando Gorbachov presentó a su esposa al Papa Juan Pablo II le dijo: «Raisa, te presento a la primera autoridad moral de la Tierra». Los españoles —católicos o no— han visto en acción durante estas dos jornadas a esa "autoridad moral" que, al tiempo, es el líder espiritual de casi mil doscientos millones de personas en todo el mundo. Es natural que, cualquiera con un mínimo de sentido común, haya sentido surgir el reconocimiento y el afecto por este "peregrino" en Santiago y enamorado de la belleza en Barcelona.
Con motivo de su breve estancia, un periodista me preguntó el posible titular para un artículo sobre este viaje. Inicialmente me resistí a encapsular en cuatro palabras la riqueza ideológica, teológica y sociológica de este acontecimiento. Luego, tímidamente, sugerí éste: "La sonrisa del Papa". Efectivamente —me lo hizo notar una prestigiosa corresponsal de La Gaceta— en ninguno de sus ya casi veinte viajes, el Papa ha estado tan relajado y sonriente. Su natural afabilidad, su sencillo savoir-faire, su poderosa inteligencia y visible humildad han estado en España normalmente adornados con una sonrisa. No es poca cosa.